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Lo monstruoso verosímil

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Artes visuales. Los caprichos de Francisco de Goya y Lucientes.

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“El alma de Goya clamaba por lo insólito, por lo espectacular, por lo inaudito, y por eso pintaba monstruos y trasgos en sus cuadros, deseando complicar su siglo, meter inquietud en sus contemporáneos y excitar la inspiración demorada en aparecer”: así sentenciaba, fuera de broma y greguería, Ramón Gómez de La Serna en su biografía de 1928 sobre el famoso pintor aragonés. Sin duda, Goya cumplió con todo y más: agitó a sus coetáneos y varias generaciones sucesivas, “complicando” artísticamente el siglo XIX (toda enciclopedia lo galardona como precursor del romanticismo) e inspiró manadas de artistas en la búsqueda de lo raro, oscuro y grotesco (un solo ejemplo: el surrealismo abrevó en general de su espíritu y más puntualmente Dalí reinterpretó los Caprichos en una serie, “disecada” de la carga política originaria, llamada Disparates).

Ahora, gracias a un pretexto y a una coincidencia geográfico-institucional -Francisco de Goya y Lucientes nació en Fuendetodos, pueblito de la provincia de Zaragoza, y los abuelos de José Gervasio Artigas se fueron de la misma zona para buscar más suerte en el Río de la Plata-, la serie entera de 80 grabados (no está especificado cuál de las veinte ediciones “reconocidas” es la expuesta) se puede ver en Montevideo gracias a una colaboración española-uruguaya que quiere así festejar los 85 años del Palacio Legislativo.

Junto a la malandrina Maja desnuda, pintada poco antes de 1800 (y “tapada” en la Maja vestida unos años después), aquel desnudo que por su intrepidez volumétrica y cachondez tanto impresionó a Manet, la serie de Los caprichos es la obra goyana más célebre. Sin embargo, aunque algunas láminas estén esculpidas en la memoria de todos, tener la posibilidad de ver de cerca el conjunto es una experiencia apetitosa y muy reveladora. Los grabados producidos de las planchas primitivas desvelan el increíble trabajo de mixtura entre aguafuerte y aguatinta, con toques de buril y punta seca, operado por el español: si la primera técnica fijaba su trazo nervioso y firme a la vez, la segunda iba poniendo capas de claroscuro absolutamente arbitrarias (la iluminación es decididamente antinaturalista), guiada sólo por efectos expresionistas: lo antojadizo de las manchas blancas, por ejemplo, analizado a pocos centímetros del grabado, impresiona de verdad.

Otro aspecto sorprendente, mirando la serie entera de una vez, son los títulos que acompañan cada plancha. El rol de las palabras en esta obra es medular y sumamente ambiguo: a veces conectadas con claridad con la imagen, a veces engañosas, influyen sin duda en la interpretación de cada escena de manera sutil. Conjuntamente, para espesar aun más el misterio, habría que considerar la copiosa cantidad de manuscritos que “explican” el sentido de las escenas: unos cuantos, conservados en el Prado y algo cautelosos cuando no morigerados, probablemente escritos por el mismo pintor; otros, anónimos, mucho más atrevidos aclaran, embarrando, sus significados.

No tan caprichosos

Pese a su carga nocturna y rapsódica y al balasto de maldiciones y turbación y tinieblas que la fama de Goya arrastra consigo hace dos siglos, Los caprichos parecen construidos, si no matemáticamente, por lo menos lúcidamente. El folleto que acompaña la exhibición denuncia que “carecen de una estructura organizada y coherente”; sin embargo, los núcleos temáticos (también resumidos en el folleto: sátira erótica, latigazos a los convencionalismos sociales y a los intelectuales, sueños) son bastante fuertes para no hacer caer el conjunto en la pura deriva. Por algo, en fin, se llaman caprichos.

