Tal vez una prueba de la desvalorización simbólica actual de la música popular -entendiendo como “popular” no exclusivamente la habitual estupidez del pop sino también la música folclórica, el rock, las composiciones de autor, en fin: todo el espectro de canciones que alcanzan a una porción significativa de la población con un discurso definido- fue la casi total ausencia de relación entre lo que se escucha y los movimientos de indignados o de ocupantes de Wall Street y diversas plazas del mundo. Diversas causas como la lucha por los derechos civiles, la Guerra de Vietnam, la revolución en el Tercer Mundo, la lucha contra el Apartheid o en favor de la legalización de la marihuana acumularon cientos de artistas a su alrededor intentando generar un himno -o al menos una buena canción- que extendiera las preocupaciones de esas causas a los oyentes inconscientes. En cambio la crisis actual y la evidencia de sus causas -así como el cada vez más claro advenimiento de una suerte de dictadura financiera mundial- no han tenido prácticamente ejemplos de canciones erguidas en su contra, o al menos no las ha habido de una cierta importancia.
Esto no significa que los compositores se hayan vuelto criaturas completamente envueltas en nubes de pedo rosa, incapaces de mirar algo fuera de sus protuberantes ombligos, sino que la sensación de impotencia artística y de indiferencia general es tan sobrecogedora, que buena parte de los músicos que sufren al igual que las demás personas las consecuencias de la crisis se abstienen, corridos a los ponchazos por las acusaciones de pretenciosidad, de pronunciarse en forma de canción al respecto. O si lo han hecho, el mundo no ha escuchado; mal que les pese admitir a muchos defensores de la gratuidad de las canciones, la desvalorización económica de la música ha traído consigo -en las sociedades capitalistas en las que vivimos- una desvalorización de la música en sí y de su capacidad de representación.
Los portavoces habituales de las revueltas actuales no son los artistas conocidos, sino comunicadores anónimos que utilizan como formato preponderante los mensajes breves y los eslóganes de efecto en permanente renovación. Excedería a esta nota y a los conocimientos de quien suscribe definir una mayor o menor efectividad o creatividad de los nuevos métodos; lo que vale la pena señalar es el silencio de la música. O el silencio existente hasta que una de las mayores figuras vivientes del rock decidió levantar la voz.
Ellos y nosotros
Bruce Springsteen ha sido durante sus 40 años de carrera un artista de una notable coherencia discursiva; abanderado e ícono de la clase trabajadora estadounidense, siempre incluyó en sus discos canciones sobre personajes que se cayeron del American dream. Historias sobre perdedores sin dinero en una sociedad en la que se vale por lo que se tiene, de muchachos de clase baja que envejecen en trabajos sin futuro o se dedican al crimen sin siquiera la ilusión de un final feliz. Pero a partir del incomprendido Born in the USA (1984) -y del intento de apropiación de la canción por el nefasto Ronald Reagan- su compromiso se volvió progresivamente más político en discos como The Ghost of Tom Joad (1995), que se inspiraba en el reclamo social de Las uvas de la ira de John Steinbeck, The Rising (2002), que observaba con mirada crítica a su país luego de los atentados del 11 de setiembre o Devils & Dust (2005), que era una visión aún más amarga de los tiempos de George Bush Jr. Pero nunca había hecho algo tan focalizado y furioso como Wrecking Ball, un disco dedicado en su casi totalidad a denunciar la brutalidad de la crisis financiera y sus causas, y en el que incluso abandona su acostumbrado sistema de hablar mediante personajes para adquirir un punto de vista general y de entonaciones bíblicas que recuerda al Bob Dylan militante de The Times They Are a-Changin’ (1964), actualizándolo a las miserias de hoy en día.
Wrecking Ball comienza con una canción destinada a ser nuevamente incomprendida, “We Take Care Of Our Own” (cuidamos a los nuestros) podría ser considerada a primera escucha una suerte de afirmación de egoísmo nacionalista (o de clase), pero que puede leerse más bien como un ataque a esa misma mentalidad. Pero en “Easy Money” y “Shackled and Drawn” ya queda claro que está hablando desde el lado de las víctimas de ese egoísmo, y que su postura está lejos de ser reconciliatoria o resignada. En “Jack of All Trades” sorprende cuando, luego de describir todas las tareas que un trabajador desempleado está dispuesto a hacer para mantener su hogar, termina concluyendo con que “si tuviera un arma / encontraría a los bastardos / y los balearía apenas los viera”. El espíritu se mantiene en “Death to my Hometown”, donde advierte: “Así que escuchá, hijo mío, estate listo para cuando vengan / porque ellos van a volver tan seguro como el sol naciente / Ahora conseguí una canción para cantar y cantala hasta que termine / Sí, cantala fuerte y cantala bien / Mandá a los barones ladrones derecho al infierno / Los ladrones codiciosos que vinieron / Y comieron la carne de todo lo que encontraron / Cuyos crímenes han pasado impunes / Quienes ahora caminan las calles como hombres libres / Ah, ellos trajeron la muerte a nuestro pueblo natal, muchachos”.
