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Polarizado Polleri

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Narrativa: El pincel y el cuchillo, de Felipe Polleri. Hum, Montevideo, 2011. 110 páginas.

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El texto de contraportada de la nueva novela de Felipe Polleri comienza diciendo “como es habitual en las novelas de Polleri, El pincel y el cuchillo trata de un artista que vive en contra de todo y de todos”. Vale la pena detenerse en lo que encontramos a la izquierda de la coma: esa apelación a la obra previa de Polleri y el uso del término “habitual”.

Según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), “habitual” quiere decir “Que se hace, padece o posee con continuación o por hábito”; es interesante, entonces, pensar la obra de Poleri desde este campo de significados: el padecimiento (los narradores sufren, el autor sufre las novelas, las novelas son la enfermedad del autor), la posesión (se posee una obra, se es poseído por los espíritus que convoca esa obra), la continuación (las obras se continúan unas en otras para formar un todo que las pone en relación y les otorga su lugar y su valor) y el hábito (costumbre y adicción, trampa, laberinto que se construye y que termina siendo la trampa en la que se cae prisionero, como un mago que con el tiempo llega a creer en la realidad de sus propios trucos).

Una manera de abordar una lectura a partir de estos conceptos es distinguir en El pincel y el cuchillo dos grandes líneas de retorno (mejor dicho, de recursividad) a la obra previa de su autor. Ésta incluye los libros Carnaval (1990), Colores (1991), Amanecer en Lisboa (1998), El rey de las cucarachas (2001), Vidas de los artistas (2001), El alma del mundo (2005), Gran ensayo sobre Baudelaire (2007), La inocencia (2008) y la presente El pincel y el cuchillo (quedaría de lado el volumen compilatorio El dios negro, que reúne a las dos primeras novelas y a El rey de las cucarachas presentándolas como una trilogía). Al examinarla se vuelven evidentes ciertas coincidencias: la brevedad, la apelación a la primera persona, el tono desencantado, ácido, combativo y a veces cruel, la presentación de ambientes y personajes sórdidos, los personajes artistas, los personajes malditos y/o marginales, el humor negro o macabro y la tendencia de sus voces narradoras a perorar sobre el mundo, la humanidad y la vida. Es un catálogo incompleto, pero probablemente no hay un libro de Polleri que carezca de estos elementos. Bastaría entonces consignar que El pincel y el cuchillo esté narrado en primera persona por un artista enojado con el mundo para que seamos capaces de reconocer una continuidad (una vez más, según el DRAE “Unión natural que tienen entre sí las partes del continuo”) y una costumbre: la pautada por los libros sucesivos, que solapan sus temas y sus voces y la del autor que insiste, que reescribe el mismo libro, que aborda con medida amplitud el juego de las variaciones.

En ese sentido, El pincel y el cuchillo, autobiografía de un pintor disidente, pertenece a la categoría “novelas de Polleri” en un sentido doble: por la literal atribución de autor y por señalar la existencia de (y la identidad con) ese tipo de novelas, idénticas a sí mismas, partes de una obra continua. Es válido, pues, lo señalado por el texto de la contraportada.

Personalidad múltiple

Como decía más arriba, existen un par de líneas especialmente claras a lo largo de las que esta novela se integra a la obra recurrente de Polleri. Una de ellas eclosiona hacia la página 102: “Hay dos verdades indiscutibles: el comunismo científico y la existencia de Dios. Pero yo siempre agrego una tercera: mi viaje a Marte, el nihilismo integral y mi cuchillo. Y una cuarta: el plagio. El autoplagio, mejor dicho, que caracteriza a esta autobiografía y del que me acusan críticos y lectores por igual. Se niegan a entender que tengo 11 personalidades completamente distintas: 1) El Jorobadito, 2) Roberto, 3) Shirley Temple, 4) Yo mismo, ligeramente distinto, 5) El Rata, 6) Quique, 7) Antonio, 8) Gabriel, 9) Felipe, 10) El Mutilador, 11) Un cuchillo, 12) El Hombrecito de las Hormigas, 13) Etcétera”. El “autoplagio” aparece como el motor de la continuidad: pero aquí (dentro de los límites de la obra) los que se plagian son constelación. Cada novela se debe a una voz que puede pensarse como una de las personalidades múltiples de la entidad que habla en la cita elegida. Eso está claro, pero hay más. “Quique” es el narrador de Carnaval, “Gabriel” puede remitir a Gabriel Torres, personaje de Vidas de los artistas, “Antonio” es el narrador de Colores, “El Jorobadito” es mencionado en El pincel y el cuchillo, y “Un cuchillo” remite a El pincel… y a Gran ensayo sobre Baudelaire (página 87: “Mi cuchillo, dijo. Es todo lo que me separa de Baudelaire”). “Felipe”, por supuesto, abre la sospecha de poder atar un tirante entre el escritor “real” y el narrador (pintor, autor ficticio de una autobiografía), mientras que “el Hombrecito de las Hormigas” y “Etcétera” insisten en el juego de la enumeración paradójica o la clasificación borgeana, incomprensible (se nos dice que hay dos verdades pero en realidad se trata de cuatro, se anuncia una tercera y se dan tres, se busca la coincidencia de los opuestos).

Este párrafo, de hecho, abre una posibilidad de lectura que abarca la obra entera de Polleri: si todos sus narradores pueden pensarse como personalidades de la misma entidad (“un niño demasiado herido, demasiado, demasiado. Un niño loco. Un niño rabioso, le dije que había dicho. Un niño lobo. Un niño monstruo”, dice en Gran ensayo), entonces todas sus novelas integran un mosaico, un gran rompecabezas. La fusión de Carnaval, Colores y El rey de las cucarachas para conformar la Trilogía del Dios negro puede verse como un ejemplo de este procedimiento de articular novelas individuales para armar monstruos poliédricos (como decía Cortázar de la novela que perseguía), y quizá El pincel y el cuchillo pueda yuxtaponerse a Gran ensayo sobre Baudelaire y a algún otro texto, posiblemente no escrito aún, para generar otra trilogía, voluntaria o involuntaria.

La otra línea de lectura desde la continuidad atiende a la disposición del texto en el blanco de la página para cada capítulo. Una hojeada a El pincel… hace pensar que la novela es en gran parte espacio en blanco, dado que sus capítulos (todos separados por saltos de página) muchas veces no rebasan las diez líneas. Y es que en la “autobiografía” que propone parece detectarse un recrudecimiento o concentración de la escritura de Polleri, como si ésta se liberara de capas y capas accesorias y se presentara en su núcleo, su espina dorsal desnuda, ensangrentada y expuesta sobre una mesa de disecciones. O como luz polarizada, que prescinde de vibrar en planos superfluos. Pero, además, es interesante leer los vacíos o blancos de El pincel… como signos de los párrafos ausentes, de esas capas accesorias que fueron descartadas. Esta idea es hecha estallar en las pinturas vaciadas (es decir, rectángulos o recuadros en blanco) que atraviesan el libro: el “Autorretrato con B”, el “Autorretrato con el Niño Jesús” o la pintura “Lacrueldaddelmundo”, por ejemplo. Y dado que este recurso de la imagen vacía ya había sido empleado por Polleri en La inocencia -aunque de un modo más tentativo y menos radical: en el centro del espacio acotado por un marco aparecen las palabras “dibujito” y “otro dibujo”- se vuelve evidente un proceso, una evolución.

El pincel y el cuchillo, entonces, puede leerse como una suerte de Polleri quintaesencial, más idéntico a sí mismo, mas poseído por sí mismo (o por los otros 11, 12 o 13) que nunca.

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