-¿Cómo llegó el texto a tus manos?
-Me lo hizo conocer Gloria Levy. El nombre original es Fango negro, pero nosotros no hablamos del fango, hablamos de barro. Entonces, cuando hice la adaptación le puse Barro negro. Pero por lo general los títulos de las obras de teatro se desprenden del texto, y en ésta no se comentaba nada relativo a un fango negro; los actores me preguntaban y yo no sabía, y como no me puedo quedar callado les explicaba que venía de las raíces, toda una sanata… y así estuvimos como tres o cuatro años. Hasta que un día el autor se comunica conmigo y le pregunté por qué se llamaba así. (Otra pregunta que le hice era sobre la primera parte, porque a mi texto le faltaba la primera página y nunca había podido saber cómo era; él después me la acercó pero nunca la incorporamos, quedó así). Y bueno, él se extrañó de que yo no conociera Fango negro y dice: “Es un tema musical como ése tan famoso que tienen ustedes en el Río de la Plata, ese tango que habla de la Biblia y el calefón”. “Fango negro” es un bolero de una temática muy parecida a “Cambalache”. Años después un actor lo bajó de internet y es uno de los temas que se pasa en la escena “La boca del lobo”. Volviendo, Gloria Levy me dio el texto y yo empecé a peregrinar con él. Hasta que un día me encuentro con una persona en un programa de radio y el locutor, Jorge Jaluff, me dice que le interesa la producción, pero que el espectáculo debía ser diferente, no un espectáculo de sala. Entonces me acordé de que tenía ese texto y le dije: “Mirá, yo tengo una obra que se desarrolla en un ómnibus”. Ahí arrancó todo. Conseguimos el auspicio del Departamento de Cultura de la Intendencia de ese momento, donde estaba Mario Delgado Aparaín, y gracias a otra persona que conocí de manera casual [Walter Ottonello, funcionario de CUTCSA] me enteré de que podía pedir el ómnibus. Me parecía imposible que CUTCSA nos lo diera, pero a los dos días me llaman para decirme que sí. Todo se fue dando de manera casual, porque hay que ubicarse en lo que era el teatro en Uruguay hace 20 años. A nadie se le había pasado por la cabeza sacar algo fuera de las salas, creo que había habido un intento de Atahualpa del Cioppo con una versión de Juan Moreira, que la representaron en la plaza del Entrevero.
-¿Fue novedosa la representación fuera del espacio convencional?
-Sí, y la obra está hecha para ser representada así. Si no se hace en un ómnibus no se puede hacer. Incluso cuando leés el libreto imaginando su representación decís: “Pah, esto es flojísimo”. Pero cuando te hacés la cabeza de que eso está ocurriendo en un ómnibus que se va desplazando por la ciudad, que alrededor de ese ómnibus además de lo que está contando la historia ocurre otra historia paralela, real, cuando lo que va sucediendo dentro del ómnibus es todo ficción, es un choque muy extraño.
-¿Por qué te parece que es tan diferente la reacción del público en estas circunstancias?
-Creo que influye que los uruguayos, en particular los montevideanos, tenemos una cultura de ómnibus. Es un país en el que podés vivir sin tener auto, hay cientos de miles de personas que no tienen auto y tal vez hasta no lo necesitan por el ritmo de vida que llevan. Yo fui criado en esa cultura del ómnibus. Lo que pasa es que en el viaje diario de ómnibus uno no presta mayor atención a lo que va ocurriendo. Es como cuando caminás por Montevideo un día de semana y después vas un domingo al Centro o a la Ciudad Vieja y parece otro lugar y empezás a ver cosas a las que en la semana no les prestaste atención. En el ómnibus pasa algo similar. El espectador sabe que eso es una mentira, que es una ficción, pero lo observa con los ojos de todos los días, ésos que no usa cuando toma el ómnibus para ir a su trabajo o lo que sea.
-Parecería que si una persona que nunca vio teatro entra ahí entiende sin más de qué se trata la teatralidad.
-No sabés los cientos de espectadores que experimentan el teatro por primera vez viendo Barro negro. Me contaba un profesor de la EMAD que durante la prueba de admisión, cuando le preguntan a los postulantes “¿qué obra de teatro viste?”, de 200 que se presentan sólo dos o tres no dicen Barro negro. O sea que también se ha ido creando, sin proponérnoslo (aunque hoy día lo hemos entendido y hemos tratado de darle una explicación), un público afín con gente que no concurría comúnmente al teatro. Porque todavía hoy hay gente que te dice: “No, yo no voy al teatro porque tengo que ir de saco y corbata”.
