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Lemmy. Dirigida por Greg Olliver y Wes Orshoski. Estados Unidos, 2010.

El as de las espadas

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El documental que prepara la llegada de Mötorhead en abril.

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El 14 de abril, en lo que será un auténtico hito en la historia de las visitas rockeras internacionales a nuestra capital, aterrizará Mötorhead en el Teatro de Verano. Un evento no sólo de gran importancia para los acólitos del heavy metal sino para cualquiera que tenga una buena idea de la historia del rock y del papel esencial de la banda en su desarrollo: luego de décadas de thrash, grindcore, black metal, rock industrial, punk, death y hardcore, tal vez sea difícil tener conciencia de que nadie tocaba tan fuerte, tan rápido y tan básico como Mötorhead en el momento en que irrumpieron, como un tanque panzer, a mediados de los años 70, en el entonces pomposo y academizado ambiente de la música joven. Subvalorada -como toda la cultura del heavy- durante décadas (llegaron a ser nombrada como “peor banda del mundo” en una encuesta de la influyente revista musical inglesa New Musical Express), Mötorhead, a fuerza de coherencia y brutalidad sonora, fueron lentamente haciéndose de cierto respeto, y lo que en origen era simplemente un placer culposo o relegado a los circuitos del género terminó siendo reconocido como un clásico que va a poder apreciarse en todo su poder en las canteras del Parque Rodó.

Un buen complemento para la visita es el documental Lemmy, recientemente editado en el hemisferio norte. No gira en realidad alrededor de la banda sino casi exclusivamente sobre la personalidad de su líder y único integrante estable: el bajista y cantante Ian Fraser Kilmister, más conocido como Lemmy.

Es difícil -tanto para el documental como para cualquier periodista- definir la personalidad de Lemmy Kilmister. Para un rioplatense la comparación lógica sería con Pappo, pero el líder de Mötorhead siempre tuvo un extraño refinamiento (algo raro para alguien que tiene uno de sus principales éxitos en una canción llamada “No Class”) que lo diferencia tanto del Carpo como de cualquier caricatura de rockero, diferencia remarcada por su formidable presencia física, intimidante y entrañable a la vez, que aún mantiene en su sexta década de existencia. Por otra parte, Lemmy es una de las figuras señeras del heavy metal y uno de los compositores más influyentes del género, pero a la vez resulta muy difícil encasillarlo en éste. Esto no sólo se debe a su explícita renuencia a ser exclusividad del género, reclamando ser simplemente una banda de rock (incluso el grito de presentación de todos sus conciertos es “Somos Mötorhead. Tocamos rock’n’roll”), sino a que el carisma de su personaje público está casi siempre más próximo a la imaginería -también hipermasculina y brutal pero más afianzada en la tierra- de los forajidos motoqueros que de la fantasía épica del metal.

La filmación del documental duró cerca de tres años durante los cuales sus autores siguieron a Lemmy por giras y entrevistas -pero sobre todo por su entorno adoptivo de Los Angeles, especialmente el famoso bar Rainbow, donde parece ser ya una pieza del mobiliario-, período durante el cual Lemmy fue de los 60 a los 63 años, sin nunca dejar de tener un aspecto de por lo menos dos décadas menos (un misterio absoluto teniendo en cuenta que este animal sigue bebiendo un litro de Jack Daniels por día y fumando en cadena, lo cual lo haría un interesante sujeto de estudio de una convención médica).

Hay poca música en este documental sobre un músico; apenas al final se pueden escuchar dos temas en su integridad (incluyendo una versión brutal de “Ace of Spades”), y muchas de los fragmentos en los que se lo ve tocando en vivo son más bien rarezas en las que el bajista aparece interpretando blues o participando como invitado en un concierto de la banda punk The Damned. Lemmy no es muy informativo acerca de la carrera musical de Mötorhead y hace más énfasis en los desconocidos The Rockin’ Vickers y en su rol de bajista de los fantásticos Hawkwind, bandas muy poco identificables con el heavy-metal.

