Una vez visitado con tiempo y calma, este atormentadísimo 54º Premio Nacional de Artes Visuales “Carmelo Arden Quin” -o sea el último Salón Nacional- se revela el típico caso en que el paratexto le gana patentemente al texto. La débiles obras presentadas, salvo (pocas) excepciones, palidecen frente al desenfrenado desarrollo de lo que sucedió anterior y posteriormente a su apertura, incluyendo la “obra invisible” armada por Agustina Rodríguez y Eugenia González (esta última entrada en el jurado con el intento de sabotear el frágil sistema de votos), que en un momento bloqueó el concurso y pareció anular el Premio (con nuevo proceso a comienzo de marzo), aunque formalmente se habló de problemas técnicos en la base del llamado. Coherente con la búsqueda de sus autoras -Rodríguez y González hace dos años presentaron Interferencias en el sistema, trabajo que indagaba, según su descripción oficial, “la relación artista-institución, donde las obras son el producto final de un proceso que ponen en práctica las artistas de manera de conseguir una inclusión forzosa en el medio artístico nacional” (muestra arcanamente patrocinada por el mismo MEC)-, el gesto generó reacciones de todo tipo y fue involuntariamente titulado por el propio ministerio con un espléndido “vicio de forma”. Sin embargo, luego de que los artistas seleccionados mandaran a Ehrlich y compañía una carta abierta de protesta por la presunta anulación del Salón (en la que amenazaban con acciones legales) y de que se resolviera mágicamente otra aparente anomalía burocrática sobre medidas (detonadora “oficial” de los problemas), Achugar declaró que se podía seguir, ya que “las irregularidades denunciadas no comprometían aspectos jurídicos fundamentales”. Empero ahora reaparece la larga sombra de la ley y la obra ganadora, la serie de fotos Chau, Bea de Juan Ángel Urruzola, ha sido retirada de la exhibición. En su lugar, en la pared, un lacónico cartel anuncia que no está expuesta “en virtud de un proceso judicial en curso”. Las fotos consisten en retratos de la ex pareja del artista (con sus hijos) durante un tratamiento de quimioterapia (la mujer falleció hace seis meses). Parientes de ella están en la fase de apelación del proceso, por lo tanto las imágenes no pueden ser mostradas.
Efectivamente, las cuestiones éticas que remueve la obra son múltiples y contundentes. No asombra el tema de la representación de enfermos terminales: suficiente recordar la serie de óleos del canadiense Robert Pope -que en Enfermedad y recuperación: imágenes del cáncer crea un universo pictórico enteramente poblado por figuras de su mundo hospitalicio vivido como paciente de ese terrible mal-, o el moribundo de sida cínicamente fotografiado por Oliviero Toscani que su patrón Benetton usó en una de sus campañas comerciales. A mitad del camino se podría citar a Ron Mueck, uno de los artistas Sensation de Saatchi que reprodujo en Dead Dad, como escultura, a su padre recién fallecido en su impactante desnudez física (y moral). Lo que sorprende un poco en el caso de Urruzola es la motivación declarada de entrar en una de esas “muchas cosas de las que no se habla”, o sea “de cáncer, de afectos, de dolores, de muerte”, oponiéndolas, por ejemplo, a la invasión de la basura tinelliana: en realidad, el orden simbólico contemporáneo (sobre todo el televisivo, citado por el fotógrafo) no es conformado más que por discursos sobre enfermedades, afectos, dolor y muerte (y también, claro, sexo), o sea algo que de alguna manera invalidaría la premisa. También está el hecho problemático de que una obra de tan marcada veta “confesional” y trágica (por ende, ontológicamente conmovedora) como la elaboración de un luto se vea insertada en un concurso (dotado además de premios pecuniarios). Esperando que la Justicia declare su sentencia, seguimos hablando del podio.
