Organizado, como desde 2004, por los departamentos de Teoría y Metodología Literarias de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar), el coloquio comienza hoy a las 10.00 en dicha facultad, donde se desarrollará hasta mañana, con una mesa inaugural a cargo de Roger Mirza y Emilio Irigoyen, y cierra el sábado a las 20.00 en el Teatro Solís (sede del último día de actividades) con la presentación del libro Territorios y fronteras en la escena iberoamericana, que recoge las ponencias del anterior encuentro.
Si la publicación de lo debatido es una de las tradiciones del coloquio, otra es la convocatoria de decenas de invitados extranjeros. Con mesas que abordan la temática de los 90 desde diversos ángulos -intervenciones urbanas, humor, historia, creación colectiva-, habrá un especial énfasis en la actividad en Buenos Aires. Investigadores como Jorge Dubatti, Carlos Fos y Halima Taham son sólo parte de la extensa comitiva que llega hoy a Montevideo.
Y aunque predominan los académicos, no faltarán los creadores: la última mesa redonda, por ejemplo (el sábado a las 17.30 en el Solís) reúne a María Esther Burgueño con Gabriel Calderón, Marianella Morena, Carlos Rehermann, Iván Solarich y Héctor Manuel Vidal. “Buscamos crear un diálogo entre creadores e investigadores. La idea es consolidar y apuntalar la formación de críticos, teóricos y creadores. Al mismo tiempo, el coloquio es una ventana al teatro de otras partes, pero no desde la creación sino desde la crítica. Por eso lo ideal es coexistir con el Festival Internacional de Teatro, como el año pasado, pero eso ocurre solamente cada dos años”, puntualiza Mirza, con quien conversamos.
-¿Por qué el cambio en la convocatoria de un tema a una época?
-En realidad el eje antes era temático, pero no era obligatorio circunscribirse al tema propuesto. Ahora por primera vez es obligatorio. La del 90 es una década clave porque cierra de alguna manera lo que fue el teatro de la inmediata posdictadura (que se prolonga hasta hoy quizás). A partir de los 90 empieza a emerger un nuevo tipo de teatro, que podríamos llamar de jóvenes dramaturgos y directores al mismo tiempo. Buscan un teatro que genere estados, situaciones, y no lo narrativo o anecdótico. Además, predomina la presencia del cuerpo de los actores en escena y el contacto con el público, a nivel sensorial y emocional y no puramente discursivo. Es el teatro cuyo modelo son Ricardo Bartís, el grupo Caraja-ji, que incluye a Mauricio Kartun, Rafael Spregelburd, Javier Daulte, y también incluye al Periférico de Objetos, de Daniel Veronese. Es un teatro que mira modelos europeos como de Veronese, un teatro que mira modelos europeos Heiner Müller, a Eugenio Barba o a Tadeusz Kantor, Peter Brooks y Ariane Mnouchkine, entre otros.
-Nombraste a teatreros argentinos. ¿Qué pasó del lado uruguayo?
-Solarich, Percovich, Morena y Roberto Suárez son los que mejor encarnan y prolongan ese teatro. Como vemos, hay varias edades mezcladas, pero de alguna manera en los 90 ese grupo tiene una irrupción fuerte. Podríamos agregar, si los tomamos como duplas duraderas, a María Dodera como directora y a Gabriel Peveroni como autor, y a Sandra Massera y Carlos Rehermann, también como directora y autor. Pero los otros que mencioné son frecuentemente dramaturgos y directores. Tiene que ver con que se invierte la relación texto-espectáculo: el espectáculo nace en escena y se escribe después, por la preeminencia de las tensiones sensoriales que se producen en escena. La dramaturgia se contruye a partir de allí. Bartís lo llama también teatro de estado o teatro de energía, por oposición al teatro de conceptos.
-¿Sergio Blanco no es de esa década?
-Sí, pero es aparte, porque es un dramaturgo, no un director-dramaturgo. En cambio, Álvaro Ahunchain comienza a fines de los 80 pero se inscribe bien en esta corriente. En su Macbeth los espectadores terminaban aplaudiendo desde el escenario a los actores, que estaban en las butacas. Rompió varias convenciones de la disposición del escenario.
