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El agujero

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Los sábados son un día privilegiado para ver televisión. Sí, todos estamos de acuerdo en que son un día privilegiado para hacer cualquier otra cosa más edificante -ver a la familia, pasear al aire libre, ir a un museo, practicar tiro al blanco, etcétera-, pero lo cierto es que la opción de languidecer frente al televisor, especialmente si el viernes fue largo e intenso, es tentadora y respetable. Claro que la programación de los canales abiertos no hace fácil esta opción, especialmente para esa hora letalmente sedante posterior al almuerzo; salvo Canal 10 -que sigue emitiendo la colosal serie animada Avatar (nada que ver con la película), seguida de los siempre efectivos Los Simpsons (para luego caer en el aburrimiento de Caso cerrado -una de las más forzadas y menos interesantes series policiales de la actualidad- y en el refrito de refritos de Lo mejor de lo mejor)- el panorama de las tardes sabatinas es bastante complicado o, al menos, especializado. Canal 4 dedica tres horas al programa de música tropical Agitando una mas..., y el canal oficial, que últimamente parece decidido a volver a los soporíferos tiempos de El sello de hoy, oscila entre programas de interés puntual como Agroinforme o general como Proyecto G, pero con escasa conexión con el espíritu de fin de semana. Pero ninguna de las propuestas es tan insular y conceptualmente extraña, a pesar de su predictibilidad, como la que ofrece Canal 12: La cocina del show.

La naturaleza que no odia el vacío

Lo primero que llama la atención de La cocina del show es su maratónica duración; actualmente se extiende desde las 14.00 hasta las 20.00, horario que fue creciendo desde su formato original de una hora. Según las mediciones de IBOPE en Argentina, el programa lidera esa franja horaria, que en el país vecino es en la práctica aún más extensa, ya que viene precedido de Sábado Show (que aquí Canal 12 emite en diferido los domingos bajo el nombre de El Gran Show), otro de los programas residuales o derivativos del otrora Showmatch, Bailando por un sueño.

La primera pregunta que surge ante estas elefantiásicas dimensiones es: ¿Con qué se llenan esas extensísimas seis horas de programa en vivo, algo que parece casi demencial para cualquier productor/programador razonable? La respuesta es absurdamente simple: con nada.

La cocina del show es realmente uno de los artefactos culturales más extraños que haya producido la televisión rioplatense; originalmente se trataba, como su nombre lo indica, de un programa de cocina y variedades, en el que los participantes de Bailando por un sueño eran invitados a hablar de sus vicisitudes personales mientras se preparaba tal o cual plato. Al comenzar a ampliarse el horario, éste fue cubriéndose de distintas actividades no artísticas: los productores del mismo programa (especialmente, el mediático Pedro Alfonso) comenzaron a interpretar sketches o a hacer demostraciones de habilidades inexistentes, validadas por un espíritu casi warholiano, según el cual la mera presencia -o más bien la presencia en ese lugar determinado- es suficiente como para que sea interesante la contemplación de alguien intentando hacer -a media asta- algo que no sabe y para lo que no está preparado. El objetivo no es tampoco la humillación del productor, o quién sea, sino la casi total desvalorización de esa actividad (baile, comedia, actuación, canto, magia, etcétera) ante la validación de personajes tan interesantes -según la lógica endogámica y entusiasta del programa- que todo lo hacen bien y atractivamente, aunque lo hagan mal y sin gracia. Una propuesta casi perversa, pero que funciona por los mismos motivos por los que funcionaban las participaciones artísticas de personajes como Lanchita Bissio o el Teto Medina en el Videomatch original de hace veinte años: gracias a la ilusión de pertenencia colectiva en un grupo cerrado de amigos. Como si fuera una ampliación gigantesca de una reunión de amigos filmada por uno de los partipantes -en la que hasta los espacios culinarios han desaparecido-, La cocina del show se basa en un simulacro de espontaneidad, en la exhibición de mujeres atractivas no excesivamente sexualizadas (a diferencia de Bailando por un sueño, el programa apunta claramente a un público más "familiar" y las confesiones sentimentales de invitados y conductores tiene un tono casto e infantil), y en un entusiasmo desmedido alrededor de lo irrelevante.

El conductor Mariano Iúdica es razonablemente simpático -sobre todo, cuando se lo compara con otros conductores de programas subsidiarios de Bailando por un sueño, como el inexplicable Juan María Listorti- y casi un deportista olímpico a la hora de lo que en la jerga televisiva se llama "remar", es decir, llenar los espacios de continuidad vacía apelando a cualquier recurso. Teniendo en cuenta que La cocina del show es prácticamente un show vacío de atracciones o entretenimientos propiamente dichos, el "remo" de Iúdica es su motor vital, y se traduce en un recurso casi único: el avance lleno de expectativas armadas a fuerza de adjetivos superlativos ("increíble", "nunca visto", "im-pre-sio-nan-te") de cualquier puerilidad que se vaya a presentar luego. Y no utilizamos el término "pueril" en referencia a la escasa calidad de la actividad creativa que se presenta, sino en la inexistencia absoluta de una actividad propiamente creativa.

Posiblemente muchos de los televidentes de La cocina del show sean de la clase de gente que toma como una ofensa personal cuando, en alguna de las cada vez más escasas películas para adultos, el director se toma dos o tres minutos para realizar un plano más bien silencioso y estático, aunque significante. Sin embargo, a esos mismos televidentes no les preocupa cuando en La cocina del show el programa, literalmente, queda congelado en el vacío, dedicando tres o cuatro minutos a enfocar -sin intervenciones verbales de los conductores- a los presentes en el estudio bailando -al ritmo de una banda generalmente ignota- sin coreografía y sonriendo a la cámara. Y eso se prolonga, con interludios verbales en los que una entrevista jamás llega a ser una entrevista propiamente dicha, durante seis horas infinitas, sin ni siquiera llegar a chocar o provocar algún tipo de irritación en el espectador. Ni el más extremo de los dramaturgos del absurdo propondría algo así, y mucho menos conseguiría venderlo.

Eso no es entretenimiento

Evidentemente, a menos que se trate de un acto de suicidio comercial, el rating uruguayo de La cocina del show debe ser considerable -lo cual no sería de extrañar en un país en el que Bailando por un sueño sigue siendo, lejos, el programa más visto-.

En su famoso cuento “Un lugar limpio y bien iluminado”, Ernest Hemingway incluyó una parodia del padre nuestro que puede considerarse un antecedente nihilista del punk y que dice: “Nada nuestro que estás en la nada, nada en tu nombre, tu reino nada, tú seras nada en la nada como en la nada. Danos esta nada de cada día y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nada; pues nada”. Eso es, esencialmente, La cocina del show: un auto con el motor rugiendo y las ruedas girando en el aire, absolutamente inmóvil pero lleno de pasajeros sonrientes y colmados de expectativa por llegar a alguna parte, admirando el estático paisaje. Tal vez un modelo del futuro de la televisión y casi una invitación directa a bajarse e irse caminando en cualquier otra dirección.

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