Esta óptica de aproximación a su lado no más evidente también impregna la selección de invitados: buena parte del documental consiste en un numeroso y extraordinario desfile de testimonios de rockeros que declaran en forma unánime su infinito respeto y estima hacia Kilmister. Entre ellos hay muchos nombres previsibles más o menos relacionados con el heavy metal (Ozzy Osbourne, Nikki Sixx, Slash, Alice Cooper, Dave Grohl, James Hetfield), pero también rostros más bien inesperados, como el de Jarvis Cocker (Pulp), Ice-T, Mick Jones (The Clash), Slim Jim Phantom (Stray Cats), Captain Sensible (The Damned) y Peter Hook (Joy Division/New Order). Este último puede sorprender a varios declarando su admiración absoluta por el estilo del bajo de Lemmy y admitir que temas como el clásico de Joy Division “Transmission” están basados en dicho estilo (y más sorprendente aun es escuchar luego “Transmission” y darse cuenta de lo evidente que es eso en lo musical, más allá de lo impensable que pueda ser a priori). Posiblemente Hook se hubiera cortado la lengua antes que admitir esto en los días after-punk y sombríos de Joy Division, pero su reconocimiento actual es más significativo que el de los herederos evidentes del particular estilo de ejecución de su bajo Rickenbaker de Kilmister.

Un hombre en singular

El personaje/persona retratado en Lemmy está lejos de ser un ejemplo cívico. Más allá de la veneración de la totalidad de los entrevistados (incluyendo a sus ex compañeros de Hawkwind, quienes lo expulsaron del grupo y son recordados con muy poco afecto por Kilmister) y de los autores del documental, el registro no esquiva varios aspectos poco simpáticos del músico. Por un lado, su fascinación por la parafernalia alemana de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo estandartes con todo tipo de esvásticas, fascinación que Lemmy explica con muy poca habilidad -niega cualquier tipo de simpatía al nazismo por el simple hecho de que tuvo cuatro novias negras, una excusa de lo más débil-, a pesar de que no hay nada en su carrera que permita suponer que tiene vínculos fascistas. Peor aun es el evidente machismo, nada cosmético, que emana de varias de sus declaraciones referidas a mujeres, algo que es apenas compensado por los testimonios positivos de algunas mujeres, incluyendo a Corey Parks -ex bajista de Nashville Pussy-, que revela un lado realmente caballeresco y sensible del bruto en cuestión.

No es el único: hay un momento de esos que sólo se capturan de vez en cuando en un documental: mientras Lemmy presenta su parafernalia de objetos militares y musicales, el documentalista le pregunta cuál es su posesión más valiosa en esa casa. Sin pestañear, Lemmy dice “mi hijo”, tras lo cual la cámara se desplaza para recoger la expresión del hijo (fuera de cuadro hasta ese momento) y atrapa un momento de auténtica sorpresa y emoción de parte de éste, un hombre adulto ya, que evidentemente no esperaba semejante respuesta de su encallecido padre.

El resto es esencialmente un retrato de una vida signada -aunque con cierta flema británica- por los excesos, las drogas, el juego (entre otras cosas, Lemmy es un gran, aunque limitado a las máquinas, ludópata), la música avasalladora y las mujeres. Una forma de vida cada vez más en conflicto con la edad del personaje y con cierto cansancio que se respira aunque nunca se admite, pero que es exhibida como si fuera un vestigio de otro tiempo más salvaje -y tal vez más inocente- en el que la intensidad y la autenticidad eran algo que no sólo había que probar ante los demás sino también ante uno mismo.

Hay algo agridulce en la calma con la que Lemmy asume su rol de ícono y su forma de vida. Por momentos recuerda al Cosimo Piovasco di Rondò, de Italo Calvino, que al final de El barón rampante le reconocía a un príncipe ruso que no estaba muy seguro de los ideales que lo habían llevado a pasar su vida encima de los árboles pero para luego asegurar con cierto orgullo: “Mais je fais une chose tout à fait bonne: je vis dans les arbres”. A los 63 años Lemmy tampoco parece muy convencido de ningún postulado estético o ideológico, ni de su rol como ícono (“no podría hacer la apología de una forma de vida que causó la muerte de muchos de mis amigos”, reconoce en un momento), pero sabe que es una magnífica bestia de rock’n’roll y que es su destino e identidad seguir siéndolo hasta su muerte. Él es Mötorhead; toca rock’n’roll. Punto.

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