A mediados de junio de 1988, luego de caminar por 90 días y 2.500 kilómetros a lo largo de la Gran Muralla China, en la provincia de Shaanxi, Marina Abramovic, que llega del este de la Muralla, encuentra a Frank Uwe Laysiepen, que viene del oeste; los dos, exhaustos, se saludan y se dejan. Así, con una última performance -llamada La caminata de la Gran Muralla- la pareja que escandalizaba con sus piezas trastornadoras el arte occidental desde hacía más de una década acababa su historia sentimental y creativa guiada por la idea de cómo, según Abramovic “la gente pone mucha energía para empezar una relación y ninguna para terminarla”.
Tal vez el ejemplo es demasiado simple, pero inolvidable y riguroso. Parece la parábola perfecta de la esencia del arte de la que es, sin dudas, la más sofisticada performer viviente de la escena contemporánea: uso extremo del cuerpo, peligrosidad de la situación creada, puesta en discusión de conceptos aparentemente claros del sentido común (usualmente aceptados por inercia mental), uso antirretórico y revoltoso de los sentimientos y del “género”.
Si se tiene en cuenta la concepción de la que debía ser su primera performance (Vení a lavarte conmigo), congeniada ingresando a la Escuela de Bellas Artes de Belgrado -su ciudad natal- en 1965 y jamás realizada, la carrera de Abramovic se aproxima al medio siglo y hace percibir la prodigiosa exhibición retrospectiva que el MoMA le está dedicando más merecida aun (pese a que sea sólo la segunda que la prestigiosa institución dedica a una persona todavía viva). Empero, no sólo se trata de una retrospectiva, ya que la inquietud de Abramovic quiso agregarle su presencia física durante los dos meses y medio de la muestra, la que una vez terminada vendrá a ser la performance más larga de la historia ocurrida en un museo.
En The Artist is Present (el artista está presente) la artista, sentada en una silla con una pequeña mesa en el inmenso Donald B and Catherine C Marron Atrium, espera que el público, una persona a la vez, se siente frente a ella aspirando a “una conexión emocional con cualquiera que quiera mirarme a los ojos por el tiempo que elija”. “Sólo” de eso se trata: sentarse y mirarla en silencio (cuando visité la exhibición las personas que participaron se cerraban, catatónicas, en un religioso silencio como si fueran hipnotizadas por la figura hierática de Abramovic, “envuelta” en un impactante vestido rojo, “petrificada” y con una mirada inquisidora). La dilatación de la duración es medular para el desarrollo y sentido de la obra: la artista habrá estado a disposición del público durante 77 días, entre siete y diez horas por jornada (según el horario del MoMA) sin interrupción ninguna, por un total de más de 600 horas dedicadas a aceptar miradas ajenas y compartir la performance con quien desee “construirla” con ella. La impredecibilidad de las reacciones de los participantes es naturalmente enorme: aparentemente algunos se levantan luego de pocos segundos, otros luego de horas, pocos hablan, varios lloran.
Total disponibilidad
Sin llegar a hablar de la “heroicización” nietzscheana del público con Abramovic en el rol de catalizador, como hace Arthur C Danto en el catálogo, El artista está presente es una punzante meditación sobre las efectivas ambiciones (y formas) del espectador de participar en un acto de trascendencia y la ambigüedad de la posición del artista contemporáneamente exhibido como simple operador -una empleada más del museo con su duro horario- y un ícono viviente que comparte su valioso tiempo y salud mental con los curiosos -el esfuerzo de la inmovilidad y apertura al otro es escalofriante.
Esta disponibilidad total hacia los espectadores tiene un precedente en una de sus piezas más desestabilizadoras, tal vez su obra más celebre, de la cual no hay una grabación en video pero sí varias fotos: Ritmo 0, de 1974, “acontecida” en el Studio Morra de Nápoles, donde el público fue invitado durante seis horas a usar cualquiera de los 72 objetos (entre ellos un peine, un tenedor, una cámara, unas tijeras, miel, una rosa, un látigo, una venda, una cadena, unas curitas, un martillo, una pistola) sobre su cuerpo inerme pudiendo entonces elegir instrumentos de placer o dolor y entregándose sin barreras. El resultado fue más chocante de lo esperado, con dos facciones que se formaron enseguida, los asaltadores (que llegaron a desnudarla, enchastrarla y cortarla) y los protectores (en su mayoría mujeres), y culminó en un momento de horror, cuando un hombre le apuntó el revólver cargado a la cabeza y fue detenido por otros.
Los límites (de la resistencia, de la memoria, de las reacciones) y su superación son, desde siempre, el eje del trabajo de Abramovic como demuestra cada pieza minuciosamente documentada en la muestra: en otras performances llegó a testear la automutilación (Ritmo 10, de 1973), la alteración mental (olvido) y física (espasmos) a través de drogas (Ritmo 2, de 1974), la afonía (gritando hasta perder la voz en Liberando la voz, de 1975), el agotamiento (bailando encapuchada hasta caer exhausta después de ocho horas en Liberando el cuerpo, de 1975).