-Mencionaba a Blanco por su uso de espacios no tradicionales.
-Sí, hizo un Shakespeare en el castillito del Parque Rodó y Cyrano de Bergerac en un depósito. Pero es muy distinto a esta gente, empezó con esas dos obras pero luego se transformó en dramaturgo y punto. Por otra parte, el uso de espacios no tradicionales se acentúa en los 90, sin lugar a dudas, pero existía desde antes. En todo caso, en los 90 se transforma en una forma con múltiples representantes. Enrique Permuy, que se separa de La Comuna y funda La Casa de los Siete Vientos, hizo una adaptación de Popol Vuh en la explanada de la Intendencia y Ubú en la explanada del Solís. A partir de Barba, tanto Solarich como Permuy empiezan, antes de los 90, a hacer ese tipo de teatro. En los 90 se diversifica y se multiplica el teatro fuera de la sala, o un uso no tradicional de la sala. El silencio fue casi una virtud fue una creación colectiva dirigida por María Azambuya que utilizó el escenario grande el El Galpón: hizo un círculo de almohadones, colocó a los actores dentro y al público alrededor. Antes de eso hay ensayos de ese tipo en La Comedia Peñarol, que arranca en 1988 e hizo espectáculos muy removedores en cuanto a la relación con el público y el espacio. No se puede dejar afuera en esto a La boda, de Brecht, dirigida por Héctor Manuel Vidal en la sala Zavala Muniz vieja: los espectadores asistían como invitados del matrimonio que se casaba, se repartían sándwiches y masitas, había baile, y luego la obra seguía. Igual Las mágicas noches bailables de Pepe Pelayo, sátira de los bailes del Palacio Salvo, con texto de Alberto Paredes y Ana Magnabosco y dirección de Dumas Lerena.
-¿Los 90 marcan una distensión en el tema de la dictadura y la historia reciente, como en la literatura?
-No diría nunca que se deja atrás el tema, pero se le superponen otros y empieza a complejizarse. En la conferencia inaugural de hoy, que compartiré con Emilio Irigoyen, voy a decir que en teatro hay que hablar, más que de sistema, de polisistema, porque incorpora textos en otras lenguas, de otras culturas, que se adaptan al sistema local, se reciben elencos de otras partes, interactúan un sistema central y otro periférico. Intervienen además no sólo gente del teatro y la literatura, sino también plásticos y músicos. Últimamente, además, las apropiaciones de obras de otras culturas han crecido en riqueza. Se toma la obra y también la biografía de un autor, o se dialoga con el nudo dramático de una obra, como hizo Veronese con Ibsen o como hizo Percovich con su Chaika y La gaviota de Chéjov. Este año Marianella Morena hizo una Antígona en base a textos de ex presas, con fragmentos de Sófocles y con el esquema del coro, pero sin actrices, sino con las antiguas detenidas. Se ve una síntesis de varios hilos: el teatro de la posdictadura que intenta elaborar el tema, luego la dramaturgia contemporánea que intenta mezclar en bruto historia viva y ficción, y lo otro es la presencia física fuerte: están las propias presas contándonos su historia. Ya no hay ficción, es realidad pura, o un recorte de ella. Volviendo: claramente se puede hablar de un polisistema, no sólo acá sino en todo el mundo.
-Hay muchos conferencistas brasileños. ¿Los 90 son parecidos allí?
-Sí, los brasileños tienen mucho apoyo de sus universidades para concurrir a encuentros como éste. No puedo opinar mucho sobre teatro brasileño, porque habría que ver de qué ciudad estamos hablando. Sin duda en los 90 hubo movidas importantes. Vamos a tener algunos trabajos sobre el Teatro da Vertigem, que hacía sus representaciones en un río convertido en cloaca en San Pablo, con los actores en un barco o en un muelle o en el agua nauseabunda. Hicieron un teatro en iglesias, en la calle, pero no espectáculos callejeros tradicionales, de clown o así, sino renovadores. André Carreira analiza a este grupo y señala cómo cambió la experiencia de la ciudad: sus espectáculos hacen que miremos la ciudad de otra manera.