La emblemática fecha en que salieron a la venta, 1799, subraya y simboliza la afortunada condición de tener un pie en un siglo (el siglo de la luz) y otro en el siguiente (todo Sturm und Drang) y parece haber ayudado a repartir las láminas al menos en dos “partes”. La primera, que cierra con el grabado 42, es una especie de feroz galería de los vicios y del malacostumbrar social: por ejemplo, el Nadie se conoce (n. 6), en donde figuras disfrazadas y dispuestas erráticamente metaforizan un pre-pirandelliano “todos quieren aparentar lo que no son”; el delirante y exquisito Todos caerán, con militares y frailes transformados en aves que rodean a una prostituta (también “pajarizada”) y que enseñan la debilidad del varón frente a las putas; la Tú que no puedes (n. 42), amarga alegoría de los pobres campesinos, jorobados bajo el peso de los animales, que cargan en las espaldas los burros (de la sociedad) en un snapshot cruel que le habrá gustado a Bajtín y a su “mundo al revés” de la representación popular paródica (los asnos, dicho sea de paso, tienen una presencia importante en el conjunto, protagonizando seis grabados acá oportunamente apartados); lo mismo además pasa en el ingenioso y un poco misógino Ya tienen asiento (n. 26), con las sillas puestas arriba de las cabezas de unas casquivanas.

El archinotorio e hipercitado El sueño de la razón produce monstruos (n. 43), que por supuesto inaugura el filón más alucinatorio de la serie, no decepciona en vivo: el hombre durmiente apretado por el vacío del lado izquierdo y el rebaño de murciélagos y lechuzas del lado derecho ilustra bien a lo que iba Goya, y el mismo título, por esta única vez incorporado a la imagen, es tan borroso (al borde de la legibilidad) como si fuera él también hecho de la misma materia que las pesadillas.

Mejor que demorarme sobre lo pasmoso, lo depravado, lo deforme que se asocia casi automáticamente a Goya frente a láminas conocidas como Hasta la muerte (n. 55) sobre vejez y vanidad o Volavérunt con la Duquesa de Alba y las brujas (n. 61; véase también la novela de Taco Larreta y la película a ella inspirada de Bigas Luna) o la pedicura física y moralmente inhumana de Se repulen (n. 51), es más interesante señalar elementos que parecen anticipar otras “maravillas”: ¿El necio de oídos tapados acostado al suelo de Los chinchillas (n. 50) no se parece insólitamente al mejor Boris Karloff-Frankenstein de los años 30? ¿Y el gato con sombrilla que sobresale del enmarañamiento de cuerpos de ¿Dónde va mamá? (n. 65) no tiene una expresión maléfica, parecida a la del felino de la Alice carrolliana dibujado por John Tenniel?

Imposible concebir, igualmente, ciertos grabados de Odilon Redon o Félicien Rops o George Grosz sin pensar en los más negros de estos caprichos (y en la sucesiva, maldita serie de aguafuertes goyanas, la atroz y “antimilitarista” Los desastres de la guerra, 82 grabados que fueron publicados sólo después de la muerte del autor).

De todas formas, navegar la serie más turbia y brujesca resulta más cómodo una vez sentados en las palabras -como siempre alumbradoras- de Charles Baudelaire. No dedicó muchas páginas al español, pero las pocas son decisivas, además de considerarlo uno de los ocho “faros” de la pintura de todos los tiempos -y esto sólo habiendo visto sus grabados y poco más- como Las flores del mal atestiguan: “Goya, pesadilla llena de cosas desconocidas,/ Fetos que se hacen cocer en medio de los sabats,/ Viejas ante el espejo y niñas todas desnudas,/Para tentar los demonios ajustando bien sus medias”.

En un escrito consagrado a “Algunos caricaturistas extranjeros”, de mediados del siglo XIX, Baudelaire termina la parte sobre el aragonés destacando lo que todavía más impresiona, a 211 años de su realización, incluso con la débil iluminación del MNAV, frente a esta notoria serie: “El grande mérito de Goya está en la creación del monstruoso verosímil. […] Nadie como él se ha atrevido en el sentido de un absurdo posible. Todas aquellas contorsiones, caras bestiales, muecas diabólicas, están llenas de humanidad. […] Sería difícil condenarlos, tanta es la analogía y la armonía de todas las partes de su ser; en una palabra, es imposible percatarse de la línea de sutura, el punto de conjunción entre lo real y lo fantástico; es una frontera vaga que ni siquiera el analista más agudo podría trazar, en un arte que es, a la vez, trascendente y natural.”

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