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Sally Hawkins y Myke Leigh en el set de "La felicidad trae suerte"

Foto: S/D autor

Demasiado humano

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Con motivo de una próxima retrospectiva, repasamos el cine de Mike Leigh.

En los últimos veinte años, el nombre de Mike Leigh se ha mantenido brillando como uno de los pocos faros creativos, una de las escasas estrellas del norte que han guiado a nuevos directores en un terreno tan oscuro y perimido como la actual escena cultural inglesa. Para quienes no lo conozcan o intenten revivir estas sensaciones, el 8 de febrero se inaugura en Sala Cinemateca un ciclo algo acotado pero que sirve de modesta puerta de entrada al mundo de uno de los últimos grandes directores británicos.

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Editar

El estudio del contexto de un director como Mike Leigh implica hacer una lectura emocional de la Britania de los últimos treinta años. La Britania de Thatcher, la Britania del desmantelamiento del Estado de bienestar y la desin-tegración de todo el constructo mítico que existía alrededor del partido laborista, del quiebre de los sindicatos, de la solidaridad social, de los vínculos igualitarios, de las comunidades industriales y agrícolas, la desintegración de la identidad masculina en la familia y la clase obrera, la Britania de los tres millones y medio parados, la Britania del aburrimiento del no future. Para ser más pragmáticos, la vida de Mike Leigh, sus aproximaciones técnicas e ideológicas pueden retrotraerse a sus primeros años de vida, la de un niño judío de clase media constituida en un barrio de clase media para abajo. Tal como ha señalado en algunas entrevistas, esa diferencia económica y social -además de no compartir la mayoría de los gustos de sus vecinos, como el fútbol- lo convertía en una especie de extranjero dentro de su propio barrio, lo cual acentuó sus facultades observatorias, su fibra más antropológica. No es casualidad que muchos críticos piensen en la filmografía de Leigh como producto de ese sentimiento de culpa e inadecuación.

Leigh se formó más como hombre de teatro que como cineasta, habiendo terminado secundaria para largarse a estudiar en la RADA (en español, Real Academia de Arte Dramático), en la que nunca supo a ciencia cierta si estaba donde debía estar. De una forma u otra, su pasaje por la RADA en cierto punto le sirvió para delinear internamente aquel tipo de teatro al que no quería acoplarse: una idiosincrasia teatral en la que el actor es visto más como un instrumento interpretativo que como un participante creativo. En la misma RADA, la improvisación, técnica y recurso que marcaría su estilo por completo, estaba reducida a un minúsculo seminario de escasa seriedad programática. Es luego de salir de esa institución e involucrarse con otros colectivos y, más que nada, al ponerse en contacto con el “teatro de la crueldad” de Antonin Artaud y el de Samuel Beckett, cuando comienza a delinear finalmente, a la edad de veintiséis años, su identidad como dramaturgo. Uno de sus giros copernicanos es el grado de equidad del actor frente al director. El actor construye el personaje junto con el director por fuera del libreto, no sólo desarrollándolo a partir de retazos de su propia biografía o de una biografía inventada (el estilo característico de “El Método” de Lee Strasberg), sino haciendo sus propias investigaciones de campo, de las situaciones políticas y socioeconómicas, lo que permitía alejar la nutrición interpretativa poniéndola por fuera de un centro gravitacional solipsista, y lo lanzaba a deslizarse por las diversas órbitas del entramado social. Por así decirlo, su teatro -y futuro cine- social comenzaba a delinearse.

El Método

El debut cinematográfico de Mike Leigh se produjo con Bleak Moments (1991), película en la que se comenzaría a percibir, de forma incipiente, las principales características del cine del inglés. Como características fundamentales predominan los tonos grises y pálidos del mundo trabajador, con una secretaria hastiada de su rutina que se involucra en una serie de extrañas e incompatibles relaciones amorosas. Luego de ésta vendrían muchas más, principalmente acotadas en lo que respecta a su presupuesto, generalmente reproducidas directamente en la BBC en un famoso programa llamado “Play for Today” (en el que, en sus más de trescientas obras originales y catorce años de salida al aire, harían aparición directores como Ken Loach, Alan Clarke y Lindsay Anderson). Las películas de esta era son complicadas de conseguir aun vía internet, pero constituyen un elemento fundamental para la comprensión del cine de Leigh: un cine que, al ser transmitido por televisión, es desde su kraft y horizonte de valores tan abierto para el público más cinéfilo como para las clases populares.

