Decía, creo, WH Auden que si uno se cansa leyendo la interminable lista de las naves en la Ilíada de Homero, entonces no entiende la poesía. Punto. No es tan drástico Umberto Eco en su último libro, que se ocupa justamente de eso -de las listas como medio de composición estética- pero él también abre su prólogo con el ejemplo homérico, y no sólo por razones “cronológicas”.
Es Homero, aparentemente, el que fija dos modi operandi que se encuentran en todo el arte sucesivo, independientemente de la disciplina, y que siguen teniendo vigor. Por un lado, la enumeración, “el catálogo” que combina nombres de cosas (o personas) más o menos acordes entre sí y remite a una eventual infinidad, como dice Eco, a un “etcétera”; el otro, representado por el escudo de Aquiles, cerrado en sí, donde los elementos presentes construyen un universo finito. Se implica que las listas abiertas (mejor dicho: potencialmente abiertas) son las más frecuentes y sin duda las más intrigantes para nosotros que, como se repite diariamente, vivimos en la época de lo fragmentado, de las repeticiones y reproducciones, en pocas palabras, de la acumulación sin fin (en el doble sentido temporal e intencional).
Entonces, una vez abierto el libro, dado el argumento, la excitación es mucha. Pero en el mismo prefacio el autor, luego de las rituales y comprensibles excusas por haber seguramente omitido cantidad de ejemplos, aduce como atenuante que “si hubiese querido incluir en la antología todas las listas que iba encontrando en el curso de mi exploración, ese libro debería haber tenido por los menos mil páginas”. En otras ocasiones el académico italiano no tuvo miedo de llegar cerca de semejantes números (los dos tomos recientes sobre belleza y fealdad superan juntos las 900 páginas) y cuando todavía sus libros no preveían cientos de ilustraciones, las 400 páginas densas eran la norma. Todo este discurso casi maníaco sobre paginación se justifica a la hora de leer el ensayo en sí: sacándole los segmentos literarios antologizados y las muchas imágenes (tantas que puede entrar sin duda en la categoría de libro de arte), quedan sobre el tema, escritas por Eco, unas 70 páginas escasas que hacen poco más que enumerar los varios tipos de enumeración. De un autor como Eco, tal vez el académico más famoso del mundo hoy en día, es algo un poco nugatorio.
Tal vez fue la ocasión que hizo al ladrón, ya que el libro es en realidad el corolario (pero lanzado en gran estilo: fue publicado simultáneamente en cuatro idiomas) de una muestra/conferencia solicitada por el Louvre al novelista y semiólogo -que recibió carta blanca en cuanto al tema- en noviembre del año pasado. La exposición supuso una especie de desenfreno cultural que preveía 63 lecturas, tres conciertos, una muestra, una cámara de las maravillas, cinco conferencias, 300 películas, una mesa redonda y 51 relaciones. Es probable que con tantas cosas para pensar y coordinar, el tiempo de escribir un ensayo verdaderamente sistemático y articulado le haya faltado.
Maravillas surtidas
Sin embargo, el volumen tiene aspectos positivos: algunos literatos presentes “muestran” listas hilarantes poco conocidas (por ejemplo, los peces de Décimo Magno Ausonio, los sonidos de Blaise Cendrars y los objetos de la casa de un cardenal de Alberto Arbasino), agrada la inclusión de Plinio (pero es dudosa la ausencia de Buffon) y la predominancia absoluta de Rabelais con cinco listas, aunque asombre la deserción de sus “pares” Teofilo Folengo, sólo nombrado, y Luigi Pulci, considerando también la preponderancia de los autores italianos (una decena, mientras sólo tres latinoamericanos están homenajeados: Rubén Darío, Pablo Neruda y, obviamente, Borges). Se trata, claudicando un poco (el cine casi no existe, tanto que ni se menciona a Greenaway, uno de los más tercos catalogadores de las últimas décadas), de cubrir entonces todas las épocas y todos los gustos (occidentales), de Virgilio al mismísimo Eco que, con una embarazosa jugada, se autoantologiza impunemente dos veces.
Más entretenida resulta la “galería de imágenes”, toda una aventura que empuja el autor hacia el problema de definir qué es una lista puramente visual: las cosas no se pueden representar visualmente una tras otra, como las palabras pero, según Eco, hay trabajos que a través de la repetición de sujetos parecidos o ajenos “aluden” a una infinidad que sale del “marco” del cuadro, pero está evocada por la composición. Verdadero vértigo producen obras de multitud como la Asunción de la Virgen (alrededor de 1530), de Correggio, o el Banquete en casa Nani, del taller de Pietro Longhi (alrededor de 1755), mientras que los bodegones y Wunderkammer del seiscientos o las “cuadrerías” de Pannini son ejemplos menos prodigiosos. Sin dudas intrigante es la inclusión de autores poco practicados como John Haberle y su trompe l’oeil modernísimo Cajón de un célibe, de 1890, especie de “mosaico” de indicios comportamentales, o Ilya Kabakov y sus humorísticas instalaciones. Es destacable también que el único artista visual hispanoamericano reproducido sea Torres García, con una calle de Nueva York de 1920.
En sociedades como las actuales, cada vez más encaprichadas por las listas ordenadoras -mejores libros, mejores discos, mejores películas, 100 cosas para hacer antes de morir, 10 cosas para ver en París, las 50 mejores escenas de cine, etcétera- en donde internet potencia formidablemente su contingente inutilidad (ver, por ejemplo, el espeluznante www.grocerylists.org, que colecciona listas de mandados encontradas casualmente), las implicaciones filosóficas de la afamada enumeración caótica, catálogo sin un criterio que unifique la serie, teorizada por Leo Spitzer, habrían podido ser profundizadas más por Eco. De hecho, frente al orden aparente de los catálogos comunes, la enumeración caótica, esa manera de entreverar y maravillar, parece la forma de inventario que todavía tiene más posibilidades en el universo simbólico.