El segundo lugar fue ocupado por Épica y estrellas, de Diego Focaccio: doce paneles que reproducen el cielo estrellado de 11 ciudades latinoamericanas (más Johannesburgo) a través de abrojos y mancaperros que imitan a los astros, “pegados” a pequeños cuadrados de algodón negro. A nivel visual y compositivo es sin duda la pieza más atractiva de la muestra. Tanta perfección formal choca, sin embargo, con la larga explicación del artista en donde, siguiendo la teoría del economista Jeremy Rifkin sobre una supuesta tendencia a la empatía solidaria que la gente mostraría últimamente y que marcharía en contra de la tendencia hacia la entropía propia del capitalismo, Focaccio toma al Mundial (por eso la inclusión de la capital sudafricana) como ejemplo del sentimiento épico, empático y esperanzado que nos caracterizaría: ¿pero el fútbol no es, precisamente, la representación por excelencia de una infinita batalla de microsistemas empáticos en un horizonte necesariamente alexitímico? El tercer premio lo ganó Mercenario TWGR, de Santiago Velazco, obra precedentemente expuesta (ver nota adjunta).
Panóptico
También hay un maremágnum de piezas que viven de una sola tenue idea y su enjuta ejecución, lejos de todo riesgo (a veces borderline con el simple chiste) como My Little Pony (tapón cebador), de Fabio Rodríguez, el “tríptico sin título” de Agustina Becerro (¿es todavía posible resignificar con sentido al ratón Mickey acoplándolo con un water?), Salinas, de Analía Pollio, Levedad, de Ana María Rodríguez, el omnipresente Explicación de Simurgh (icónica figura del arte iraní trasladada a símil-cómic), de Gerardo Podhajny. Se destacan algunas fotos: la marxista El peso de la historia, de Luis Alonso, reproducción gigantesca del desgaste de un viejo billete, suerte de registro de las cicatrices en sus recorridos imaginables; las siete transformaciones de un living montevideano, puestas en una afanosa secuencia, que hablan de la inestabilidad y esquizofrenia estética de nuestro Hábitat (así el título) burgués de Diego Velazco; la foto-Bodegón de zapatos medio-fashion amontonados de Florencia López que me pareció el negativo, en clave fredrickjamesoniana, del bodegón de pies mutilados de Delacroix. Escasean las instalaciones: más allá del confuso bric-à-brac de las Nouvelles constructions, de Cathlyn Burghi, y del poco desarrollado ¡Las ropas nuevas del emperador están listas!, de Ernesto Rizzo, o sea una silla, dos biombos y dos trajes transparentes que “concretan” la vieja fábula (y que una vez “puestos” animaron el repleto vernissage), se distingue el doble panel de resina “caminable” de In-Ex de Elisa Ríos. La pintura tampoco sale bien: telas estructuralmente resueltas, pero desalentadas de Gustavo Serra (Composición en Carmín, azul y blanco) y Álvaro Bustelo Acosta (El bosque); ejecución pobrísima en el doble retrato Jessie y Camila, de Sebastián Sáez; correcto pero nada intenso el primerísimo plano de una adolescente (Manuela), con tanto de lentejuelas, de María Clara Rossi (cuarto premio), buen Retrato del padre del artista # 3, de Francisco Tomsich, “iluminado” literalmente por el insólito soporte -un televisor prendido-, una de las pocas piezas con intención de escaparse de la general letargia que domina la muestra. Pequeños sobresaltos, en este sentido, producen dos relecturas de imágenes previas: el óleo Cambiar de piel, de Diego Píriz, que calca, refinadamente, una foto de los 70 de Helmut Newton, de la editorialista de moda Jenny Capitain desnuda con yeso en la pierna y Sutil y perversa, de Luciana Damiani (Premio CCE), foto de una adolescente y una niña en trajes escolares, muy parecidas entre sí, entre memoria local y evocación del universo-horror del reciente cine asiático con sus chiquilinas malvadas. Debiendo resumir en una fórmula: bastante potencial, pocos resultados rotundos. Extremos ejemplos en este sentido, dos piezas que podrían haber ganado el primer premio: S/T (4 posiciones para un cuadrado negro), de Martín Pelenur (Premio Goethe), revisitación del minimal analítico más duro y puro, en versión “bricolage” (el negro es cinta de papel aplicada a la perfección), inexorable en su antiliricismo que sin embargo no logra escaparse de cierto decorativismo hi-tech, y el video sin título de Jessica Young, con una muchacha desvestida que salta obsesivamente y una voz en off que confiesa banalidades, filmación casi hipnótica con el ruido del resorte que a cada salto se hace insoportable, dando sutilmente el ritmo al salón entero, pero innecesariamente “integrado” por un maniquí de una mujer también desnuda que parece el simulacro, no ya de una persona (¿la protagonista del video?), sino de las estatuas hiperrealistas de John de Andrea.