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Luis Camnitzer.

Foto: Nicolás Celaya

Con título, sin autor

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Luis Camnitzer, artista y pensador, aborda algunas de sus teorías.

Visitó Montevideo para presenciar la exposición de una de sus últimas obras, Memorial, dedicada a los desaparecidos uruguayos. la diaria conversó con Luis Camnitzer (Lübeck, Alemania, 1937), uno de los artistas uruguayos más célebres internacionalmente, acerca de esa pieza, de su libro Didáctica de la liberación (que tanto dio que hablar en 2008 y que recién ganó el premio del MEC por el ensayo sobre arte édito) y de sus concepciones de “arte boludo” y “ética cínica”.

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-Está en Montevideo para presentar Memorial, obra expuesta en el Museo de la Memoria. ¿De qué se trata?

-Agarré la guía telefónica de Montevideo y la reescribí, literalmente. Lo que hice fue escanear páginas en las que apareciera el nombre de un desaparecido. Manipulé las páginas para abrir espacios, corrí las líneas a medida que iba agregando nombres y después retoqué para que volviera a parecerse a una página común de la guía. Son 194 páginas que se ven totalmente “idiotas”, aburridas páginas telefónicas, pero si recorrés todos los nombres ves que hay entradas en las que no aparecen dirección ni número; éstos son los desaparecidos. Nosotros no podemos llamarlos, pero ellos nos siguen llamando. Es una obra que contada “ya está”, pero al verla directamente tiene algo abrumador.

-Su libro Didáctica de la liberación, arte conceptualista latinoamericano causó una polémica cuando salió por sus declaraciones acerca de cierta búsqueda estética en algunas de las acciones de los tupamaros. Luego de dos años, ¿cómo lee aquellas reacciones?

-La reacciones más fuertes vinieron de gente que no lo había leído. Yo no cambié de opinión. No es un endiosamiento de la violencia: a propósito, analicé operaciones que estaban planeadas como no violentas, pero que se pasaban de la mera eficiencia funcional y militar y que tenían un componente propagandístico que era estético. No sostuve que los tupamaros eran artistas, sino que en el hecho cotidiano y cultural transitaron por un campo normalmente reservado al arte, y eso me pareció importante de subrayar porque en aquel momento borronear la frontera entre arte y política fue crucial. De hecho, por otro lado está Tucumán arde, que nacía como operación artística, pero que se pasó al lado político. Obviamente, hay grupos reaccionarios que no aceptan posiciones progresistas o que no saben leer la historia correctamente, y si encima no leen el libro, están hablando de sus opiniones, pero no de las mías.

-¿La polémica se creó sólo acá en Uruguay?

-Sí. Acá las heridas están abiertas. Sin embargo, yo esperaba un poco más de rigor intelectual, por eso me sorprendió. Una de las estupideces que hicieron los enojados fue la de aislar un capítulo del libro y tratarlo como si todo fuera un libro sobre los tupamaros y no un libro que incluye a los tupamaros en un contexto mucho más amplio, con el intento de explorar las posibilidades de un estudio de una identidad latinoamericana basada en su propia historia en lugar de subordinarla a una historia hegemónica. Otra crítica frívola fue la acusación de que no mencioné a todos los artistas uruguayos que tenían alguna conexión con el conceptualismo. Si hubiera hecho eso para todos los países, el libro tendría varios tomos; si me hubiera limitado a expandir el Uruguay y no los otros países, sería un chovinista. El libro pretende abrir una puerta para que se escriban otros libros, no cerrarla, y pienso que los que tienen reparos tienen el derecho y son bienvenidos en la escritura de las secuelas que consideren necesarias.

-Además, la de los tupamaros no era una tesis nueva. Ya en 1970 usted había escrito una nota en Marcha que contenía la misma idea.

-Sí, en Marcha, como ya había censura no pude nombrar directamente a los tupamaros, pero la tesis era la misma. Recuerdo que en un congreso en La Habana en 1981 planteé la misma teoría y los uruguayos del partido presentes me decían que era una locura hablar de aquello. Pero ahí era un problema de micropolítica, de cuestiones partidarias, no de la negación de una visión de un fenómeno cultural que va evolucionando y deja un rastro. Pero ya en 1969, cuando volví a Uruguay luego de cinco años de ausencia, tuve la misma discusión en Bellas Artes, diciendo que no podían enseñar la historia del arte uruguayo sin incorporar este elemento: no se trataba, obviamente, de hacer arte de guerrilla, pero sí de tener en cuenta lo que pasaba. Tenés que tener en cuenta el dato, aunque no te guste.

