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Cao Guimarães.

Foto: Victoria Rodríguez

Creación a la deriva

6 minutos de lectura
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Cao Guimarães, documentalista de existencias solitarias.

Nacido en Belo Horizonte hace 45 años, Cao Guimarães es un artista reconocido a nivel internacional como atestiguan, entre otras, sus participaciones en los festivales de Cannes, Venecia, Sundance y su presencia en el MOMA, Tate Modern y en dos Bienales de San Pablo. Está en Uruguay para presentar algunas de sus películas (que se proyectaron en el cine Casablanca y en el CCE) e Inmersión sensorial, una retrospectiva de su obra fotográfica y audiovisual en el Subte.

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-¿Cuál es tu formación? ¿En la elaboración de tus obras audiovisuales miraste más al trabajo de videoartistas o de directores de cine?

-Cursé filosofía en la universidad, estudios académicos. Sin embargo, desde mi infancia estuve en contacto con las imágenes, porque mi abuelo, que era pediatra, tenía una obsesión por ellas, tenía un laboratorio de foto en casa y filmaba en 16 mm. Eso me marcó profundamente, porque yo tenía acceso completo a ese mundo un poco mágico que siempre me fascinó. Heredé sus equipos y empecé en los 80 a exponer algunas de mis fotos. Luego, entre 1996 y 1999 viví en Londres. Como estaba casado con la artista Rivane Neuenschwander, que había ganado una beca, no tenía necesidad de trabajar y en el tiempo libre me dediqué al video, a veces creando con ella (en el Subte hay algunas obras hechas en colaboración). Yo en realidad tenía más una cultura cinematográfica que artística, de cinemateca -sobre todo la nouvelle vague, el cinema novo-, pero pensar en un largometraje era imposible. Comencé a filmar en 8 mm, breves cortos caseros, un cine de pequeños acontecimientos cotidianos: la luz que pasa a través de la ventana, la semilla que cae del árbol y llega a tu baño, algo así como microdramas de las formas. Al método lo denominé “cine de cocina”, hecho de forma autónoma, absolutamente independiente de todo y de todos. Yo quería hacer cine, pero las artes visuales me chuparon: los curadores, los críticos de la época se mostraron muy interesados en mi trabajo y yo mismo empecé a relacionarme más con el mundo del arte. Fue una coincidencia, y luego cuando volví a Brasil, viví un reencuentro con mi tierra que fue muy fuerte: ahí decidí filmar un largometraje y recorrí el país durante dos meses. Así nació O fim de sem fim [el fin de sin fin], sobre profesiones en extinción. ¿Cine o video? Difícil contestar. El video es muy tentador, liviano, práctico, barato; el cine está mucho más vinculado a los grandes capitales, la distribución es compleja y costosísima. De todas formas, hay muchos cineastas que usan el video y muchos artistas que usan el cine, existe un cruce, una especie de hibridez que se ha vuelto muy común. Sin embargo, todo ahora es diferente que el videoarte de los 80, sobre todo en Brasil, que estaba mucho más ligado al videoclip, a los montajes acelerados, o que era documentación de las performances.

-Entonces desde el principio o casi fue cine y video al mismo tiempo…

-Sí, hay elementos comunes entre los dos en mi obra. En la historia del cine pasó algo muy interesante: la idea de espacio era muy patente en la época del primer cine mudo, el proyector estaba en el medio de la sala, había gente que miraba a él, a su luz milagrosa y no a la pantalla. Entonces se escondió el proyector, se oscureció la sala para que la gente no se distrajera, para que se metiera en la temporalidad fílmica. Después de un siglo, con la explosión de la producción audiovisual, las cosas están volviendo a aquel principio, el espacio es reintegrado a la experiencia fílmica, sobre todo en las galerías y en los museos. Yo me muevo entre los dos polos, me interesan ambos: hago cosas para el cine, en donde la gente se sumerge en la película y su tiempo de manera total, pero también creo obras que dialogan con la arquitectura de la sala de exposición y que no tienen un principio, un desarrollo y un fin, sino que se pueden ver un poco al azar, con la lógica del loop.

-Uno de los temas que más enfrentaste es la soledad. No como algo negativo; parece más una alternativa a la sociedad de masas. ¿Qué te interesa de esta condición?

