La historia de José Artigas sigue sumando contradicciones 191 años después de que abandonara el territorio luego constituido en el país que lo designó prócer. El único dato cierto conocido (o confirmado) en los últimos tiempos fue la disposición del general Fructuoso Rivera a asesinarlo, de la que quedó constancia en una carta de 1820 hallada por el investigador uruguayo José Eduardo Picerno en archivos de Argentina y dada a conocer por el periodista Roger Rodríguez en La República. Casi todo lo demás ya estaba escrito, y de lo que no se sabe sólo se puede callar, especular o debatir en aulas, mesas de boliche y prosaicas columnas periodísticas.
Las mitologías nacionales se alimentan en el sistema educativo, en los medios de comunicación y en las artes. El valor de Artigas-La redota, dirigida por César Charlone, es que se trata de la primera película al respecto. Su virtud es no prometer novedades. No redunda, sino que suma información y mitos ya existentes, e incluso se juega en la elección entre opciones discordantes para trazar una “verdad” del siglo XIX cuyas lagunas son imposibles de llenar desde el siglo XXI.
Los historiadores y aficionados que aúllan al cielo por sus errores reales o supuestos están en todo su derecho. Pero esto es cine, y resulta un ejercicio inútil exigirle precisión a una película sobre el pasado remotísimo, como sí era lógico exigírsela, por ejemplo, a Matar a todos (con libreto de Pablo Vierci, quien coguionó con Charlone Artigas-La redota), sobre un episodio reciente que aún tiene consecuencias. En un caso como éste, quien desee fidelidad histórica que se la pida a Mel Gibson, que sabe hacer películas habladas en lenguas muertas.
Charlone y Vierci logran eludir un compromiso así de pesado al movilizar el relato reflejándolo en otro, el de la creación del primer retrato de Artigas a manos del pintor Juan Manuel Blanes por encargo de Máximo Santos, como si alertaran que el del óleo es tan ficticio como el de celuloide y su versión tan caprichosa como la de un dictador. Esta versión de Artigas es válida, tan válida como las otras. Es la de un Artigas, en fin, bastante progre, que se niega a llamar “gauchos” a los “paisanos” (porque son “productivos”, no “vagos”), un Artigas de asamblea, bastante político en el sentido actual del término, con un discurso que adapta a cada interlocutor hasta que se queda sin salidas o ese interlocutor lo abandona. Un Pepe Artigas que abraza culebras que lo terminan mordiendo.
También se trata de un Artigas “léido”, que conocía el ensayo Utopía, de Tomás Moro, un cura católico inglés que sirvió a Enrique VIII hasta que lo condenó a muerte por negarse a acompañar a este rey mujeriego en la fundación de la Iglesia Anglicana. El librito del hoy enésimo Santo Tomás es una de las raíces de todos los socialismos, si bien también lo reivindican la democracia cristiana y ciertas derechas. Para el siglo XIX, la palabra “utopía” ya estaba integrada en el vocabulario popular.
El término parece hoy monopolio izquierdista, y eso refuerza el tono progresista de la película. Sin embargo, la letra “U” que aparece y reaparece y que talla Artigas en una rama parece remitir, más bien, al nombre del país. No se refiere ni al Club Urunday ni al Urreta, sino a Uruguay, como si el héroe nacional ya tuviera en la sesera el país al que nunca vio. Es decir que Charlone y Vierci toman partido por una de las versiones más discutibles del origen de la nacionalidad.
La película rechaza la idea de que este país nació porque les convenía a otros (británicos y brasileños, asistidos por el diplomático y lord John Ponsomby) y se consolidó como nación décadas después. Por el contrario, refuerza la idea de una nacionalidad parida en el Éxodo. Y ese parto, esa redota cinematográfica, sí que parece del siglo XXI, a pesar de las moscas, el cuero curtiéndose al sol y el vestuario: una redota multiétnica y multicultural, una especie de campamento en el Polonio pero sin océano, donde los hombres se hacen bromas con buena onda como en la cantina de un club de basketball, donde Ansina curte capoeira y no le ceba mate al jefe sino que lo toma solo, donde las mujeres hacen alegatos feministas en duelo de payadores. Una exageración que arde en un país que todavía discute la despenalización del aborto.
Ya se sabe que Artigas era bagayero. El Cuarteto de Nos confirmó que solía agarrarse unos pedalines de novela, como todo varón adulto de esos tiempos. En ese sentido, el gran paso adelante de esta película, y no hay historiador que pueda ponerlo en duda, es que muestra a niños y niñas, jóvenes, hombres y mujeres de Uruguay a un Artigas que coge y disfruta. A un Artigas que, aunque sea en unos poquitos fotogramas, orgasma y grita. A un Artigas que elegía con su compañera, al menos esa vez, prescindir de la posición del misionero. A un Artigas que usa el cuerpo no sólo para guerrear y poblar los campos, sino por puro placer. Y mucho mejor aún: si alguien se quejó por eso, nadie le dio bolilla. Esto sí que es progresismo, progresismo del bueno.