En los primeros cinco minutos nos enteramos de que la joven y más querida princesa de Inglaterra fue secuestrada, de que sus captores han diseminado en la web -especialmente en Youtube y Twitter- un video con ella, atada, en pleno llanto, leyendo las peticiones de los captores, y de que la exigencia del rescate no es monetaria sino performativa: que el primer ministro sea filmado y transmitido en vivo, en cadena nacional, teniendo sexo con un cerdo.
Ante tal bizarra y masiva introducción, lo primero que uno podría pensar como espectador es que le están tomando el pelo o que está ante una serie de humor negro -cuando no un sucedáneo más zafado de Saturday Night Live o Monthy Python-. Sin embargo, la británica Black Mirror es seria, serísima, y en ninguno de los tres capítulos que conforman la miniserie parece interesada en alegrarnos el día, hacernos reír o darnos al menos un respiro.
Dios salve a la princesa
Los tres capítulos que conforman la serie son independientes entre sí y mantienen una continuidad más que nada conceptual, tomando en cuenta el hecho de que no sólo se centran en personajes diferentes, sino que también ocurren en distintos marcos históricos, casi, por así decirlo, en mundos separados e independientes. "The National Anthem", el primer capítulo, al que aludo al comienzo de esta nota, posiblemente sea el más redondo de la serie, demostrando cómo, al introducir una variable absurda a una realidad aparente o plausible, se puede desmontar el sistema de espectacularidad actual en el que estamos.
Ante todo, el primer capítulo no trata sólo de la responsabilidad y angustia de un primer ministro acosado por un mandato inverosímil -el de la televisión, cíclope caníbal-, casi como si fuese uno divino, como la encarnación definitiva del Gran Otro, sino sobre la definitiva derrota del gobierno como garante controlador de las redes sociales.
En "The National Anthem", ante cualquier movimiento que el gobierno inglés intenta dar, la prensa, pero específicamente esa masa amorfa de tuiteros independientes diseminados a todo lo largo del mundo, se adelanta un paso, entorpeciendo cualquier procedimiento de inteligencia. Es casi como la inversión radical y pesadillesca de Wag the Dog (en Latinoamérica conocida como “Mentiras que matan”, o “Escándalo en la Casa Blanca”) en la que Conrad Brean (Robert De Niro), intentando ocultar un escándalo sexual del presidente de Estados Unidos, contrata a Stanley Motss (Dustin Hoffman), un productor de Hollywood, para que construya una noticia falsa sobre un movimiento terrorista albanés, a modo de levantar una cortina de humo que salve una futura reelección. Lo que en la película funciona bien, demasiado bien, en el primer capítulo de Black Mirror hace agua por todos lados, incluso cuando, en un dispositivo similar al de la película citada, se contrata a un actor porno para que tenga sexo con el chancho, intentando manipular la imagen y cambiar el rostro del actor por el del presidente vía computadora. El plan falla desde el mismo momento en que en Twitter circula el rumor y llega tempranísimo a oídos de los secuestradores.
Chiste interno
Mientras que el primer y el tercer capítulo son de una estética y narrativa ballardiana, "15 Million Merits" -el segundo- ocurre en un universo más orwelliano (aunque con la misma mala leche que caracteriza la serie), en el que la gente vive en prisiones de televisores plasma, en las que no hacen otra cosa que pedalear para ganar créditos, los cuales pueden canjearlos por elementos puramente virtuales, como enviar regalos electrónicos o decorar de algún modo su avatar -la fisonomía que adoptan en sus intercambios virtuales (y, en definitiva, su único contacto social).
Quince millones de créditos son los necesarios para tener una chance en un programa del estilo de American Idol, en el cual tres jurados -con personalidades bastante isomorfas a las de las insignes estrellas del reality yanqui- juzgan con total falta de misericordia a los aspirantes (ante un público extensísimo que no aparece en el set sino como la misma materialización de esos avatares). Más allá de esto, hay un personaje que intenta quebrar esos muros que alienan no sólo su vida sino la del mundo entero.
Tras juntar los 15 millones y lograr una chance en el programa, el personaje intenta hacer una violenta declaración en cadena nacional, colocándose un vidrio roto en la yugular e insultando todo el sistema perverso que lo sostiene, sólo para, luego de un silencio atónito de los jurados, ser aplaudido por su performance, ofreciéndosele un espacio en la televisión donde podrá denunciar todo esto, una vez a la semana.
El cinismo de esta vuelta de tuerca adquiere otra dimensión cuando tenemos en cuenta que la serie (llevada a cabo por Charlie Brooker, agudo y ácido periodista político de The Guardian) está producida por Endemol, los creadores de Gran Hermano. Ampliando el lente, puede sorprender encontrarse con una serie predecesora de Brooker, llamada Dead Set, que trataba nada más ni nada menos que sobre la resistencia a una invasión zombi por parte de unos participantes de Gran Hermano.
