Asuntos del falsificador (1997-1998) es el título del libro que recientemente acaba de publicar el experimentado poeta John Filiberto (San Gregorio de Polanco, 1952). Y ojo, no es lo mismo decir esto que: Asuntos del falsificador (1997-1998) es el título del libro que recientemente acaba de publicar el experimentado poeta Washington Benavides (Tacuarembó, 1930). Se trata de personalidades literarias distintas, aunque ambos vates convivan dentro de la casa del último. No son los únicos: una gran familia de poetas habita en la vasta obra de Benavides, una “sociedad de poetas vivos”, tal como la definió Elder Silva en una entrevista que le realizara al Bocha en 1991 y que en su momento fue el punto de partida para comenzar a entender a ese grupo de sujetos impulsados desde una plataforma común, desde una capacidad imaginativa y lúdica privilegiada en nuestras letras.
Su obra édita abarca una treintena de poemarios (sin contar las publicaciones en prosa), a la cual hay que agregarle una intensa y prolífica labor trovadoresca que se encuentra refrendada por un cancionero de más de 300 composiciones, muchas de ellas interpretadas por figuras como Zitarrosa o Darnauchans. Así como el portugués Fernando Pessoa convivió con sus heterónimos Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis, Benavides hace lo propio con los suyos: Xoan Zorro, Pedro Agudo, Julio Bordenave (su novela metafísico-policial se perdió “entre los anaqueles de una editorial”) y John Filiberto. Hablamos de personas (de “pessoas”), identidades poéticas creadas por el autor cuyo lenguaje/vida/voz es individual y diferente a la de los demás.
No es momento de referirse a las poéticas de Zorro o de Agudo, o incluso a la de Benavides y sus múltiples cruzamientos; simplemente basta con remitir al lector a tres trabajos bien documentados -el de Ricardo Scagliola (prólogo a Amarili y otros poemas, de Pedro Agudo, 2007), el de Gerardo Ciancio (prólogo a Doce canciones amorosas, de Xoan Zorro, 2010) y el de Luis Bravo (Voz y palabra: historia transversal de la poesía uruguaya, 2012)- que han actualizado la actividad incesante de estos inquietos heterónimos.
Washington, yo y mi otro yo
John Filiberto, “discípulo en Bachillerato […], profesor luego de Dibujo”, es el inquilino que más contradice y combate a Benavides. Descarga desde su trinchera una batería de versos reflexivos y metapoéticos cuya obsesión en el desarrollo de los 28 poemas que componen este libro es la palabra, o bien, el lenguaje. Erudito y por momentos enciclopédico, pero no por eso oscuro o complicado, Filiberto construye su poesía como si fuese un colorido mosaico, pues trabaja mucho con lo que se “ve”: “Venía la muchacha de la feria / con una cesta de cebollas. / Venía ella y el poema logrado / centelleante / de metáforas redondas / bienolientes; / senos de niña / ampollas de rocío”. Todo el tiempo apela a su interlocutor (¿Benavides/los demás heterónimos/el lector?) y lo interpela, rezonga o aconseja, y en definitiva lo convierte en un personaje más del poema, que muchas veces culmina con un desafío a ese “otro”: “Vamos a ver cómo te las arreglas”; o con una advertencia del tipo “ten cuidado”; o con una orden manifiesta: “No me contestes, por ahora”; o con un juicio: “No voy a repetirte lo que eres”. Sin perder nunca la ironía o el guiño de humor, la personalidad poética de John Filiberto es verborrágica y pendenciera.
Para hacer reptar su presencia en el papel, Filiberto propone una estrategia que se emparenta -tenue pero no casualmente- con la que utilizaba el diabólico heterónimo Gaspar de la Noche, que compartía casa espiritual con un sufrido y talentoso poeta francés del siglo XIX, Aloysius Bertrand. Salvando las distancias, pues Gaspar utilizaba el género de la prosa poética -fue quien lo inventó–, tanto Filiberto como él comparten procedimientos técnicos: a través de citas, lugares, personalidades históricas, y una gran cantidad de referencias a otros escritores u artistas de varias épocas que permiten un dialogo plurireferencial con y desde la escritura (en el caso de Gaspar los maestros se ligaban a lo pictórico), el lector no sólo tendrá la oportunidad de asistir a la lectura de un poema, sino también al planteo de una “historia” y a cómo la voz del poeta, lírica y ecléctica, va tejiendo los caminos compositivos. El poema como una “composición” (o “pieza”, si habláramos de Gaspar) es una de las preocupaciones más notorias de Filiberto, patente en poemas como “Las palabras”, “Los responsables”, “Esperando el Motz” y “Sobre fiscales y acusados”, entre otros.
En Asuntos del falsificador el escenario está dispuesto para que el poeta discuta desde varias aristas el origen y el sentido del poema como representación del sujeto, y también para que exponga y erosione las facetas contradictorias del autor “padre” (Benavides) y las trampas de un lenguaje que ambos están obligados a utilizar de maneras distintas. Pero fundamentalmente, se aprecia la corteza lírica de una voz propia, la de Filiberto, cuyo metal angular se encuentra templado al calor de imágenes certeras y bellas. A través de un registro sólido y maduro este poeta logra despegarse con creces del resto de los heterónimos, gracias a una verdadera independencia “vocal”. De otro modo no sería capaz de escribir versos tan efectivos como estos: “cuando una noche del campo / se te fueron los ojos al otro campo inmenso, / y en el oscuro resplandor de la Osa Mayor, / La Cruz del Sur, de Betelgeuse, / se te apretó el estómago, y el corazón / tembló en su cárcel de huesos. / O aquella noche junto al Atlántico vinoso, / cuando en la mutación de sus renglones / leíste tu destino, / y descifraste el pacto que te liga / con el tiempo. Mortal, entonces, / ¿cómo encontrar las cosas duraderas: / pirámides, legiones chinas, / trilobites impresos en la piedra, / bisontes rojinegros de Altamira?”.