Hablar de una película de vampiros “a la europea” sería de un simplismo infame. Hablar de una “a la sueca” también, aun si una de las primeras imágenes, la de un púber rubio de rostro y peinado un poco andróginos, que extiende la mano para tocar su reflejo en un vidrio, es como una cita de Persona (Ingmar Bergman, 1967). Pero a lo que se quiere aludir es a una película de terror que es netamente extra Hollywood: el idioma poco familiar, actores desconocidos (aun en Suecia), producción modesta, ritmo pausado, una exposición lenta en que tenemos que convivir largamente con la inseguridad de no comprender quién es quién y cómo se relacionan unos con otros (e incluso su jerarquía en la trama, donde no hay un intento constante de justificación moral ni siquiera en cuestiones tabú como la relación entre un hombre de unos cincuenta años y una niña de doce, desnudez adolescente), un matiz potencialmente homosexual, escenas de violencia que no están planteadas prioritariamente para asustar, una banda musical que tampoco está pensada para indicar “terror” y para conducir el espectador de la mano explicándole todo lo que debería sentir, una total independencia de la censura de edades o de los boicoteos que puedan organizar distintas ligas de gente resentida con argumentos políticamente correctos, y muchos etcéteras. En fin, es una película que entrevera vampirismo y una potencial historia de amor, pero que no podría estar más lejos del tono rosado y puritano de la serie Crepúsculo.
La película recorrió varios festivales (no sólo los de cine fantástico) y cosechó decenas de premios (de los “artísticos” y de los “técnicos”), pero es saludablemente independiente de las expectativas del “cine de arte” institucionalizado, aun si se puede detectar en su raíz el esquema anecdótico más abusado en ese ámbito en los últimos veinte años: el de los personajes marginados, oprimidos y excéntricos que se encuentran en el afecto mutuo y hallan allí la brecha que les permite construir su mundo personal de felicidad. Sin esquivar unas dosis notables de ternura, la película contornea ese tono dulzón y alienado asociado a Amélie y proyectos similares. Aparte del mérito considerable de ser quizá la película de vampiros más original desde Del crepúsculo al amanecer (Robert Rodríguez, 1996), una de las gracias de esta producción es que nos termina dando todo lo esencial de una narración entretenida y clásicamente “redonda” sin atenerse a los clisés que suelen acompañarlas: el ritmo no es frenético pero nunca decae y el espectador está siempre pendiente de lo que pueda ocurrir; los personajes producen empatía; hay morbo terrorífico y gore; hay algo de suspenso; hay un showdown catártico; hay castigo para los malos y, a su manera, recompensa para los buenos. Todo ello, sin embargo, está tratado en esa forma fuera de lo común, con una sequedad punzante que contrasta con la “energética” pero diluida lluvia de planos y ángulos que viene pasando como buena cinematografía en Hollywood. Los créditos, por ejemplo, transcurren en absoluto silencio, las muertes están filmadas en planos generales fijos y sin música (en especial la del personaje Jocke, bajo el viaducto del parque, tensionado por la sonoridad exagerada de un auto que pasa; y también las del formidable clímax, que ocurren en los bordes del encuadre bajo el agua).
El clima es muy especial, dado en parte por el entorno invernal y nevado de un suburbio poco poblado de Estocolmo en los 80. No hay plano que no sea notable (un ejemplo entre cientos es esa imagen de las ventanas del gimnasio tomadas desde adentro hacia afuera; en el momento en que pasa un tren, las luces interiores del gimnasio se apagan y las ventanas se convierten en los lugares más luminosos del encuadre). Hay un preciosista trabajo con el foco corto (equiparable al de Corazones de Resnais), que además de construir la textura mayoritaria de la película con su luminosidad dispersa, da una sensación de restricción y confinamiento, mismo si gran parte de la acción transcurre en espacios amplios. Aun en uno de los pocos momentos de calidez familiar, cuando Oskar y su madre empiezan a juguetear mientras se lavan los dientes, el foco como que se rehúsa o no logra reunirlos, teniendo que optar o por uno o por el otro. La película es heredera -con su propio estilo- de la noble estirpe sueca de poesía visual (aunque el director de fotografía Hoyte Van Hoytema es holandés nacido en Suiza y se formó en Polonia).
