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Aniceto.

Crónica de un tipo volando

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El cine de Leonardo Favio, objeto de una retrospectiva en Cinemateca y de un estreno en el Solís.

Como cantante pop o como dirigente peronista histórico, Leonardo Favio da pie a juicios diversos. Hay otro campo, en cambio, en el que el consenso sobre su trabajo crece: se trata de uno de los creadores más fermentales de la cinematografía argentina. Desde la semana pasada Cinemateca Uruguaya está repasando esa trayectoria; en tanto, el teatro Solís se apresta a proyectar, desde el jueves al domingo, la remake de su ballet fílmico Aniceto. Buen momento para ponerse al día con un artista que se valoriza día a día.

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Parte fundamental del paisaje sonoro de la infancia de muchos, el nombre de Leonardo Favio a todos nos recuerda algo. Sus canciones aparecen como de contrabando, o en un aviso de antigripales o en una escena de la película Whisky (aquel karaoke de Bolani). También su cine se cuela por lugares insospechados: en las ferias vecinales a veces aparecen copias piratas de Fuiste mía un verano (1969) y Simplemente una rosa (1971). Para otros, aparece en los libros de historia: se trata de un connotado peronista de la primera hora.

Llegado de muy joven a Buenos Aires desde la localidad mendocina de Luján de Cuyo, donde nació en 1938 como Fuad Jorge Jury, pronto incursionó en el cine, en papeles menores de films de Enrique Carreras y Leopoldo Torre Nilsson, quien le dio su primer protagónico en la película El secuestrador (1958). Pero además, Torre Nilsson fue el primer gran maestro y ejemplo que tuvo Favio al comenzar a filmar sus propios proyectos: era a él a quien intentaba impresionar.

Es difícil hablar del cine de Leonardo Favio como un conjunto coherente y cerrado, porque seguramente no haya un director que se aparte tanto de su circunstancial última obra como el mendocino. Más de un crítico celebró la llegada de Crónica de un niño solo (1964) como el descubrimiento del representante del neorrealismo italiano en Argentina y un camino a seguir. También hubo referencias a Orson Welles. De algún modo había un corto de prueba, El amigo (1960), que anticipaba más de un rasgo que luego plasmaría en su primer largo. Hasta hoy la película presenta momentos de gran talento cinematográfico, como el plano inicial (éste sí, muy a lo Welles) o la escena de la violación del niño.

Sin embargo, Favio volvió tres años después con El romance del Aniceto y la Francisca, que de algún modo se emparenta de manera mucho más fuerte con la tradición de cine basado en historias populares y quizás con el cine latinoamericano de la época. La nueva crítica también lo festejó y se hablaba del triunfo de lo visual ante la palabra, de la fusión de lo vanguardista con lo popular. Si bien es discutible hasta qué punto se podría decir que contiene elementos de vanguardia, es claro que se trata de una película de altísimo valor cinematográfico y de la continuación de la búsqueda de Favio.

Quienes se decepcionaron con este trabajo fueron los defensores de un cine cosmopolita. Para muchos Favio había sido un abanderado de la apertura de otro cine, más a la europea (en 1969 Hugo Santiago filmaría Invasión, con guión de Borges y Bioy), y su decisión de contar la historia de tres pueblerinos, en un paraje rural de Mendoza, era un retroceso o al menos la constatación de que su cine no podía ser parte de la cruzada.

Pero pronto volvió a sorprender al exponer su obra más hermética y asfixiante. Aparentemente no asociable con su cine anterior y próxima a la nouvelle vague francesa en su faceta más esperpéntica, El dependiente (1969) hoy en día es una de sus obras más celebradas y durante mucho tiempo se dijo que era la favorita del director. Favio se encargó de desmentir esto: para él su mejor película quizás sea Gatica el mono (1993). Lo que sí dijo es que el de El dependiente fue el rodaje que más disfrutó, en contraste con Gatica..., que habría sido “un sufrimiento”.

En El dependiente el clima es opresivo, los personajes parecen no tener futuro y estar obligados al encierro que son sus vidas. Es una obra de silencios, de momentos incómodos, de planos violentos, de un pueblo que tiene mucho de fantasmal. A menudo dejada de lado cuando se habla de su cine, podría estar entre sus mejores obras, no sólo porque marcaría la consolidación de un estilo (a pesar de venir de dos películas bien distintas) en lo visual, sino por el impresionante jugo que les saca a los actores (Graciela Borges, el uruguayo Walter Vidarte y Nora Cullen). De yapa, al final deja un plano que hasta hoy es una obra maestra que dejó su huella en películas como Los paranoicos (2008), de Gabriel Medina.