Pero donde todo eclosiona es en la canción que le da título al disco, un tema monumental compuesto previamente a la demolición del estadio de los Giants en New Jersey, donde desafía a los poderes a que “muestren lo mejor que tengan / traigan su bola de demolición”, superando a la mera protesta por la destrucción de un espacio sentimentalmente importante para miles de personas para hacerlo símbolo de la destrucción de la concepción misma de comunidad, haciendo manifiesta lo que considera como única reacción adecuada: “Abrazate fuerte de tu rabia / y no caigas ante tus miedos”. Y eso viniendo de uno de los artistas más conocidos del mundo. De un hombre de 62 años.
Todas las voces, todas
Un disco tan ambicioso y beligerante en los textos tenía que tener una producción sonora de acuerdo a sus pretensiones, y en este sentido es uno de los discos más extraños que se le conozcan al Jefe. Elaborado a medias con Ron Aiello (un productor que suele trabajar más bien con artistas populares de medio pelo), Wrecking Ball no difiere mucho en lo propiamente compositivo de otros de los discos de Springsteen, pero en lo arreglístico la propuesta es casi obvia en su simbología; sobre melodías y estructuras de acordes de corte más bien folk, Aiello y Springsteen elaboran una producción barroca en la que los instrumentos varían radicalmente de tema a tema e incluso sus timbres básicos son alterados dentro de la misma canción. Así, por ejemplo, “We Take Care of Our Own” comienza con una batería punk y una guitarra arrastrada en dos acordes que no desentonaría en cualquier disco de una banda indie, para -luego de un redoble- pasar a apoyarse en un arreglo de power drums y una melodía (apoyada en el teclado) claramente reconocible como de Springsteen, pero la transición se da con tanta naturalidad que el comienzo (que no se repite) no parece una introducción propiamente dicha.
Las yuxtaposiciones de timbres y arreglos más bien extraños a la música de Springsteen parece obedecer casi a una concepción ideológica: se pueden encontrar trompetas mariachi en “We Are Alive”, una guitarra de sonoridad psicodélica (a cargo de Tom Morello, guitarrista de Rage Against the Machine) o samples de coros de gospel -que suena extrañamente africano o indio- en “Death to my Hometown” y en “Rocky Ground” (tomados de las recopilaciones realizadas por Alan Lomax, un auténtico héroe cultural de la musicología, a mediados del siglo pasado).
El concepto parece ser el de ofrecer una sonoridad multicultural que de alguna forma emule al melting pot cultural de los trabajadores estadounidenses de hoy. Un procedimiento que puede ser tan epidérmico e hipócrita como algunas de las inclusiones forzadas de instrumentos sudamericanos en canciones de rock que suele proponer Gustavo Santaolalla, pero que en este disco -extrañamente- funciona realmente bien, como en la emulación de la marchas de guerra irlandesas que es “Death to my Hometown”, en el que Springsteen incluso imita la dicción furiosa y escupida de Ronnie Drew, el legendario cantante de The Dubliners.
No todas las ideas y mixturas musicales propuestas en el disco son igualmente afortunadas; la inclusión de un breve rap a cargo de la cantante de gospel Michelle Moore en “Rocky Roads” parece más que nada un compromiso y las canciones de corte más melódico y/o sentimental -“This Depression”, “You Got It”, “Jack of All Trades”- están lejos de la intensidad poética y emocional de temas como “Highway 29”, “The Wrestler” o “Reno”, por nombrar algunas relativamente recientes. Pero cuando el tono y la energía se elevan, todo parece adquirir un nuevo sentido y validez que convierte a Wrecking Ball tal vez no en uno de los mejores discos de Springsteen, pero sí en una de sus obras más importantes y enérgicas.
Como era de esperar, y a pesar de que las críticas han sido en su gran mayoría positivas, algunas voces se levantaron para cuestionar el derecho de Springsteen -al fin y al cabo, un músico millonario al que ninguna crisis puede afectar en términos significativos y que suele desplazar a su banda en un jet privado- a arrogarse la representación de los desocupados, de los perdidos y excluidos por las feroces prácticas del capitalismo acumulativo y financiero. Una crítica válida, sin dudas, pero que también ignora la persistente preocupación de Springsteen por sus compatriotas menos afortunados. Y también es un tipo de crítica que niega la posibilidad de empatía, la posibilidad de ponerse en la piel de otra persona y de considerar sus dolores como propios.
Pensar en esos términos es, en cierta forma, negar la capacidad del arte como expresión de sentimientos compartidos, y también es en definitiva irrelevante. Wrecking Ball era un disco que tenía que hacerse y escucharse, Springsteen tenía un micrófono, lo utilizó y se hizo escuchar; lo demás son detalles o discusiones de bar sobre gustos y modas, y esto, más que un disco, es una argumentación sobre lo que importa una canción.