-Es una condición universal, uno de los grandes temas, como el amor, la muerte. Creo que es muy importante la sensación que te da la soledad, de poder “encontrarte”. Además yo miré a la soledad de seres que viven en los márgenes de las sociedades: eremitas, andariegos, personajes sumamente interesantes y sobre quienes hay prejuicios sociales marcadísimos: la visión es estereotipada: si vive solo en una gruta o una montaña es un loco. No me interesaba hacer un recorrido de sus vidas, una investigación antropológica o sociológica, ni saber por qué vivían así. Sí me interesaba revelarlos, poner al espectador como si estuviese ahí con ellos. Son películas muy sensoriales, para poner a la gente frente a condiciones inéditas: en Andarilho [Andariego] la idea era mostrar la relación que hay entre caminar y pensar. Yo camino mucho y mis pensamientos se disparan cuando me muevo, entonces dije: si mis pensamientos llegan casi a estados lisérgicos después de caminar una hora, ¿qué ocurrirá con gente que pasa literalmente todo el día caminando y que lo ha hecho durante 25 años? ¿Cómo ven los eventos- no sé, un camión que pasa- o el mundo con respecto a como lo veo yo? A alma do osso [El alma del hueso], que sigue a un ermitaño con quien yo viví durante un largo tiempo para filmar la película, salió de la concepción que yo tenía de lo que puede ser un eremita y que es una idea muy difundida: una persona aislada, recia, cerrada al mundo, silenciosa. Mi preconcepto fue completamente deconstruido por él: una persona comunicativa, interesada en lo que pasaba en el mundo, buen hablador. Quiero que el público viva lo que viví y descubrí yo: durante la primera mitad del film el eremita no dice una palabra, pero cuando llega un grupo de turistas empieza a charlar y no para hasta que termina la película. Ahora estoy trabajando en el “capítulo” final de esta “trilogía de la soledad”, un largometraje basado en un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, sobre una persona que no puede estar sola.

-Tus películas son extremadamente refinadas, a nivel de fotografía, montaje, banda sonora. El choque con lo que se muestra, cuando ponés en escena algo que se podría llamar miseria, es impactante. ¿Pensaste en un posible riesgo de estetización de la pobreza?

-Eso pasa a menudo cuando la relación con las personas representadas es de distancia, o directamente no existe. En mi caso, en todas mis películas, yo tuve relaciones de amistad con los personajes que filmé. En el caso del eremita, él quiere que yo vuelva a verlo. Tuvimos realmente una relación afectiva, de dos seres humanos, no importa quién es más miserable, si él o yo. Yo no veo miseria en su existencia, al contrario, creo que la dignidad, la integridad de su vida, su relación con la naturaleza, la palabra, la oralidad, pueden ser un ejemplo para mucha gente que vive en la ciudad. No hay denuncia en mi trabajo sobre la miseria, no busco investigar las motivaciones de por qué estos hombres viven como viven o cosas por el estilo. Es algo mucho más onírico, una transposición de las sensaciones probadas a los espectadores en donde se subrayan dos elementos. Por un lado la marginalidad, pero pensada también en sus (muchos) aspectos positivos y en este sentido funciona también la serie de fotos de Gambiarras [Improvisaciones], imágenes de arreglos ingeniosos de objetos industriales que se han roto. Por el otro el tiempo, otros ritmos posibles en un mundo siempre más rápido, congestionado. Es un cine de acción, si se quiere, pero la acción entendida no como persecución, violencia, sexo, sino la pequeña acción: un bostezo, una gota de agua que cae, etcétera.

-¿Cómo ves el panorama del arte contemporáneo dentro y fuera de Brasil? ¿Te reconoces en algún movimiento?

-Soy bastante caótico e intuitivo. No tengo la pretensión de ser considerado artista plástico. No pasé por ninguna academia de arte, en mi época no había mucho de eso. Ser artista era simplemente querer expresar algo. Siempre estuve interesado en algunas obras, inclusive hay unas cuantas que quizá cambiaron mi vida, pero tengo sobre todo una necesidad de hacer arte, fuera de escuelas, grupos, organizaciones. Mi arte es un proceso, voy haciendo, haciendo, hasta que llego a algún lugar, hasta que tengo una entidad que quiere salir y encontrarse con el “otro”. La cuestión de la alteridad es medular para mí, por eso es tan importante exponer, hablar, debatir, mis obras viven del diálogo con el público y los críticos, cada uno las usa como quiere. No aspiro a que mirando mis películas todo el mundo llore o se ría al mismo tiempo o que salga del cine del shopping olvidando a los dos minutos lo que ha visto.

-¿Qué pensás del rol social del artista en nuestras sociedades? ¿Tiene todavía una “misión”?

-El arte es más importante que los artistas. Existe una institución llamada arte, hay una historia del arte que hay que conocer, pero al fin y al cabo creo que hay una supervalorización de la figura del artista. Me gusta pensar que somos todos muy parecidos y que todos tenemos ciertas posibilidades expresivas. Los artistas son aquellos que crean un lenguaje para expresar ideas y sensaciones compartidas por todos.

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