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Hilario Barrera, en su taller.

Foto: S/D autor

Música para un maestro

4 minutos de lectura
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Homenaje al luthier Hilario Barrera en la sala Zitarrosa.

En los años de dictadura hubo faros que ayudaban a no extraviarse. Algunos con renombre, otros casi secretos. Entre ellos, gente que mostraba otra manera de vivir, nada menos. Entre ellos, Hilario Barrera, quien además resultaba ser un luthier admirable.

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Sabrán disculpar que escriba en el borde de la primera persona, pero no me sale otro modo de contar estas cosas. El muchacho que fui desconocía que aquel veterano (aquel hombre que le parecía veterano, como cualquier mayor de 40), al que le llevó una guitarra común y corriente para que le arreglara una rajadura, podía reparar y reconstruir instrumentos a entera satisfacción de don Abel Carlevaro, faro renombrado. Si el muchacho lo hubiera sabido, probablemente no habría osado aceptar que Hilario también le metiera mano a una eléctrica casera bastante lamentable, comprada en la feria de Tristán Narvaja.

Igual era un atrevimiento, porque sí sabía que el veterano había hecho aquella guitarra tan rara, sin cenefa alrededor de la boca, de Rubén Olivera, que sonaba tan bien. Pero no me imaginaba que la primera obra de sus manos, a fines de los años 60, había sido para Daniel Viglietti, un faro prohibido por aquellos años.

El muchacho tenía la vaga noción de que Antonio Pereira Velazco, el que le había enseñado el oficio a Hilario, era un luthier importante, pero no sabía mucho de luthiers. Todavía le parece que habría que inventar una palabra más criolla que “luthier” para gente como Hilario. En la casa de la calle Ejido a donde le llevó la guitarra rajada, como en el rancho cerca de Pando a donde la fue a buscar más de un año después, habría sonado muy raro el francés mientras resoplaba el primus.

Fui a buscar la guitarra que le había llevado pero me llevé otra. El hombre me explicó, con una humildad insólita, que le había sacado la etiqueta original, sin ponerle la suya porque él no la había hecho, pero que ya no era la Jaime Cortez que me habían comprado en Palacio de la Música cuando cumplí 15 años. Y era, nomás, otra cosa muy distinta, tal vez por obra de sutiles varillitas y rombos, que había dispuesto con sabiduría donde tenían que estar para que me sobrara guitarra desde entonces.

(Hace unos años la ex Jaime Cortez empezó a mentir. Cerca de la unión del brazo y la caja, las notas en las dos primeras cuerdas se perdían en la dimensión desconocida. Se la dejé a un luthier renombrado con razón, que me dio el pésame. Aquello, a su entender, no tenía vuelta. Pero tenía. La llevé al rancho y en un par de días estuvo pronta. Hilario no me contó cuál había sido la enfermedad ni cómo la curó. “Capaz que me extrañaba”, dijo.)

Quizá por su oficio, el hombre se toma su tiempo para escuchar. Y para pensar antes de hablar. Y para decir sin que sobren palabras. Se aprende mucho al conversar con él. Para empezar, se aprende la paciencia. Y mucho más.

Cuando uno escucha “autodidacta” no supone, por ejemplo, que va a estar hablando con un tipo, a mediados de los 80, sobre el rumbo que tomaba alguna estrellita del “canto popular”, y el tipo se le va a descolgar con que el otro día hubo apagón y como la luz del farol no le alcanzaba para lo que estaba haciendo se puso a releer a Platón, y ahí le va a citar una frase absolutamente adecuada para comentar lo que ya se sabía en aquel tiempo sobre la desdicha del artista que complace al público...

No era casualidad que un Jorge Lazaroff, enorme faro entonces y todavía, respetara tanto a Hilario, que también le hizo una guitarra. Como a Washington Carrasco, a Numa, a Larbanois, a Ramiro Agriel y a Amílcar Rodríguez Inda, gente con criterio para elegir. Dice la gacetilla de prensa que ha construido más de 120 guitarras y reparado cientos más, además de violines, violonchelos y contrabajos y vaya uno a saber qué otros instrumentos de cuerda. Todo le interesaba.

La gacetilla de prensa circula porque hoy a las 21.00, en la sala Zitarrosa, se le hace un homenaje a Hilario Barrera. Están anunciados Carrasco y Cristina Fernández, Carlos Benavides, Rubén Olivera con Diego Kuropa Kuropatwa, Agriel y el Trío Gandhara. Podrían ser muchos más. Viglietti tuvo que viajar pero dejó un mensaje grabado.

Hace unos años, cuando le llevé la que no tiene etiqueta, me dijo que ya no le hacía guitarras a cualquiera, que les pedía que tocaran. No porque quisiera trabajar para virtuosos, sino simplemente para ver si tocaban con gusto.

Hilario tiene la enfermedad de Parkinson y ya no puede trabajar. Una prueba más de que la justicia no crece sola en este mundo.

Para llegar al rancho hay que bajarse del ómnibus a la altura del muñeco grandote de Michelin, donde estuvo antes una fábrica en la que Hilario trabajó muchos años, arrimarse al boliche El Gallo y preguntar. Todos lo conocen, pero sería bueno que lo conociera más gente.

En mayo de este año la Junta Departamental de Canelones le entregó una medalla y un diploma “en reconocimiento a su aporte a la identidad cultural del pueblo uruguayo”, y en los mismos días le habían hecho un recital de homenaje en Barros Blancos, dice la gacetilla. En 2002 la gente de la Fundación Lolita Rubial tuvo el buen criterio de entregarle un Morosoli de Plata “por su aporte al Uruguay cultural”. No sé cuántos sabían quién era.

Hay que admitir que el hombre no se ha dedicado al marketing de sí mismo y que siempre fue, digamos, un poco bohemio. Quedó un sillón afuera del rancho y le creció encima una enredadera tupida. Lindísimo estaba. No vayan a pensar que era descuido nomás; con el tiempo uno ve que ciertos gestos pueden ser parte de una estrategia.

Me contó una vez que cuando empezó a dejar guitarras suyas para vender por ahí, le daba un poco de fastidio pensar que las podía comprar alguien que no apreciara el sonido. Y que las terminaba así nomás por fuera. No feas, pero casi como descuidadas. Lo suficiente para que no se las llevaran por ser lindas.

Lo contaba con un poco de desgano, como si no fuera algo muy importante. No me animo a pensar cuánta gente conozco capaz de hacer algo así, algo que condense tanto respeto por un oficio y esa especie de coraje hondo y sin aspavientos.

La gacetilla dice “porfiados principios éticos en su arte”. Sí, más bien. En el primer párrafo dice “luthier admirable” y podría no decir “luthier”.

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