Un autómata engominado con convulsiones, un señor de saquito Burma que ronda los 60, una compañía teatral “monstruosa” que representa aquello que otros preferirían denunciar explícitamente: todo un artificio hamletiano para hacer emerger el horror de un atropello ya no individual sino social.
El autómata interpela al señor; el señor, un poco perdido, hace preguntas. El señor interpela a la compañía; la compañía, menos perdida, le devuelve preguntas. Una cadena de diálogos-interrogatorios aparentemente inconexos, a veces “poéticos”, de los que surgen intercaladas frases reconocibles: “Fuera del escenario están los cadáveres y los otros en el mar, con cemento”, “todavía se escuchan tiroteos”, “era claro que querían quedarse con mi jardín, mi cena, mi esposa”, “no tienen permiso para soñar”, “él es uno de ellos” (las citas son de memoria, naturalmente aproximadas). La tortura final y la explicación del título (el niño fue arrebatado a su madre al nacer) resuelven, si quedaban dudas, el “enigma” del principio impulsado, además, por la descripción abierta del espectáculo en los medios de prensa: “Un hombre bueno buscando respuestas. Del otro lado, un grupo de seres extraños, deformes, decadentes. Los bandos se desintegran, se multiplican, y la deformidad es contagiosa. Un hombre buscando respuestas, un hombre ¿bueno? buscando respuestas, la inocente excusa para empezar, aunque en el final, quizás nada resulte tan inocente”.
Con una estética que no se decide entre el circo rococó kitsch (el Roberto Suárez de los 90 vuelve como un fantasma 15 años más tarde) y el modelo “harapiento” del que El herrero y la muerte es quizá el ejemplo más sublime (aquí reaparece la ochentosa gesta de Rein-Curi), la puesta de Adiós, niño bonito que dirige Luciana Lagisquet en el Museo del Carnaval se coloca en un espacio reconocible, ya identificable, del panorama dilatado de la cartelera reciente. Para hablar de algo que se asemeja mucho a la tensión dictatorial, este texto de Ana Solari recurre a un lenguaje fragmentario en el que las frases citadas se pierden entre repeticiones (“la luna siempre es un asunto interesante”) y parlamentos superpuestos, por momentos ininteligibles, de varios actores: el conjunto sabe a ese “mensaje cifrado” que caracterizó, como operación resistente, buena parte de la producción escénica durante el período (y aquí estamos en los 70) y sobre la que la comunidad teatral aglutinó y contuvo, por obvias razones, a su público de la época. Cifrar para decir.
El área amplia del Museo del Carnaval en el que se mueven los actores permanece por mucho tiempo semioculta a los espectadores, sentados a los lados del rectángulo: la escena velada (la escenografía es de Edu Cardozo) acompaña el ocultamiento y, como tal, es quizá la metáfora más próxima a la forma dramática, a la textura elegida. Este artificio hace que varias escenas sean accesibles al público sólo a nivel auditivo (como si se estuviera en la habitación contigua) y que se vean exclusivamente aquellos cercanos (¿vuelta de tuerca a la relación entre cercanía y capacidad de entender el pasado, la historia, el conflicto del otro?). El tiempo prolongado de la velación provoca cierta inquietud (estamos acostumbrados a verlo todo) y da consistencia a las intenciones de develamiento progresivo mencionadas antes.
Pero si durante la dictadura el fragmento aludía a una totalidad de sentido (si eso fuera posible, pero esa discusión queda para otro momento) que la censura hacía imposible reproducir, hoy en día la suma de las partes se disuelve en collage, reformulaciones clónicas de lo conocido, reivindicaciones de lo lícito; el fragmento aparece sólo como fragmento, como fuga inconexa, como explosión de sentido que parece dejar poco en materia de sensaciones, memorias o reflexiones y genera, en último término, sólo un discurso violentamente vago. Cifrar para no decir.
Parte de nuestra última dramaturgia -y su puesta en escena en la que entra Adiós, niño bonito- parece no poder (o no querer) trabajar el pasado, el presente o el futuro sin recurrir a las frases recortadas y pegadas (quizá en emulación equívoca de la genialidad beckettiana), a un sinsentido consentido, a distopías, a lo sobrenatural, sea en forma de ángeles o de extraterrestres. En este caso es un maniquí (un excelente maniquí interpretado por Domingo Milesi, de una plasticidad seductora rara) la bisagra entre los bandos: el sesentón manso del principio y vehemente del final (interpretado por Augusto Mazzarelli) y los teatrantes muertos/fantasmas detenidos en una juventud resquebrajada y sórdida. Los antimodelos de esta tendencia serían, por poner ejemplos reconocibles y paradigmáticos quedándonos cómodamente en el sur, los esfuerzos de Marianella Morena, Ricardo Bartís, Mauricio Kartun, Rodrigo García o Guillermo Calderón, es decir, esas relecturas articuladas que ponen en tela de juicio taras y automatismos de la memoria o de la autopercepción en función del hoy.
El (des)encuentro generacional y la mirada sobre el pasado como problema es, sin duda, parte del último interés de Lagisquet (1986), explorado con buenos resultados desde su puesta de Un momento argentino, de Rafael Spregelburd, en abril de este año en El Galpón. La elección de Adiós, niño bonito, de la reconocida Solari (1957), se mueve en la misma dirección y activa (consciente o inconscientemente) de manera fuerte conflictos teatrales, extrateatrales y estilísticos latentes en nuestra escena.