La rápida evolución, difusión y afirmación del formato 3D, que en unos tres años se convirtió en el nuevo estándar para el cine de fantasía y de animación, propicia esa cosa poco común en estos días, que es el relanzamiento en cines: películas anteriores al 3D vuelven a las salas adaptadas al nuevo formato, mucho después de haber gastado todas las “ventanas” del mercado (lanzamiento en cines, venta en DVD, alquiler, exhibición en cable y finalmente tevé abierta). Ello es relativamente simple para una película hecha por computadora: basta regresar a los datos digitales originales (que están basados en un espacio virtual tridimensional, sólo que mostrado con un solo “ojo”), agregarle una segunda cámara virtual, calibrar algunos detalles, y ya está. Agregando más a un excelente negocio, la versión 3D de Toy Story facturó en el mercado doméstico estadounidense una cifra un poco más elevada que el costo total de su producción (estimado en 30 millones de dólares), incrementando la recaudación total en un 15%, y, además, funciona como una sinopsis para Toy Story 3, prevista para las vacaciones de julio.
Quince años después de su primer lanzamiento, Toy Story se confirma como un clásico. No sólo por su posición histórica como el primer largometraje totalmente hecho por computadora, y como el primer largometraje de Pixar (quizá el más sólido estudio -a la vieja usanza de Hollywood- que actuó en los últimos veinte años). Por supuesto que hubo unos incrementos técnicos fantásticos desde entonces. Los ojos expertos pueden verificar que la cosa está hecha en la medida de las posibilidades de aquellos tiempos: el entorno de la anécdota es suburbano -prolijo pero poco poblado-, lo grueso del reparto consiste en muñecos de plástico -por lo tanto, construcciones artificiales sin una gran riqueza de detalles-, los pocos personajes humanos con una personalidad definida son niños -cuya piel lisa implica menor cantidad de detalles visuales-. Podemos incluso constatar algún aspecto medio precario, como el perro de Sid, de movimientos bastante torpes y pelo enterizo, que ni siquiera combina bien con las superficies que pisa.
Clásico confirmado
Pero esos detalles que delatan la puja contra las limitaciones técnicas, en la visión retrospectiva, aportan a la sensación de pionerismo con respecto a un tipo de cine con el que creció cualquier joven en la actualidad. En cambio, los demás aspectos subsisten intactos, o incluso glorificados por la prueba del tiempo. El guión, sobre todo, es brillante. Como tantas de las películas Pixar, está formulada a partir de la explotación sabia de premisas con hondas repercusiones para niños y adultos. La idea de que los juguetes tienen vida propia cuando ningún humano los mira deriva de la fantasía de cualquier niño que llega a desarrollar una relación de afecto con sus juguetes. A su vez, la elección de un repertorio de juguetes vigente desde décadas antes del primer lanzamiento (en vez de un gurí pegado a su Nintendo, por ejemplo) extiende el vínculo a los acompañantes adultos.
Algo que está en la experiencia de cualquiera (que un juguete desaparezca y luego se lo encuentre en un lugar bien evidente, donde uno juraría que lo buscó y no lo vio), en un momento de imaginación puede sugerir la ocasión en que los juguetes hayan vivido una aventura, como la que ocupa la segunda mitad de esta película. El niño perverso con su perrazo agresivo y que disfruta de hacer aberraciones con sus juguetes (destrozarlos o hacerles “cirugías” monstruosas) es el villano ideal en ese contexto. Con la mentalidad “normal” esperable de un producto auspiciado por Disney, este niño (Sid) usa atuendos metaleros (camiseta negra con calavera) y, en correspondencia con un punto de vista bienpensante, se identifica con las fuerzas imperiales (su “interrogatorio” sugiere, además de un torturador a lo nazi, a Darth Vader en busca de los rebeldes de Star Wars, mientras que, en una fantasía paralela, Buzz Lightyear es el idealista que piensa combatir un imperio galáctico).
Los personajes son pluridimensionales no sólo en la concepción gráfica, sino también en la psicológica. Woody dista del héroe cien por ciento correcto habitual en las producciones Disney (Lilo y Stitch vino mucho después): se apega a su posición de privilegio, no acepta fácilmente privarse de ella y para eso trama un golpe deshonesto y malvado; lo que lo lleva a recapacitar no es una consideración ética sino el rechazo que su actitud suscita en sus pares. En cuanto a Buzz, su corrección absoluta deriva en buena medida de su condición alienada (un juguete que cree que es el personaje que representa) y se ve sumido en una depresión cuando constata la realidad. Incluso se emborracha (con té -oh, Disney-).
Estos dos personajes principales están cercados de una galería deliciosa de elementos secundarios, y la historia está encadenada de forma primorosa. El equipo de siete escritores que concibieron este guión perfecto incluye, además de Lasseter, a Joel Cohen y quienes serían los futuros directores o codirectores de otras obras maestras de Pixar: Pete Docter hizo Monsters Inc. y Up, Andrew Stanton hizo Buscando a Nemo y Wall-E.
Títeres con cabeza
El guión no es todo: está también la expresividad de los personajes, algo que, referido al terreno de la animación por computadora, algunos comentaristas ingenuos asocian con el rubro “técnico”, como si el mero hecho de tener una máquina más poderosa pudiera hacer que un personaje se moviera con determinada personalidad, asumiera las poses significativas y pusiera las caras adecuadas, con el tono exacto. El tipo de animación que Toy Story popularizó y de la que es uno de los grandes ejemplos es una nueva concepción de escultura o de manipulación de títeres, y exige manipuladores con un toque mágico e intransferible para que la cosa funcione tan bien.
A todo ello se suma una preciosista realización clásico-moderna (moderna porque usa la abundancia de movimientos, ángulos llamativos, lentes -virtuales, en el caso- extremos, montaje veloz, muchos primeros planos, recursos todos esos característicos de la nueva Hollywood; clásica porque los usa sin transgredir las premisas de claridad espacial y cronológica). La cosa funciona maravillosamente en el terreno de la comedia, de la aventura, del comentario irónico sobre facetas sociales (sobre todo en lo que tiene que ver con Sid y su hermana), con algún pasaje por el terror (los muñecos híbridos de Sid recuerdan la isla del Dr. Moreau), de la fantasía y de la alegoría, para niños de cualquier edad, varones o nenas, y adultos con idéntico disfrute.
El 3D no cumple aquí ninguna función especialmente llamativa, aunque es un bienvenido incremento en el realismo visual, contribuyendo sobre todo en la persecución final por las calles. Sólo es una lástima que las únicas copias disponibles en Uruguay estén dobladas, con lo que nos perdemos de apreciar las actuaciones magníficas de un reparto vocal original encabezado por Tom Hanks, y sobre todo las canciones de Randy Newman, totalmente destrozadas por los dobladores “latinos”.