Tan notable como las imágenes es el trabajo sensual e insinuante con el sonido, que se regodea con la materialidad de los objetos (por ejemplo, el kit de asesinatos de Håkan). Algunos parlamentos están trabajados en la mezcla de manera que no se entiende si están siendo dichos o pensados. A veces oímos lo que pasa en el interior de los personajes, que revela aspectos de su disposición a través de los sonidos exagerados de respiraciones, latidos y la actividad del aparato digestivo de las vampiras cuando ven sangre o se sienten desnutridas. Por no hablar del “gore sonoro” (carne y huesos despedazados, sangre bebida) en algunas escenas violentas.
Salvajismo meditado y moral animal
No son raras las películas con protagonistas marginales que violan las normas instituidas, pero éstos suelen excusarse porque actúan contra seres corruptos o muy antipáticos. Esta película construye sus lazos emotivos sobre preceptos totalmente animales: la vampira mata salvajemente y a traición a personas que pueden llegar a “merecerlo” y a otras que no. Lo que pueda haber de terrible en ello no se omite, pero tampoco se establece condena alguna, y cuando a la vampira le falta sangre nos compadecemos (debido a su aparente fragilidad y soledad, a su belleza, y porque es la amiga-novia-protectora de Oskar, que es la “primera persona” de la película). Hay un entorno humano de frialdad, frivolidad, estrechez e incluso -en los colegas que abusan de Oskar- perversión, que podría funcionar como alegoría de una sociedad corrompida (¿el proceso de “thatcherización” de Suecia en los 80?), donde la intervención de la vampira puede tener algo de ángel exterminador. Pero la alegoría es muy imperfecta, porque el panorama que se muestra no es tan grave, no todos son malos, y a la vampira no le parece importar cualquier juicio moral, y sólo respeta sus simpatías y deudas directas.
La película es mucho menos explicada que el libro en que está basada. Hay algunos aspectos lacónicos, sobre todo dos, que preservan la compatibilidad con los datos que manejan los muchos lectores del bestseller, pero que no llegan a cerrar para quienes sólo abordan la versión fílmica. Estos aspectos abiertos producen efectos interesantes. Uno de ellos tiene que ver con ese enigmático plano del desnudo frontal de Eli. Lo otro tiene que ver con la historia de Håkan, de quien nada se sabe aquí. Håkan podría ser efectivamente el padre de Eli, como ésta dice (¿miente?) a la enfermera. Podría ser, como en el libro, un pedófilo enamorado que le busca sangre a cambio de sexo. O podría haber sido un noviecito de hace muchos años, que creció, aumentando la diferencia de edad aparente con la vampira eternizada en su aspecto y personalidad de adolescente, y ya no le interesa a ella. Esta última es la posibilidad más inmediata para los espectadores y abre la perspectiva inquietante de que el de Håkan sea el destino de Oskar. Hay varias cosas que lo insinúan: aun antes de conocer a Eli, Oskar ya siente fascinación por asuntos criminales morbosos y tiene inclinaciones asesinas o revanchistas. Su primera frase, primer parlamento de toda la película -“¡Grita como un chancho!”- anticipa la manera como Håkan desangra a sus víctimas. Eli es un personaje bastante complejo, que entrevera su salvajismo y poderes con una curiosa inocencia (varias veces dice a algo que “no” pero a los pocos segundos reconsidera). Sin embargo, por momentos parece manipular a Oskar (la vampira se convierte en vampiresa) para que asuma el rol de su ayudante, sin perjuicio de la sinceridad de su afecto.
Si constatamos el papel patético que termina desempeñando Håkan, frente a quien Eli muestra una antipatía y autoritarismo que no volverán a surgir en la película, aun la posibilidad de un final feliz termina ganando un tinte preocupante, incierto, impreciso, oscuro como esa imagen inicial y final del fondo nocturno sobre el que caen infinitos copos de nieve.