Setentismo a color

Ahí se cierra una etapa, porque el cine de Favio conoce una novedad que será fundamental en el cambio que experimentará su obra: el color. La fase siguiente es comparable a una explosión. Todo lo intimista, sutil y razonado se vuelve festivo, potente y desmesurado. De las películas con pocos personajes, ambientes comprimidos y arquitecturas cuidadas se pasa al cine más celebratorio, circense y coral que haya tenido el cine latinoamericano. De las bandas de sonido minimalistas se pasa a las grandes sinfonías, los arreglos polifónicos y las orquestas monumentales.

Este tipo de adjetivación también se suele invocar a la hora de describir las expresiones provenientes populares y, fundamentalmente, del pueblo peronista. No es casual: esa desmesura y carácter pasional, evidentes en el cine de Favio a partir de Juan Moreira (1973), coinciden con sus períodos de identificación más militante con el peronismo.

Juan Moreira significa además la consolidación de un camino que lateralmente había aparecido en El romance...; que luego retomaría en Nazareno Cruz y el lobo: la utilización de la tradición del relato popular. Indudablemente, si consideramos el folletín, el circo criollo y el radioteatro como expresiones de la cultura popular, la elección de la historia de Moreira es un paso coherente. Sin embargo, en lo estrictamente narrativo, la película es bastante compleja: no se cuenta todo y muchas cosas quedan libradas a interpretación del espectador, quien debe ensamblar a su gusto la historia. Los quiebres narrativos en Juan Moreira (pelea con el gringo, torturas del teniente, muerte del hijo o encargo de asesinato) son sugeridos y no relatados en detalle. Su forma de contar siempre es sutil (esto cambia un poco en Gatica el mono): se oculta más de lo que se ve, se calla más de lo que se dice.

Aunque Favio lo niegue, Juan Moreira también debe su éxito a la situación de Argentina. Era un proyecto que hacía años quería materializar, pero no parece casual que se haya realizado en los convulsionados 70. El mensaje en clave parece obvio: hay un personaje popular (léase pueblo) que se subleva ante las injusticias de las autoridades y los militares contra su persona y su familia. La escena en la que Moreira, rodeado por la milicia, sale y se enfrenta a todos, con la música in crescendo, y el final con el héroe de pie no deben de haber dejado indiferente a la platea de la época. Alegoría del levantamiento popular, entonces, no es casual que dos años después Pino Solanas filmara Los hijos de Fierro, adaptación del Martín Fierro en clave de peronismo revolucionario.

Pasado el fenómeno de Juan Moreira, Favio redobla la apuesta respecto a su relación con lo popular. La historia del séptimo hijo varón que se vuelve lobo por las noches era, además de una vieja leyenda popular, un exitoso radioteatro de Juan Carlos Chiappe que Favio conocía a la perfección. Nazareno Cruz y el lobo (1975) quizás sea su obra más mágica, en la que paradójicamente se anuncia a los espectadores, al principio del film, que es la más real de las historias que conocen.

Como en Juan Moreira, el diablo, o la entidad del mal, está representada de forma humana, bajada del pedestal de ente intocable. Lo popular en Nazareno... también tiene que ver con cierto tratamiento feérico: la escena en la que Nazareno conoce a Griselda, las de la cascada o ese final tan bíblico refuerzan la idea de que Nazareno Cruz y el lobo es un cuento de hadas popular, nuestro pero universal. El bien y el mal están diferenciados claramente pero no son categorías que encierren, sino entre las cuales un ser humano (o incluso el diablo) puede ir y venir.

Su próxima película sería una comedia, con algo de costumbrismo y picaresca. Soñar, soñar fue muy castigada. Corría el año 1976 y en Argentina daba inicio una nueva dictadura militar. Las salas no querían exhibir las películas, al igual que la crítica, que no hablaba: tenían miedo. Favio, por su parte, fue amenazado por los militares. El film pasó casi desapercibido y los únicos que se animaron a comentarlo lo destrozaron. Soñar, soñar no es una mala película, ni un fracaso, aunque tampoco es una obra maestra.

No obstante, cuenta con varios momentos disfrutables, más de una joya técnica y el mismo oficio de siempre para salvar momentos que otros no podrían. Las primeras charlas de Rulo y Carlos, la aparición del enano Carmen, los circos, la filmación de la película dentro de la película -con mucha similitud con La película del Rey (1986), de Carlos Sorín- y algunos planos realmente geniales son detalles que impiden decir que esta comedia es una mancha en su carrera.