-Es notoria su división entre el arte conceptual norteamericano de los 60 y 70, fundamentalmente autorreferencial, y el conceptualismo latinoamericano, que surge más o menos al mismo tiempo, pero que tiene un componente social y político prominente. ¿Cómo ve el conceptual ahora? ¿Hay una tendencia que “ganó” a nivel global? ¿Se reproduce más o menos aquella situación o apareció quizá una “tercera opción”?

-Hay de todo. Hay arte derivativo, que juega los juegos jugados. Pero lo más importante es que hay un cambio de posición con respecto al arte, el arte ya no se puede juzgar como un objeto cerrado en sí mismo, hedonista, sino que es una respuesta o una solución a un problema que lo antecede. Y eso cuenta para Miguel Ángel, Rembrandt, etcétera. Podés decir “me gusta”, “no me gusta”, pero a fin de cuentas hay que mirarlo y decir “esto está tratando de responder a tal cosa, aquello a tal otra”. Es un cambio de perspectiva que, creo, fue generado por la ruptura que provocó el conceptualismo con respecto al arte anterior. No es que antes no hubiera ese tipo de problemas, pero uno no entraba en la obra de esa manera. En este sentido, el objeto artístico perdió justamente importancia objetual, aunque físicamente esté, y se convirtió en un corredor o en una ventana a través de la cual el público se comunica con el artista y el artista se comunica con el público.

-Frente al perenne, por lo menos después de la Revolución Industrial, dilema del artista consciente de que produce para cuestionar la realidad, pero que a la vez tiene que vivir de lo que hace y, por lo tanto, vender sus obras, usted habló de un “cinismo ético”, concepto, a mi entender, muy interesante. ¿En qué consistiría?

-Si te prostituís sabiendo que te prostituís y por qué te prostituís es distinto a prostituirse sin darse cuenta. Esta prostitución inconsciente, metafóricamente hablando, es corrupción. Y la prostitución utilizada conscientemente con distancia crítica para lograr algo es cínica. Ese cinismo hay que usarlo éticamente. Si yo como artista no creo en la venta, no creo en el producto comerciable, pero vendo mi obra y me alegro porque la vendo, porque necesito el dinero, entonces o sucumbo a este proceso porque me pongo a producir obras en cantidad para vender o mantengo mi integridad, entendiendo que la plata que entra a mi bolsillo es el pago que la sociedad me otorga por el tiempo que le dedico. Estoy haciendo una utilización cínica de los mecanismos comerciales, pero mantengo mi ética. ¿En qué medida eso es posible? No lo sé. Pero siempre tuve planteado este problema: ya como estudiante de arte, a los 17 años había decidido que no iba a vivir de mi arte. Porque siempre está la duda de que si pintás un cuadro amarillo por necesidad de investigación y alguien te lo compra si el siguiente cuadro amarillo lo estás haciendo porque la investigación está incompleta o porque te lo compraron: es esa duda que corrompe. Es un proceso muy insidioso.

-Cierto arte conceptual quiso modificar también eso: a menudo desaparecían los objetos físicos (cuadros, esculturas, etcétera) o se volvían volátiles y se producía un arte potencialmente “invendible”.

-Pero ahora hay un proceso inverso. Cantidad de cosas que eran efímeras, pensadas para desaparecer, el mercado las reabsorbe como fetiche. A fines de los 90 yo organicé una muestra que se llamaba Conceptualismo global. La idea era tratar fenómenos conceptualistas en todo el mundo, sin que importara la fecha, el dato cronológico sino la idea de ruptura, teniendo como modelo el 68 francés. Obviamente, el Mayo del 68 acá ocurrió en 1950, en Japón, también, mientras que en Corea, por ejemplo, aconteció en 1981. La idea era usar un reloj local. Esas rupturas surgieron en condiciones similares, en momentos de crisis causados por una represión y en todos lados se usaron instrumentos comunicativos que eran efímeros: volantes, revistas mimeografiadas, etcétera. Objetos sin un destino de conservación. Para la exhibición todo lo que encontramos lo pusimos en vitrinas climatizadas, con mucho cuidado, asegurados, dándoles la categoría de Monna Lisa. Era una evidente negación de la intención original de este material. Los curadores discutimos mucho si teníamos el derecho de hacer eso, por un lado estaba la misión histórica de conservar documentación para las nuevas generaciones y, por el otro, la intención, el testamento de los creadores originales. Con mucho dolor, decidimos mantener la historia. Sin embargo, es un problema serio.