Mucha gente tiende a pensar que la mayoría de las actuaciones en las películas de Leigh se desarrollan por pura e irrestricta improvisación. Pensar esto es un craso error. Lo cierto es que Leigh trabaja sin guión, pero todo lo que se despliega delante de cámara ya ha sido formulado y reformulado por el director en cofradía con sus actores en talleres de improvisación individuales y grupales que se desarrollan antes de la filmación. La construcción de estos personajes, por lo tanto, precede o da sentido a la trama misma y convierte el film en un producto más democrático, fuera de la fuerza centrípeta del autor. En todos los personajes de Leigh hay un background, un constructo vital y emocional que nunca llega a mostrarse ni nombrarse, pero que se mantiene como un magma que moldea e intenta escapar por algún agujero de las capas que los conforman. Un personaje no sólo se crea a partir de una prehistoria común; puede surgir de un gesto, algo que ocurrió de manera inesperada en los ensayos. Tal como dice Kundera en La inmortalidad, “un gesto no puede ser considerado una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que sólo a él corresponda); ni siquiera puede ser considerado como un instrumento; por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones”. Precisamente en este elemento gravitacional de lo gestual radica otro de los grandes errores de interpretación del cine de Leigh. Sus films están comprometidos con la realidad, hablan de problemas de determinado grupo social de una forma muy honesta, por lo que podría considerarse un cine realista. Ahora bien, muchos suelen confundir el realismo con el naturalismo. El de Leigh, como ha sido dicho, es un cine realista pero no podría estar más lejos del naturalismo que se le adjudica. Sus personajes se caracterizan precisamente por gestos, como pueden ser los desesperantes tics del personaje Nicola en La vida es dulce (1991) o los de Annie en Simplemente amigas (1997), registros sonoros agudos (la voz punzante de Brenda Blethyn en Secretos y mentiras, de 1996), la forma y flujo verbal (la logorrea del memorable Johnny de David Thewlis en Naked -1993- o su simpática antítesis, Sally Hawkins en La felicidad trae suerte, de 2008). No es una mimesis de la realidad lo que se busca, sino algo que en su exageración, en su velocidad, en su amplificación, muestra algo más humano que lo humano, una verdad o la emoción presentada en su material en bruto. Lo que más le interesa a Leigh es un cine más allá de la naturaleza y el propósito, no la imagen final del fresco, sino las texturas, casi el placer táctil de este exceso de vida que se suele percibir en sus personajes. Cuando Leigh habla de una fontanera o de un obrero, no habla de los fontaneros, del movimiento obrero, sino de esos precisos e irrepetibles personajes. La idea de lo social en el cine de Leigh es menor y a la vez mayor a la suma de sus partes, una renuncia a una concepción arborescente de totalidad, el abrazo de lo colectivo como multiplicidad, al amor, la fraternidad y el odio que se despliega entre esas multiplicidades.

Films más que films

Las cuatro películas que se van a exhibir en Cinemateca son posiblemente una inteligente muestra de lo que es el cine de este director. Nos encontramos con Secretos y mentiras, la película que terminó por consagrarlo como director (a pesar de que ya había ganado notoriedad con La vida es dulce) y que es posiblemente la mejor para comenzar con su filmografía. Simplemente amigas suele ser presentada como una película menor, pero está lejos de serlo, no sólo por su estupendo montaje en paralelo de dos épocas de vida distintas que transitaron unas amigas que no se ven desde hace seis años, sino por una serie de claroscuros imprevisibles -propios de la resurrección arqueológica de cualquier vínculo- que dotan al film de muchísimas dimensiones. Después está Topsy Turvy (1999), que es más que nada un ejercicio de Leigh en su formato de grandes producciones (la película costó diez millones de dólares), recreando los entretelones de la era victoriana. Finalmente, La felicidad trae suerte, último film del director, es una obra atípica y deslumbrante por apartarse por primera vez de ese tegumento ligeramente amargo que había en sus películas, y convertirse en una celebración de la vida. La gran ausente es Naked (posiblemente su obra maestra), una de las películas más intrigantes y duras que se hayan hecho en los últimos veinte años.

Quizá para dar cierre a la nota sólo bastaría con señalar un pequeño pero fundamental detalle de la protagonista de La felicidad trae suerte. Poppy es una mujer engañosamente ingenua, que siempre esta sonriéndole a la vida, intentando generar vínculos con otros (desde libreros y niños hasta vagabundos psicóticos). Un personaje así a mucha gente podría molestarle, al tiempo que a un director como Lars von Trier se le caería la baba pensando en las formas en que podría hacerlo descender hasta el último de los infiernos. Pero nada de esto pasa en la película. Lo que obtenemos de todo esto es un film que no es sólo un film, sino una nueva forma de existencia, una declaración de principios que confía y apuesta a lo más humano de todos nosotros. Por esas mismas razones puede entenderse a Leigh no sólo como un retratista sino como un obrero, un constructor de lo social.

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