Si Liniers es el mesías que atrajo un séquito de nuevos interesados en las tiras de historieta, Gustavo Sala (Mar del Plata, 1973) es el anticristo que, por otras vías, cosechó sus súbditos en el mismo formato pero con una estética diametralmente opuesta: en lugar de duendes, robots con sentimientos y hombres misteriosos, el trazo grueso de sala muestra cuerpos desnudos y deformes, diálogos grotescos y remates escatológicos. Ordinario (de hecho, ése es el título de su último libro), desparejo y desprolijo: así es el material que el marplatense publica en Página 12, Fierro, Rolling Stone y El Jueves, de España. Sorprendió con una charla humorística que sostuvo con Silvio Galizzi (coordinador de los invitados internacionales) sobre las tablas del Plaza. Con tono monocorde y pretendidamente introvertido (que recuerda al de las lecturas de Leo Maslíah o a las sobreactuaciones del elenco de Cha Cha Cha), desplegó más de media hora de humor ácido, irreverente y surreal.
-¿Cómo era la relación del pequeño Sala con el dibujo?
-Todo empezó por mi falta de talento para cualquier deporte. No me interesaba el fútbol y sigue sin interesarme, igual que cualquier cosa que tenga que ver con moverse. Eso me alejaba de las reuniones en la escuela primaria. Por alguna cuestión rara, me sentí conectado con la historieta desde la soledad de no necesitar nada más: una revista, un poco de luz y una esquina en tu habitación. A Mar del Plata llegaban Hijitus, Patoruzú, Isidoro, mucho material español como Mortadelo y Filemón, los saldos de Editorial Bruguera e historietas francobelgas como Tintín y Asterix. Había revistas como Anteojito que por un lado eran muy buchonas, caretas y didácticas, pero, por otro, tenían historietas geniales como Pelopincho y Cachirula, de Fola [dibujante inglés radicado en Uruguay]. Entré de lleno con personajes interesantes.
-¿Qué cosas te influenciaron para empezar a dibujar tus propias cosas?
-Creo que el determinante fue conocer a Robert Crumb, la cultura incorrecta del cómic underground norteamericano de los 80. Leyéndolo, uno entendía que cualquier cosa se podía hacer, que cualquier tema se podía tocar e irse al recontracarajo. Por otro lado, el humor satírico de la revista Mad, muy virulenta y agresiva. Incluso tuvo una edición argentina con autores de habla hispana en la que estaba el dibujante uruguayo Tabaré.
-¿Cómo llegás al lenguaje de la tira como tu formato predilecto?
-Soy lector de tiras clásicas como Calvin & Hobbes o Charlie Brown, pero creo que lo mío tiene que ver con la ansiedad de terminar el trabajo, y también de pensar en ideas que se resuelvan rápido más que en historias en las que haya personajes. Muchas veces quise encarar historietas de varias páginas pero iba sintetizando y llevaba todo eso a una tira. Y además este formato es más fácil de colocar en un diario. Tengo inquietudes sobre hacer cosas más largas, pero no tengo horarios fijos de trabajo, y eso conspira contra la posibilidad de organizarme y poder encarar algo así. Lo que no puedo es plantearme un guión y una estructura y a partir de eso empezar a trabajar; necesito ir sorpendiéndome con lo que hago sobre la marcha.
-¿Cómo es tu relación con la historieta argentina más clásica? ¿El Eternauta, Breccia?
-Nunca me enganché con la historieta de aventuras. Fuera del humor, siempre me interesó más el estilo lisérgico de Moebius que los superhéroes o la fantasía épica, ni siquiera de chico. Me pasa como en la música, el virtuosismo me aburre. Me gusta, por ejemplo, Alack Sinner, de José Muñoz y Carlos Sampayo. Carlos Nine fue una influencia para mí, en el sentido de que con su dibujo de estilo personal podía contar cualquier cosa. Dentro de la historieta de superhéroes me gustan las buenas historias como Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons, o Return of the Dark Knight, de Frank Miller.
-¿Cómo ves desde tu ordinariez explícita la otra ordinariez, el coqueteo solapado con lo pornográfico en Tinelli y sus programas satelitales?
-Yo busco que si voy a ser asqueroso sea como recurso, que dé gracia, que funcione. Lo otro me parece una basura, no termino de entender la gracia de Gran Hermano o de Tinelli con las minas en bolas bailando hace 12 años y que el programa no se agote. Por ahí en mis tiras aparece un culo peludo, pero hay una idea estética atrás.
-Como historietista de tiras, ¿te sentís heredero del camino hacia el público masivo que abrió Liniers?
-Fue como el fenómeno de los Redonditos de Ricota, no es explicable con pocas palabras. Ambas son propuestas muy personales que empezaron desde lo independiente y desde su visión propia, y, por suerte y constancia, apareció el canal masivo. Liniers empezó haciendo fanzines y ahora tiene su propio sello, La Editorial Común. Además, acercó a mucha gente de otro palo que no se interesaba en historietas: estudiantes de letras, de cine, gente del diseño. Claramente, es uno de los responsables de que la escena argentina haya dado autores con sello personal como Kioskerman o Federico Pazos, los que hacíamos fanzines en los 90.
-¿Seguís creyendo en la utilidad del fanzine?
- Creo que sirve cuando no tenés un editor que te publique. Si tenés tiempo y dos o tres mangos es una buena forma de mostrarse, pero obviamente puede haber algunos muy bien impresos con autores que se creen unos genios revolucionarios y otros, muy mal hechos con cosas geniales. Hoy está bueno complementar todo con un blog o un soporte digital, para que llegue a más público. El fanzine más que nada sirve en las convenciones, donde se pueda entregar en la mano.
-Apelás continuamente a la farándula argentina para ridiculizarla. ¿Tuviste algún inconveniente por eso?
-Cada tanto hay gente que se ofende. Fidel Nadal se quejó una vez por un chiste que hice cuando volvía de un recital de él, y eso que me encanta. Le expliqué que no había mala onda. Los que me putean seguido son los fans de Charly García. El humor permite dar vuelta algunas cosas, usar la ironía, reírse de uno mismo, decir lo contrario a lo que uno piensa: no es muy saludable tener una lectura tan lineal.