-Hace poco en el MoMA de Nueva York se inauguró una gran muestra dedicada a la línea, titulada On Line: Drawing Through the Twentieth Century [sobre la línea: dibujando a través del siglo XX]. Ahí aparece una obra suya que se llama Dos líneas paralelas que “empezó” en 1976. ¿Qué obra es y cuál fue su gestación?

-Empezó en 1973, pero en 1976 la expuse en forma desarrollada. Cada vez que la instalo se va agrandando. La primera vez tenía siete metros de largo y ahora tiene 42. En Nueva York se expone un fragmento de unos 30 metros. La línea de arriba es basura, desechos lineales que encuentro (o mis familiares encuentran) y que luego de la exhibición tiro otra vez. La línea de abajo son títulos que no tienen nada que ver con la línea de arriba, “fragmento del horizonte”, “tajada de una línea”, “tajada de una tajada”, etcétera. Cada línea tiene su crecimiento propio, sólo que al final las dos terminan en el mismo punto. En el MoMA ocurrió una cosa interesante: me pidieron que la hiciera debajo de las obras que estaban colgadas. Empieza sola en la entrada, da la vuelta a la pared y entra en una sala expositiva: baja por los futuristas, por Kandinsky y termina debajo de Duchamp, de su Three Standard Stoppages [nuevas unidades para medir creadas a través de la caída azarosa de cordones de un metro], un final perfecto. Pasa también por encima de la puerta de salida de seguridad: me gustó porque en cierto modo es una obra superimpuesta a la sala y no simplemente ubicada en la sala.

-Usted forjó un término, “arte boludo”, que, pese a su nombre, define la “única forma de arte que puede lograr cambios sociales profundos”. ¿Puede explicar brevemente el concepto y dar algunos ejemplos contemporáneos?

-Es muy difícil hacer buen arte boludo. Un día tenía que dar una charla en Buenos Aires y retomé un concepto que había surgido en los años 60, cuando formamos con Liliana Porter y José Guillermo Castillo el New York Graphic Workshop. Buscábamos una obra que no tuviera ninguna clase de drama: la idea era sacarle todo tipo de declaraciones, de hecho, un sinónimo era “arte no declarativo”. En Argentina tenía ganas de hacer un discurso escolástico, serio sobre el tema del arte boludo. En realidad lo empecé en broma, pero terminé creyendo firmemente en lo que decía. Lo que significa es el arte como un agujero negro en el espacio, que absorbe energía en lugar de emitirla. En términos de relación con el espectador, en vez de dar información obliga al espectador a darla y, por lo tanto, lo ubica en una posición creativa y no de puro consumo: en este sentido aparece el cambio social. Es muy difícil porque en su encarnación extrema no es reconocible como obra, puede ser cualquier cosa. El artista que produce arte boludo tiene que lograr dar el mínimo de información posible para que se vea que es una obra, pero sin pasarse de eso. Algunos ejemplos, que aparecieron en la charla, pueden ser trabajos de Blinky Palermo y Rubén Santantonín, que hacían piezas indefinidas, en las que el espectador era llamado a “resolver” lo que tenía enfrente. También cosas de Hélio Oiticica y algunas piezas de Lucio Fontana de los años 30.

-Citó todos autores fallecidos. ¿Hay algún artista contemporáneo que le interese?

-El asunto es que me interesa cada vez menos la autoría, coherentemente con lo que teorizo, entonces elegir nombres es como volver atrás. Me interesa más el efecto que la obra produce en el público. El punto es ¿qué desencadena la obra?, y no me importa quién la hizo, no me importa que Einstein haya descubierto la teoría de la relatividad, si la hubiera descubierto Pepito Rodríguez tendría la misma importancia. Desfasar el interés en el personaje es como quitarle a la teoría o a la obra. No hay que mezclar la biografía con el logro. Si al logro le sacás la autoría lo ves con mayor claridad y lo ves como una contribución colectiva, o sea, como lo que es. La cultura al fin y al cabo es colectiva y anónima.

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