Pares productivos
La carrera de Abramovic sufre una inflexión luego de su encuentro con el alemán Laysiepen -conocido como Ulay en el mundo del arte-, avenido en 1976 en Amsterdam. El dúo comparte la fecha de nacimiento (30 de noviembre de 1946) aunque, como es revelado en la obra Cuerpo comunista / Cuerpo fascista, de 1979 sus certificados de nacimiento luzcan símbolos opuestos: la estrella comunista por ella y la esvástica por él. Todas sus obras, hasta la separación, fueron colaboraciones en las que las ideas de pareja, unidad-dualidad, masculino-femenino, fueron puestas en el centro de las acciones. La “famosa” conjugación de “arte y vida”, el sueño último de todas las vanguardias históricas, pareció concretarse en la pareja que vivió nómadamente durante años en una vieja camioneta Citroën (protagonista también de una pieza de 1977, llamada Relación en movimiento), ocupándose exclusivamente de su arte.
Los choques y las compenetraciones de las dos “unidades” humanas originaron obras inolvidables, por ejemplo los interminables 20 minutos de cachetadas que alternándose se dieron mutuamente y cada vez más vigorosamente en Claro / Oscuro, de 1977, o Inhalar / Exhalar, también de 1977, en donde con las narices tapadas, unieron sus labios en una especie de parodia fatal de un beso, aspirando el aire que iban expeliendo hasta que el oxígeno a los 17 minutos se acabó haciéndolos caer al piso inconscientes con los pulmones repletos de dióxido de carbono.
Ese dualismo desatinado, centrado en la dependencia del otro, necesariamente se acabó al finalizarse la relación (y no se repitió cuando en 1997 Abramovic se unió sentimentalmente con el escultor y videoartista italiano Paolo Canevari, del cual se divorció el año pasado), pero la fuerza visual (y moral) de sus performances ganaron en severidad y grandiosidad entrando en los años 90, cuando realizaron, entre otras, la pieza que le valió el León de Oro de la Biennale di Venezia de 1997: Balkan Baroque. Durante cuatro días la artista “armada” de cepillo limpió ininterrumpidamente 1.500 huesos de vaca, sacando los residuos de carne, mientras en las paredes eran proyectadas entrevistas a sus padres y ella cantaba canciones folclóricas de su tierra, Serbia, recién salida de un conflicto atroz. Fue quizá una de las condensaciones estéticas más intensas y metafóricamente descolocantes de la guerra hasta la fecha.
La resistencia al museo
Su turgente fuerza innovadora surgió renovada otra vez en 2005 cuando intentó algo nunca visto antes: la reinterpretación de siete performances históricas, Siete piezas fáciles, dos suyas y cinco de otros famosos artistas (Bruce Nauman, Vito Acconci, VALIE EXPORT, Gina Pane y Joseph Beuys), algo que removió la manera de pensar la performance a nivel teorético y desató polémicas en la misma comunidad artística (entre otros, Acconci y el mismo Ulay quedaron muy perplejos frente a la iniciativa): ¿cómo hacer de vuelta algo que trae su fuerza y razón de ser de su estatus efímero, su unicidad y, a menudo, espontaneidad? La respuesta de Abramovic es que se tienen que manejar como partituras, así llegando, como argumenta la influyente Nancy Spector (recientemente votada la segunda mejor “curadora” de arte del mundo) a “inventar maneras poéticas y no-autoritativas (aunque respetuosas) de mantener vivos y relevantes aquellos trabajos.”
La misma preocupación tuvo la artista a la hora de armar su muestra actual: una retrospectiva es siempre un dolor de cabeza cuando se trata de arte performática, porque las obras ya no existen sino como meros documentos (fotos, videos, sonidos, dibujos preparatorios, etcétera) y la falta de acción y presencia corporal en vivo las convierte a menudo en puro y aburrido archivo. Este “problema” empujó a Abramovic a intervenir también en la parte de documentación: ¿cómo “re-cargar” piezas que vivían de la pura y sencilla fisicalidad de sus protagonistas (Ulay y/o ella)? De las cincuenta obras expuestas, cinco son así reactuadas por una veintena de personas que se turnan y que la artista entrenó durante una semana, en una especie de retiro espiritual con tanto de gimnasia, ayuno, meditación, aislamiento del mundo, etcétera.
Si bien la primera sensación es de una operación mecánica y fría, por momentos estas presencias generan algo de la buscada incomodidad primitiva (hay muchos desnudos, que aparentemente provocaron incidentes con personas que manoseaban a los performers). Así pasa por ejemplo en Desnudo con esqueleto (2002-2005), una mujer inmóvil, sin ropa, abrazada a un esqueleto (impresionantemente símil al abrazo de Dando vida, de 1975, de otra gran artista del cuerpo, Ana Mendieta) y sobre todo en Impoderabilia (1977), una estrecha puerta con un hombre y una mujer puestos a su lado que la gente debe atravesar, rozando sus cuerpos desnudos. Abramovic pidió que, como en el original (que fue interrumpido por la policía), todo el público tuviera que pasar por ahí para acceder a la exhibición, pero el MoMA no aceptó y “abrió” una entrada alternativa, no problemática (además, por lo menos el día de mi visita, había dos mujeres en lugar de hombre y mujer). Tal vez parezca poca cosa, pero el miedo de la institución norteamericana refleja que al menos una parte de disturbation (otra vez Danto) de su obra queda chispeante e impermeable a la museificación: buenas noticias para los pliegues atróficos del manto de falsas provocaciones que cubre el arte de nuestros tiempos.