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Juan Ignacio Fernández Hoppe

Foto: Nicolás Celaya

El astronauta

5 minutos de lectura
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Con Juan Ignacio Fernández Hoppe, documentalista.

Las flores de mi familia es un documental de Juan Ignacio Fernández Hoppe, quien retrata los conflictos de su familia a la hora de tomar una importante decisión -adónde irá a parar su abuela, de más de 90 años, tras la decisión de su madre de mudarse con su nueva pareja-. Teniendo en cuenta que la película tendrá su merecida premier en el XVº Festival Internacional de Punta del Este, aprovechamos la oportunidad para hablar con el director sobre los avatares que uno atraviesa cuando filma películas con las que está hondamente involucrado.

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-Tres, la próxima película de Pablo Stoll, plantea que, en definitiva, toda familia, en cualquier circunstancia, va a ser una resolución de tres. En tu película también aparece ese tema, sobre los tres.

-Sí, sí. “Siempre se vive de a tres”. Es la explicación psicoanalítica de mi madre. Ése es el momento en que mi abuela dice: “No me gustan las teorías, me gusta la realidad”. Está el tres, revoloteando por ahí. La pareja no deja afuera a ese tercero, pero lo incluye de otra manera. Pero en la película esta inclusión parece difícil.

-Pero en la película en realidad ese tercero sos vos…

-El tercero soy yo. Ése es otro triángulo. Los hombres están fuera de cuadro en la película. Está ese personaje al que varias veces se refiere, pero nunca aparece en cuadro, que es el futuro marido de mi madre. En la película mi abuela dice: “Si no hubiera aparecido este personaje, nada de esto hubiera ocurrido”. Siempre tuve mucha suerte de que se refiriera a esa persona de esa manera, porque eso, para mí, lo colocaba en un lugar más simbólico que lo sacaba de la importancia concreta de la persona. De hecho, cuando mi madre habla de tener que cortar el cordón umbilical, si bien se nota que yo tengo parentesco con ella, siempre estoy en ese lugar que mi madre define como “el astronauta”, aquel que está siempre detrás del vidrio, detrás del lente. Es ese tercero que observa y que cierra ahí.

-En el cine actual, específicamente en los documentales sobre familias, está muy de moda incluir al observador como integrante del film. Sin embargo, en tu documental se ve una intención de distanciarte de esto.

-La película la empecé a filmar antes de saber que iba a ser una película. Eso fue en 2002; yo estaba en la Católica y en tercer año: el primer año en que vos elegís la orientación que te gusta y te llevabas una cámara un fin de semana a tu casa. El ejercicio era filmar un concepto, re abstracto. Entonces yo filmé todo un fin de semana, cosas que se fueron desarrollando con el paso del tiempo. Los elementos fundamentales estaban. Alguna pelea entre mi abuela y mi madre, justo ese fin de semana el perro que se quedó en la casa mordió a mi abuela… Yo qué sé, ya estaban los elementos básicos. En ese momento, entonces, fue simplemente filmar algo, quedarse sólo con los elementos que sirvieron para su ejercicio. Por aquel entonces tenía una cámara propia con la que hice dos o tres medios en la facultad, y ya trabajaba haciendo documentales e institucionales; ahí volví a la casa materna a filmar a mi abuela sólo en el jardín.

-La película atravesó muchos procesos: ganó el Fona (Fondo para el Fomento y Desarrollo de la Producción Audiovisual Nacional) y también ganó en el Work in Progress de 2010. ¿Cuándo sentiste que tenías una película entre manos?

-Desde el principio sentí que estaba ocurriendo una película delante de mí. Yo siempre la defendí, en términos casi de una ficción. Era esa forma de filmar, del montaje, de la cámara y, en definitiva, de contar historias. Quería evitar a toda costa la estructura documental del reportaje, de los bustos parlantes y eso. Lo que me pasaba en el rodaje era que en un momento, cuando sentía que había una escena que servía, simplemente era porque me decía algo así como “esto parece una película”. También, lo que necesitaba de la ficción era que el asunto era tan comprometido emocionalmente para mí que yo realmente necesitaba esa distancia que me permitiera filmar y sobrevivir. Volviendo a la primera pregunta, podría haber editado una película que fuera mucho más metacine, porque lo que también pasó fue que a medida que fui filmando, mi abuela también fue integrando el proceso de filmar. Mi abuela en lo mismo que grababa se empezó a interiorizar preguntándome cosas que a ciertos críticos o a ciertas escuelas de cine les hubiera encantado, que se hubieran regodeado en eso: era ella preguntando “¿Estás filmando un documental o una ficción?, ¿cuál es la diferencia?”. Es decir, podría haber ingresado muchísimo más en eso. Lo que pasa, y que se ve en todas las películas que abusan de eso, es que es anticlímax total. Siempre es tentador, pero hay que tener cuidado de que a uno no se le vaya la moto con esa cosa metacinematográfica. Imaginate que en el montaje, en 260 horas había muchas películas posibles. Las escenas que me generaban la ilusión de estar frente a un largo de ficción fueron las que mandaron. Al principio, el comienzo ya lo sabía, era ese mandato de mi abuela de filmar las flores, y el final, cuando lo filmé, lo supe. No de un modo intelectual, simplemente lo sentí. Puse el principio, puse el final y a partir de ahí hay que hacer el medio. Fui poniendo esas escenas que eran una especie de grageas que iban contando la historia. Las pensé casi temáticamente.

