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Público presente en la Playa Verde de Juan Lacaze, el domingo, cuando fueron esparcidas las cenizas de José Carbajal, El Sabalero.

Foto: Victoria Rodríguez

Ceremonia con José

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La ciudad que es pueblo y su adiós al artista que fue vecino.

Despedida, homenaje, ceremonia… Es difícil decidirse por una palabra para contar lo que sucedió en Juan Lacaze el domingo 31 de octubre. Si bien es cierto que los lacacinos desde siempre somos sabaleros, cuando José Carbajal empezó a ser públicamente El Sabalero, la palabra tuvo una nueva acepción, una semántica extendida a lo social, a la denuncia de lo injusto, a la restitución de la esperanza, al empecinado reconocimiento del poder de los sueños.

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Antes de las 17.00 ya empezaba a llegar gente al monumento a “Chiquillada” en la Plaza de los Estudiantes, a la entrada del pueblo. Juan Lacaze es una ciudad, pero decimos pueblo. Y no sabemos bien por qué. No sabemos si es un arrastre de genética histórica recordando los comienzos o si es porque la palabra “pueblo” tiene lo que tienen las canciones de José: cobijas moradas, techos de zinc, amigos, abrazos, arena, orilla, lucha obrera, familia.

Al llegar al lugar del encuentro escuchamos desde los altavoces la voz de José: “No todos los recuerdos son verdad, pero sí son cosas vividas”. Y nos acordamos cuando Teto Lagos nos contaba que José estaba “haciendo” una canción que hablaba del pueblo. Era “Chiquillada”. Sigo sintiendo que José no escribía sino que “hacía” las canciones, les daba vida, las hacía nacer. Los ángeles chiquitos hasta pueden verse y las cometas hasta pueden tocarse.

Así como a través del tiempo su propio hacedor las va versionando en el decir, el público desde siempre le versionó los títulos y “Chiquillada” es Pantalón cortito; “La Sencillita” es Villa Pancha y “A mi gente”, que para muchos sabaleros desparramados por el mundo es el himno a Juan Lacaze, tiene no se sabe cuántos nombres: Sentados al cordón de la vereda, El árbol bonachón, El candombe del pueblo, Tibio febrero… Con recuerdos y cosas vividas José hacía las canciones. Y también con sueños, con mañanas que iban a venir, con cometas que estaban por hacerse.

Mucha gente en torno al monumento a “Chiquillada”. Muchos reencuentros, muchos abrazos, la presencia imprevista de José Mujica, la llegada de su familia con la urna, la voz de José desafiando o calentando un cielo plomizo que por fin dejó ver el sol.

Después escuchamos discursos sentidos, palabras portadoras del sentir de todo un pueblo. “Su emoción hecha música quedará entre nosotros vivificando nuestros recuerdos colectivos”, dijo el maestro David Mackiewitz. “La esperanza y cosas de humanos fue la materia de tu canto”, agregó el dirigente sindical Walter Silva. “Lo que se nombra no muere. Nos reunimos para decir que estás vivo entre nosotros”; “Vamos a recordarlo con alegría. Imprimió en su canto el sentido de pertenencia, y dignificó la pobreza”, expresó la comunicadora Claudia de los Santos.

No sé en qué momento José volvió a cantar “A mi gente” y espontáneamente se le sumaron voces entrecortadas; hasta la niña con un sombrero de Halloween cantaba esa canción, que, seguro, no aprendió en la escuela porque esa canción anda en el aire del pueblo y se enciende sola en cualquier momento.

Cuando iniciamos la marcha hacia la Playa Verde, la palabra “ceremonia” adquirió una acepción cercana a lo que vivíamos. Una ceremonia para José y de José para el pueblo. Y del pueblo con José. Miles de pasos, de latidos, junto a su familia que nos guiaba hacia el lugar elegido. La Playa Verde está allí, en el barrio Isla Mala, cerquita del puerto, de la escollera, del faro. Una playa con sauces y juncos que en los atardeceres de verano se enciende en naranjos y se ilumina en rojos.

De pronto se escuchó el pito de la fábrica textil. Esta vez, este domingo, no anunciaba ni la salida ni la entrada de los obreros, como lo hace desde sus orígenes, con las interrupciones marcadas por las luchas, las huelgas o los feriados. Esta vez, este domingo, fue el homenaje del “hombre chimenea” a su poeta, a su cantor.

“Esto parece un cuento de Vargas Llosa”, dijo una amiga que vive en Montevideo y que como tantas y tantos de nosotros había llegado a dar y recibir abrazos para poder sostener de alguna manera su personal bolsita de los recuerdos.

Yo pensé entonces que todo ese andar y ese cantar y ese abrazar y esa cuerda de tambores se incluían a partir de ese domingo en una nueva versión que José hacía de “La sencillita”. Una versión con el agregado de una estrofa con cenizas vivas esparcidas hacia una eternidad que se tocaba con las manos.

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