Dos potencias se saludan

Lógicamente, llegó el exilio. Favio se refugia en Colombia, Venezuela y México y debe volver a cantar para sobrevivir. Hasta que se propone rescatar una vieja idea que Emma Gatica, esposa del mítico boxeador José María Gatica, le había sugerido en 1973: levar al cine la vida de su marido. El resultado sería quizás su mejor película, y la más potente en la historia del cine argentino.

Gatica el mono fue estrenada finalmente en 1993. El retorno de Favio era uno de los más esperados por el público y la crítica. Se propuso hacer una obra monumental, excesiva en muchos aspectos y grandiosa en otros. Pero el exceso y la ausencia de límites en Favio es trabajar para que nada parezca imposible. Con grandes escenas con miles de extras (él los llama “actores de conjunto”) en el Luna Park y un director que vivía cada escena como un padecimiento dada la autoexigencia que se había planteado, Favio dice que Gatica... quizás sea su mejor película, pero fue el rodaje que más daño le hizo.

De alguna manera, Gatica... anticipa el proyecto de filmar la década del primer peronismo; esas ganas las plasmaría en su desmesurada Perón: sinfonía del sentimiento (1999). Pero si hay una historia de Favio que permite explicar el peronismo, los hechos de esa década y la forma de ser peronista, es la de la vida de Gatica. Impresiona que la caída del boxeador comience casi simultáneamente con la de Perón, en 1955. Hay hechos que obviamente relacionan las dos historias, como el tristemente conocido Decreto 4161, impuesto por Aramburú, que prohibía todo lo relacionado al peronismo: indudablemente esto afectaría a Gatica, que era un confeso peronista y se sentía de algún modo como un nexo entre el peronismo y el pueblo.

En Gatica..., Favio encuentra, mediante la biografía de un deportista, el modo de narrar un período de la historia argentina, sin que ello le impida dar a conocer la trayectoria de un personaje marginal, el ascenso y el descenso vertiginosos, su forma de vida, sus costumbres y su mundo del bajo. Dicho de otro modo, no sólo es monumental cómo está filmada la historia, sino que la historia en sí es un verdadero gigante que Favio doma o, al menos, pone de su lado.

Un colgado

Todo parece terminar en Aniceto, una de las obras más bellas de Leonardo Favio. “El cenizo”, el cuento de su hermano que inspiró El romance del Aniceto y la Francisca, siguió girando en su cabeza, también porque con el tiempo se convenció de que había cosas de aquella película que debían ser puestas en escena de otra manera. Lo maravilloso de El romance... es que de algún modo rompe con la monumentalidad y el exceso, logrando una película que de tan desnuda logra mostrar finalmente los mecanismos del artificio.

Los soles son focos; los cielos, telones. Favio intenta mostrar la maquinaria de sus inventos; si en las dos obras anteriores quiso dejar el legado de su conocimiento técnico, en ésta desarma el artefacto, muestra los engranajes y retorna a los orígenes, al cine de los Lumière, pero sobre todo al del gran maestro francés George Mélies. Pero al desarmar el artificio no lo anula, lo llena de pasión. El romance... es quizás su obra más pasional, con momentos de profunda emoción, y seguramente el mejor trabajo en lo estrictamente visual (y de color).

Se le ha reprochado a la película la reiteración de escenas de baile, del mismo modo que se criticaron sus largas escenas de peleas en Gatica..., o los planos demasiado duraderos en sus primeras películas. La cuestión es que Favio es un colgado: cuenta con otra paciencia, otra velocidad. Si viene Nazareno caminando a lo lejos o Moreira con su caballo no va a apurar la escena: va a esperar, tranquilo, a que el personaje llegue en tiempo real, es su forma de ver el mundo y el cine.

Varios jóvenes (o nuevos) cineastas reconocen su influencia. Quizás el más notorio sea Israel Adrián Caetano, quien lo ha mencionado como su cineasta favorito. Hay escenas de Pizza birra faso (1997) y de Bolivia (2001) en las que se aprecia esa influencia, que seguramente se vea más claramente en Un oso rojo (2002). También Lucrecia Martel se ha declarado deudora de su cine, al igual que Pablo Trapero y Lisandro Alonso. Sus películas son las más estudiadas en escuelas de cine argentinas y sus antiguos técnicos hoy son autoridades en diversas especialidades. El hombre parece que aguanta y ha declarado que el chorro no se corta: su próximo film se llamará El mantel de hule. Habrá que esperar a ver con qué nos sorprende ese artista tan desmesurado y carente de límites que imprimió en sus obras el mismo carácter libre de su vida.

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