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Una tarde en el museo

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Teatro. El tigris desorientado, de Lidia Curi y Fernando Villalba. Dirección de Juan Antonio Saraví.

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En los años 20 Jacob Levy Moreno (1889-1974) institucionalizó la relación equívoca entre teatro y psiquis. Moreno llamó a la nueva técnica “psicodrama”, y su terapia partía de los ejercicios de improvisación: poner en escena conflictos y dramas privados podía ayudar a hacer emerger traumas reprimidos y dificultades de relacionamiento o percepción, hasta más que el relato freudiano a descifrar. Y mientras que el psiquiatra pretendió deshacerse del diván, las ficciones lo retoman con frecuencia: basta pensar en las tres temporadas tan exitosas como premiadas de la serie norteamericana de HBO In Treatment, protagonizada por un Gabriel Byrne terapeuta y terapizado (la caja china funciona en este caso de maravillas porque el público no se conforma con sólo verlo analizar, pretende saber qué esconde) o, ya entrando en materia teatral, la Pelea de osos, de Anthony Fletcher, que envolvía al espectador con confesiones más fantásticas que verosímiles. El psicoanalizado, parecen decirnos las fábulas, es bicho teatral.

El sábado pasado estrenó El tigris desorientado, escrito por Lidia Curi y Fernando Villalba, y ganador de la III Convocatoria a proyectos teatrales para un personaje que organiza el Centro Cultural de España. La obra se presenta, desde las didascalias, como texto a decir específicamente en el Museo de Historia del Arte de la Intendencia de Montevideo y aunque moverse de la cansada butaca hacia lugares más tentadores como un museo o un rosedal puedan seducir por sí mismos, el espectáculo interpretado por Elena Zuasti y dirigido por Juan Antonio Saraví lidia poco y mal con el espacio: dos excursiones, una a los calcos griegos y otra a la momia egipcia, liquidan el paseo. Es decir, el texto utiliza los calcos y la momia para crear al personaje, pero sería suficiente con la referencia.

Sin embargo, se trata menos de espacios concretos que de espacios mentales. Zuasti interpreta con desenfado dos personajes -¿se divierte con el público en lugar de, simplemente, divertirlo?-: por un lado, una psicóloga que busca el significado profundo de la existencia en la poesía y, por otro, su paciente obsesionada con la inadecuación de sus nombres, Idiglat Ucir Lañoba.

El problema psicológico reside en el nombre; es básicamente un problema lingüístico o variante analítica del manido nomen omen (el nombre es presagio). Para Idiglat llamarse de modo extraño es ser extraña, llevar a cuestas la diferencia: “Cuando nací las niñas se llamaban María, Martha o Susana. Pero mamá quería para mí un nombre especial, con significado. Los nueve meses de embarazo se pasó buscando uno realmente exclusivo. Primero en la mitología griega. No sé por qué, para cualquier cosa, se empieza por los griegos. Da un aire de rigor intelectual, ¿no?”. El monólogo toma su ritmo de los pasajes sucesivos de nombres del personaje y, con ellos, de funciones: Idiglat Ucir Lañoba es la actriz Maruja Blanco, después la señora de Pisani y más adelante la mamá de Alfredito y Viviana. Probablemente tenía razón Lacan: “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”.

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