-Sabiendo que fuiste hijastro de Mario Levrero, antes de ver la película pensé que la cosa iba a ir por el lado del metacine, como una especie de herencia metaliteraria de, por ejemplo, El discurso vacío.

-Cuando presenté el proyecto al Fona lo había dividido en núcleos temáticos. Estaban la figura del perro, de mi abuela, de la nueva pareja de mi madre y también de la cuestión familiar. Ahí justamente hablaba sobre El discurso vacío, que, de hecho, tiene como personajes a Jorge -para todos es Levrero, pero para mí siempre fue Jorge-, a mi madre, a mi perro, que se llamaba Pongo, y a mí, que aparezco brevemente como un niño rompepelotas que lo va a molestar. A mí, por ser hijo único, siempre me pasó que era un adulto más. Es algo que les pasa a los hijos únicos: quedás en el medio. Y eso pasa con la figura del mediador, en la película también queda bastante claro. Yo decía que esa necesidad de filmar era poder poner un espejo que ordenara ese caos. De hecho, cuando gané el Fona, me vino esa duda jodida de si estaba bien filmar, de poner eso en una película.

-¿Cómo te colocaste ahí?

-Si entrás tenés que jugar con las reglas de que si bien tenés esa cosa de hijo y nieto, y también eso de que sos ese cineasta que está persiguiendo la emoción, estás subordinado a cuestiones técnicas muy estrictas. Tenés que tener claro que lo que te importa más en el fondo es la película, en el sentido de que ésta funcione, de la narración. Eso incluso hasta mi abuela me lo dijo. En un momento de mucho dolor, mi abuela se enojó conmigo y me dijo: “A vos no te importa lo que pase conmigo, a vos lo único que te importa es sacar la foto”. Y me dejó realmente helado, no supe qué decir, porque en el fondo y en parte eso es cierto. Hay gente que me dice que quiere empezar a filmar, por ejemplo, a un hermano que sufre de esquizofrenia, y le digo: “Mirá, si vas a entrar a este mundo, tenés que darte cuenta de que estás haciendo una película, que vas a estar todo el tiempo negociando con tu lugar real”.

-Tu película me sugirió conciencia de composición del cuadro. En los planos hay cierta condición de naturaleza muerta.

-La propia casa, el hecho de estar filmándola, me fue permitiendo encontrar esos lugares, esos puntos de cámara donde yo podía filmar con suficiente distancia. Yo quería que se generara cierta cuestión irreal, de ficción, con los cuadros y la luz. El encuadre tenía eso, llevaba las cosas a un lado plástico, pero con los límites que me imponía el hecho de que seguía siendo un documental. Yo no podía correr una cosa, pedirle a alguien que se moviera de lugar, como un set. Sin embargo, cuando tenés la cosa seteada, cuando empezás a captar los ritmos, empezar a manejarte en el apartamento y saber dónde están los encuadres, encontrás ese punto Buscaminas, sabés que tocás ahí y se abre. Cuando encontraba esos puntos pensaba: “Yo sé que acá va a estar bien y la acción más o menos va a tener que pasar acá”. El cine, sobre todo en la búsqueda de posición de cámara, es una cosa muy física. Durante la filmación era como jugar al fútbol, yo iba a practicar todos los días, pero no sabía cuándo iba a haber partido. De repente llegaba, era la escena clave y había que estar ahí y clavar el trípode. “¿Qué hago con esta mesa?...” “No puedo ir ahí porque invado la acción…”. Las limitaciones que te imponen las propias condiciones empiezan a forman parte no sólo de la estética sino del alma de la película.

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