-¿Cuáles serían los puntos clave en la permanencia de la obra en cartel?
-Una de las virtudes del espectáculo es que cuenta una historia relativamente sencilla, una historia universal, de amor, con determinados condimentos, con personajes muy característicos como la pituca, la vieja, el guarda. Cientos de personas nos preguntan si el guarda es realmente un actor o un empleado de CUTCSA. El único empleado de la empresa que hay es el chofer, que también va adquiriendo con el transcurrir de las funciones una forma de expresarse y pasa de ser un conductor profesional de ómnibus a ser actor.
-¿Hiciste una versión del original?
-Sí, lo “uruguayizamos”. Hubo algunos personajes que se mezclaron, hubo un momento en que fue un poco caótica y el espectáculo llegó a durar más de dos horas. Era un disparate, por todas las pavadas que agregaban los actores. Después quedó como tenía que ser: tres partes de 30 minutos, y hay un guión y hay una letra que se respeta. Obviamente muchas veces pasa que los actores le responden al público, porque el público va sentado al lado del actor. Al personaje “la Vieja”, que actúa diez o 15 minutos de la obra, muchos espectadores le dicen “cállese, señora, no moleste”, porque creen que es una pasajera.
-En un espectáculo que se maneja con los imprevistos, las anécdotas se deben contar por montones.
-Sí, y van a estar en el libro que vamos a publicar. Te cuento una. Había un actor, Hugo Gambetta, que tenía que bajar del ómnibus más o menos a los 20 minutos de la primera parte. Entonces, en la última función se bajaba en una parada, caminaba una cuadra, tomaba un ómnibus y se iba a su casa, mientras nuestro ómnibus seguía, hacía la escena en “La boca del lobo” y continuaba el viaje. Mario Ferreira y Julio de León (los dos primeros actores que interpretaron a los “milicos”) cuentan que muchas veces y frente al semáforo se paraba un ómnibus de COETC, y el que iba sentado era el actor que hacía 20 minutos había hecho la escena. Y lo gracioso es que ni miraba para el costado donde sus compañeros estaban haciendo la función. Entonces de esas situaciones, anómalas, digamos, que salen del juego teatral que todos conocemos del teatro convencional, hay muchas y es realmente rico por eso, también.
-¿Cómo es la reacción del público?
-El público sabe que va a ver una obra de teatro. Debido a los años y a la cantidad de gente que la ha visto, se comenta y se sabe qué es lo que sucede, en general. Pero siguen existiendo cosas que hacen que el espectador dude de si eso que está viendo es parte de una actuación o de la vida real. En la escena del patrullero, cuando aparece la Policía y se lleva a uno, hay casos de gente que se pone a llorar, gente que se para y se quiere enfrentar con los policías, gente que increpa al guarda por permitir que pasen esas cosas en el ómnibus, y sin embargo todos saben que es mentira. Hay momentos en que se crean unos climas muy densos, muy dramáticos, y la gente queda apartada de la escena y se transforma en el espectador tradicional. Todo el mundo sabe que es teatro, pero en definitiva, eso es el teatro: yo sé cómo termina Hamlet y sin embargo si está bien hecho, sigo sufriendo y sigo la peripecia a la par de Hamlet.
-Cuando empezaron con la obra, ¿pensaste que esto iba a durar 20 años?
-Sí, cuando estábamos cerca del estreno nos dimos cuenta de que teníamos entre manos algo distinto. Faltando una semana para estrenar, pero muy al final, porque nos dio mucho trabajo de ensayo, poníamos las sillas como si fueran los asientos del ómnibus -producto de la inexperiencia, porque nunca habíamos hecho teatro de este tipo- y quisimos guardarnos bajo la manga posibles reacciones para cosas imprevistas que pasaran con el público. Luego de la primera función, todo fue mucho peor de lo que habíamos pensado y fuimos aprendiendo sobre la marcha acerca de esta forma de trabajo, de la cual nadie tenía idea ni escuela. Yo había dirigido cuando vivía en Perú algunos espectáculos callejeros, pero no tenían nada que ver con esto. Fue novedoso, enriquecedor y lo más importante de todo, además de la calidad actoral que hemos tratado de defender, es que se dio algo que quizás sea lo máximo que puede pretender un artista: que el público ha hecho suyo Barro negro. Hoy forma parte del paisaje de la ciudad.