El cine inglés siempre se caracterizó por su humor amargo, muy consciente de sí, y la idea de hacer un cautionary tale sobre los peligros de a qué extremos se pueden llevar los realities, utilizando como productor a la figura más representativa de los realities del mundo, recuerda un poco al chiste interno de Ricky Gervais en Extras, en donde mostraba cómo una idea original podía irse deformando hasta convertirse en algo realmente diferente de lo que se había pensado en un comienzo.
Erotización del registro
Si bien el segundo capítulo no era tan sólido y tenía algunos lugares distópicos comunes, el tercero iguala al primero y en algunos aspectos resulta aun más contundente. “The Entire History of You” sucede en un futuro bastante más actual, en el que las personas hacen uso de una prótesis memorística conectada del cerebro a su retina, en la que pueden grabar -y reproducir no sólo para ellos mismos sino para otras personas- todo lo que pasa en sus vidas.
Al principio, parecería que la película indagara sobre las formas de control de un gobierno capaz de saber a ciencia cierta todo lo que pasó en la vida consciente de alguien, pero pronto nos damos cuenta de que el verdadero foco recae en las relaciones humanas. ¿Cuándo la capacidad de almacenar recuerdos -entiéndase por ello absolutamente todo- deja de ser un dominio sobre las limitaciones de nuestro cerebro para convertirse en la verdadera jaula en la que nos quedamos encerrados?
Lo que parece seguir este último capítulo (una especie de híbrido entre La conversación, de Francis Ford Coppola, y el cuento “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, de Raymond Carver), y que en cierto punto retoma lo que se empezó manteniendo en el primero, es la definitiva erotización del registro. Actualmente, con dispositivos como la nueva interfaz de Facebook, en la que uno puede ver y recordar exactamente lo que dijo o sintió varios años atrás, parecería subvertir silenciosamente la forma en que percibimos nuestro pasado.
En los viejos tiempos, al no haber un registro claro del pasado -al menos no tan claro y preciso como el actual-, uno debía construir narraciones, incluso recuerdos tapones, no necesariamente verídicos, que dieran consistencia a la identidad. Cuando hay un registro que puede decir esto por nosotros sin que debamos recurrir a nuestra capacidad natural de evocar, la relación con nuestro pasado y con el tiempo en general queda completamente dislocada.
Esta erotización del registro no sólo la vemos en nuestra vida, sino también en los medios televisivos, en el actual auge de programas sucedáneos de Perdona nuestros pecados, Caiga quien caiga o TVR (y las versiones uruguayas Bendita TV y Sonríe, te estamos mirando), que tienen su fundamental enganche libidinal en la idea de poder demostrar cómo determinada persona pública no resiste el archivo (por ejemplo, un político defendiendo una medida que después demonizaría, sin hacer un mea culpa).
Lo que podía parecer en un comienzo una superficie de inscripción en la que se filtran los pecados de las figuras más jerárquicas de la población eventualmente termina develando otro oscuro modus operandi, la idea de que no hay pasado posible, en tanto todos somos capaces de ser enfrentados a nuestras propias palabras. Es decir, empieza a tener más valor el registro que la experiencia en sí. Es así como, por ejemplo, en el tercer capítulo de Black Mirror la pareja prefiere hacer el amor reproduciendo en su retina jornadas de sexo en las que rindieron mejor, ya ni siquiera la clásica imagen de pensar en otra persona, sino simplemente volver a un tiempo en el que esa misma pareja tenía algo más fogoso.
Slavoj Zizek en La plaga de las fantasías plantea cómo, desde que comenzó a grabar en VCR películas que le gustaban, terminó viendo muchísimas menos que en los buenos viejos tiempos de la televisión. Plantea así cómo la misma noción de que los films que le gustan están siendo archivados en una biblioteca le da satisfacción, como si el VCR, en cierto modo, estuviera viendo las películas por él, en su lugar. “El VCR aparece acá como el Gran Otro, como el medio de registro simbólico”.
Algo muy similar puede decirse del primer capítulo de Black Mirror. En la actualidad, cuando, tal como decía Lacan, todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, la exigencia a la máxima visibilidad se torna un imperativo que atraviesa todos los órdenes de la vida. Éste es el punto más oscuro del espejo negro. Las redes sociales en su libre circulación no son el agenciamiento libertario y socializador que un montón de gurús new age o ciberpunks pretenden que sea, sino un espacio en el que, a medida que ponemos más de nosotros mismos, o llevamos al foreground aquello que debía permanecer en el background, terminamos siendo hablados por este medio, perdiéndonos, desintegrándonos.
Lo que hace de Black Mirror un producto fundamental de su época es la forma en que ha podido captar un sentir y una forma de existir actual, y más que nada poder comprender una tecnología como casi ninguna otra serie o película lo ha hecho. En tiempos en los que la industria cinematográfica se ha mostrado prácticamente entumecida, con pocos títulos dignos de mención y un montón de refritos y adaptaciones, las series han demostrado ser los principales caballitos de batalla, el verdadero espacio en el que las cosas parecen estar siendo dichas y discutidas.