Hace tan sólo unos días, la noticia del descubrimiento de un montón de negativos pertenecientes a Ansel Adams, fue portada en muchos medios especializados. La historia es en sí interesante, ya que Rick Norsigian, un pintor de Fresno, California, se había encontrado con unas cajas de negativos en aquellas famosas ventas de garage de dicho país, en donde terminó adquiriéndolas por cuarenta y cinco dólares, tras regatearlas desde el precio original de setenta. Quien le vendió tan preciado material se debe querer matar, considerando que, luego de algunos años realizando investigaciones con expertos en arte forense, se determinó la autoría de Adams y el conjunto de negativos se tasó en cerca de doscientos millones de dólares.
La noticia viene al cuento porque Ansel Adams es posiblemente uno de los fotógrafos paisajistas más importantes de la historia, específicamente la de Estados Unidos, donde gran parte de las representaciones del Oeste han sido construidas sobre aquellos documentos de un lugar y una historia estampados sobre sales de plata. Eventos como el ya mencionado parecerían exhumar al presente sitios o lugares que han permanecido sepultados en el inconsciente popular, y en este sentido puede considerarse al cine como uno de los medios nigrománticos por excelencia. El retrato del Oeste, aquel más asociado a las cadenas montañosas de Colorado, de los vastos desiertos verdes y gigantescas empresas de transportación de ganado, ha sido bastante fluctuante (especialmente luego de finalizada la época de oro de los westerns), desde Río Rojo hasta Brokeback Mountain, como si su imagen se recompusiera con películas que aparecen cada tanto, para dar una nueva pincelada al lienzo.
Es en esta tradición, pero al mismo tiempo, estilísticamente lejos de ella, que aparece Hierba de búfalo. El documental, filmado por la pareja de antropólogos Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor, está construido en base a una cámara morosa, que a todo momento mantiene casi intacta la ética de no intervenir frente al elemento de estudio. Es así que la película, por fuera de la embriagante fotografía de las montañas de Montana, nunca recurre a un score musical, y prácticamente no mantiene diálogo con ninguno de los protagonistas. En este punto, algo interesante a mencionar es que casi íntegramente durante la primera mitad del film, el rol protagónico permanece invertido, ya que el verdadero protagonista son las tres mil ovejas del rancho, próximas a ser llevadas a pastar en praderas públicas del Oeste, mientras que los hombres, aquellos vaqueros a la vieja usanza, son reducidos meramente a algo que se agita en el background. Es interesante hablar de aquel conjunto de animales como un personaje, ya que en el film, si hay algo que queda claro es que no existe tal cosa como una oveja. Por el contrario, las ovejas se presentan integradas a un flujo, como si el rebaño fuera una fuerza o un megaorganismo, una especie de sinóforo que va mutando y cambiando de forma como la membrana de una célula.
La segunda mitad se descentra de los animales y pasa al drama de los vaqueros, dos personas solitarias que deberán mantener lo más intacto posible al rebaño, escalando montañas y protegiéndolo de los ataques de osos pardos (particularmente impactante es la escena en que la cámara los filma desde lejos, en la espesura de la noche, viéndose sólo unos ojos iluminados que trepidan en el horizonte). Ante este estilo despojado y ritmo de fluido constante, muchos pensarían que la película puede resultar tediosa pero, curiosamente, los directores se encargan de aportar ciertas imágenes que van recargando los cartuchos emocionales a medida que el rodaje se despliega. Tenemos el caso de un cordero recién nacido, al que se lo viste con la piel recién extraída de otro que acaba de morir, para que la madre de este último confunda sus olores, dejándolo mamar de ella. O también está el retrato de los perros pastores, que a pesar de serles completamente fieles a su amo, terminan comiendo los restos de una oveja que fue devorada por un oso.
La vida de los vaqueros también está lejos de ser meramente plácida, y en eso vemos cómo uno de ellos, en una charla telefónica, desesperado por lo extenuante de su tarea grita: “¡Me gustaría poder disfrutar estas montañas, en vez de odiarlas!”.
El film concluye con el fin del verano, y podríamos preguntarnos si la llegada del otoño no coincide con el ocaso de una actividad que en no mucho tiempo parecería sólo existir en sus retratos en films o fotografías. Sea cual sea la voluntad de los directores (la película siempre parece escaparse a la metáfora fácil, uno de los elementos que la preserva sobria, pero también honesta), lo único que parece inmortal son esas montañas, aquel cielo, aquellas cañadas.