En el último número de Búsqueda, Gustavo Escanlar escribió sobre la cultura uruguaya en los 25 años de democracia, una tarea inabarcable para manejar en una página pero que Escanlar solucionaba de la misma forma que solía hacerlo: mediante una recopilación parcial, caprichosa, incompleta e intuitiva de lo que le había llamado la atención durante ese cuarto de siglo que coincidió con su trabajo público. Aunque había tenido contacto con la formación académica, Escanlar era parte de una generación de periodistas surgidos en los 80 para los que la intuición y la independencia de los cánones era más importante que los pergaminos o la coherencia sistemática. Al igual que los punks tan admirados por esa generación, hizo de sus propias limitaciones, el entusiasmo y la furia los instrumentos para generar un espacio de opinión en un ámbito hostil a los outsiders, los desprolijos y los disidentes.
Su trabajo literario era irregular, dependiente de sus influencias inmediatas y padecía de la misma falta de autocrítica y de idéntica necesidad de llamar la atención que sus intervenciones televisivas. Pero al igual que éstas era frecuentemente removedor, auténticamente osado y, en definitiva, valiente.
Leer los comentarios de su columna/blog “Los siete sentidos”, en Montevideo.com, era un paneo bastante significativo de la relación de Escanlar con la cultura uruguaya y la devolución permanente que ésta le daba. Escanlar anotaba fragmentos de las cosas que le gustaban o lo irritaban y, casi de inmediato, la página se llenaba de comentarios, tres o cuatro de los cuales discrepaban o coincidían con lo escrito. El resto era una sucesión de adjetivos: “facho”, “puto”, “gordo”, “plagiador”, “falopero”, “tomapichí”, una y otra vez, escritos con la paciencia de picapedreros intoxicados de odio. No era fácil el trabajo de Escanlar.
Esta hostilidad provenía más que nada de que parte voluntaria de este trabajo consistía en provocar a la izquierda cultural. Realizando esa labor solía caer en esa visión en blanco y negro que tanto criticaba de la propia izquierda cultural. Una opción de compromiso parecía alcanzarle para descartar una obra completa como si sólo existiera esa opción que no compartía. Pero en otras ocasiones era el único capaz de observar con humor, furia y lucidez la falta de estatura de algunos tótems que esa izquierda cultural -frecuentemente omnipotente- había levantado. Porque muchas veces la voz de Escanlar era la única que decía, fuerte y claro, que el emperador estaba en pelotas y que su estado de higiene dejaba mucho que desear.
La contradicción y la falta de disciplina intelectual eran parte de su estilo. Una mirada superficial consideraría hipocresía, por ejemplo, leerlo definir a Darnauchans como el mejor de los cantantes uruguayos luego de haberlo nombrado en su segundo libro como una de las cosas que odiaba. Eso, en realidad, es fundamentalmente no entender lo que hacía; es más bien difícil imaginarse a Escanlar sumándose a un gusto colectivo por el simple hecho de que el artista en cuestión hubiera muerto. Es más correcto simplemente pensar que corregía alguna arbitrariedad con la misma aproximación pasional con que la había cometido.
Gustavo Escanlar fue un kamikaze cultural, un oficio que rara vez se valora excepto cuando el objetivo final del vuelo es algo que también nos atemoriza y a lo que nos gustaría ver hundirse. Escanlar, en esos momentos, hacía por nosotros el trabajo sucio que alguien tiene que hacer, pero tanto en la coincidencia como en el disenso obligaba a tomar posición respecto a lo que escribía con una energía similar a la suya. Siempre que alguien muere se dice en automático que queda un espacio vacío; en el caso de Escanlar y el periodismo cultural uruguayo, este espacio vacío es claro, tangible y perfectamente definido. Vale la pena recordar, y extrañar, ese espacio de alegría demoledora y libertad.