Cuando era un canarito que Montevideo se quería devorar como en una película de terror clase B, el Parque Batlle me ofreció su regazo citadino, con su verde, sus canchas y esos pequeños nuevos amigos quick que se activan con un simple “¿querés jugar?”. El fútbol y el deporte ya me habían abrazado antes en mi Florida natal y entonces, antes que hacer choricitos de plasticina y en la prehistoria del irregular y elefantiásico “el oso se asea”, yo ya conocía los nombres de los héroes del pueblo, los que había visto pasar en la caravana frente al Café del Centro cuando venían de ser por primera vez en la historia los mejores del interior: Julio Cattáneo, Pajarito Lago, el Pato Ferreri.
Pasaron los años y me apropié de esas canchas, de ese verde, de esos amigos, aun en el gris de aquellos tiempos en que un grupo de golpistas modificó para siempre nuestras vidas. En el 80, entre una doméstica y artesanal militancia por el No, las canchas ya me iban diciendo que no, pero servían para zurcir una suerte de cultura alternativa que balanceaba con el bachillerato del Elbio Fernández, el cordón de la calle Diego Lamas y el más rico nutriente casi inadvertido: la casa.
¡Qué problema la Copa de Oro! Porque yo no me comía los mocos que la hacían los milicos, y por más paloma que fuera creo que sabía que alguna joda había. Que alguien se la iba a llevar y la televisión color, y la teca, y mmm. Pero bueno, ya habían comido en el plebiscito y esto era fútbol y no sentía que estaba apoyando la fiesta de los fachos ni que iba a su circo, pero me daba cosita.
De algún lado habremos conseguido la plata y con Daniel Outerelo, Garito y el Novas, creo, nos metimos en un abono para todos los partidos del campeonato, que tenía la trampa de empezar el penúltimo día del 80 para que funcionara la idea de que era en el cincuentenario del primer Mundial. Era un vagón de plata para nosotros estudiantes-deportistas y con seguridad nuestros mayores, tal vez a disgusto, nos hayan hecho el aguante. ¿Pero cómo nos íbamos a perder a los mejores del mundo? ¡Y encima mirá si todavía les dábamos la comida!
Recuerdo haber caminado un par de noches imantado por las nuevas luces las tres cuadras que me separaban del estadio y al entrar al Centenario, vacío y con olor a cemento fresco -habían hecho la parte nueva de la América y las últimas gradas-bancos de Olímpica, Amsterdam y Colombes-, sentirme como aquellos veteranos que de botijas habían asistido al alumbramiento del Monumento Histórico al Fútbol. Nieto de Maracaná, hijo de Cien años del fútbol, creía a ciegas en los héroes de la camiseta celeste con la inexplicable pasión abrevada en los altares de los irracionales generadores de opinión pública, que no hesitaban en transferirnos que si eran uruguayos y vestían de celeste había y tenían que ganar.
Los pesteamos bien a holandeses e italianos -andá, bo, golero italiano, mirá cómo tiemblo si movés las manitos- y la final con Brasil, una remada de aquéllas cargando con la mochila de Maracaná. Ni me acordé de los milicos, ni del impresentable Aparicio Méndez, ni de Yamandú Trinidad, o la mamona revista Noticias, o todos los curreros que existieran.
Había subido orgullosamente y con complicidad de miles el tono de voz en el “tiranos temblad” en el entretiempo, y como la mano venía torcida cambiamos lugares con Daniel, Vitorio se clavó en palomita y a otra cosa, y ahí sí, sin tanto miedo y con mucho goce, a 18 a saltar y festejar, porque se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar.