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Carlos Schulkin

Foto: Javier Calvelo

“Preferiría no hacerlo”

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Trabajar en una oficina, según el dramaturgo Carlos Schulkin.

Los dramaturgos y directores de “Las 8 horas” se embarcaron en la frecuentada aunque ardua tarea de plasmar artísticamente algunos hábitos y rutinas laborales. Montada en una verdadera oficina pública, la obra de Juan Ignacio Fernández Hoppe (también cineasta) y Carlos Schulkin (con quien conversó la diaria) se propone como una “tragicomedia de Estado” en torno al último día de trabajo de cuatro funcionarios en el Centro de Observaciones Detalladas de la Conducta Humana.

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-¿Cómo fue escribir la obra a cuatro manos?

-Fue un proceso larguísimo que empezó “oficialmente” el 26 de diciembre de 2010. Yo ya estaba avanzado en el armado y demás porque venía trabajando desde julio de 2010 pero no encontraba bien la estructura de lo que quería contar. Entonces apareció un amigo que me contó el cuento de Melville “Bartleby, el escribiente”, porque la historia que yo quería contar era bastante similar. Se trataba de una oficina de cartas muertas, de personas que se envían cartas y tanto el destinatario como el emisor mueren. Seguimos modificando cosas hasta una semana antes de que se estrenara la obra.

"Las 8 horas: una tragicomedia de Estado". Con Camila Sanson, Luis Musetti, Federico Torrado, Yamandú Barrios e Ignacio Cowen. Los miércoles y jueves a las 21.00 en las oficinas de la Dirección Nacional de Registro Civil (Sarandí 428). Entrada gratuita, reservas al 098387126 (40 localidades).

-¿Y cuál fue el germen?

-Empecé a escribir cuando era adolescente, y durante los años en que cursé la EMAD [Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático] siempre tuve el “bicho” de poder escribir algo, de hacer algo de dramaturgia que me parece que es algo que está vacante en la EMAD, que no se promueve y que hace mucha falta en nuestro país: gente que cuente historias que sean interesantes. Se completó al convocar a Juan Ignacio, que es mi amigo de toda la vida y con quien comparto ideas y opiniones. Le planteé esta historia, que en un principio no se desarrollaba en una oficina pública y que se fue derivando en la oficina que creamos. Llegó un momento en que era tanto el material que tenía escrito que dije: “Ya es hora de hacer la obra de teatro, de animarme”. Sabía que Juan Ignacio, además de ser hijo de Mario Levrero y de tener una formación tremenda, iba a de ser de gran ayuda en la realización. Esto funcionó y nos comunicamos muy bien.

-¿Alguna vez trabajaste en una oficina?

-Va más allá de una oficina pública. Me parece que todos los trabajos tienen una coherencia y las personas adquieren lugares por los propios puestos de trabajo o por cómo funcionan los roles. Desde los 18 años he tenido diez oficios diferentes y comprobé que, más allá de que fuera en Uruguay, en España o en Inglaterra, las relaciones de trabajo eran muy similares. Siempre aparecen personajes que te recuerdan permanentemente el lugar que ocupás y el lugar que ellos ocupan, y me parece que eso mismo se traduce en la vida: a veces es difícil sacarse el lugar que se ocupa en una oficina y a veces la vida se convierte en una oficina. Yo trabajé de mozo, en un call center, en publicidad, y todas esas relaciones de poder que se dan a partir del trabajo las aprendí desde la experiencia. A Juan Ignacio le pasaba algo similar. Muchas escenas surgieron de observar esas relaciones que empiezan a nacer con el mundo de la adultez y el abandono de esa adolescencia tan prolongada que tenemos los uruguayos. Fue como una despedida y un ingreso al mundo de la adultez. Teníamos mucho material y uno de los temores era que quedara demasiado intelectualizado; decíamos: “Aquí hay mucha psicología”. Los dos somos hijos de psiquiatras y entonces somos muy analíticos con todas las situaciones, por eso se nos planteó la duda de si una persona podía estar diciendo esos parlamentos. También lo plantearon los actores.

-La literatura está llena de ejemplos de personajes, en general antihéroes, que hacen de la oficina su vida, ¿cómo se documentaron?

-A Juan Ignacio le gusta mucho Kafka y yo me leí todo lo que tenía que ver con oficinas. Inevitablemente íbamos a caer en esas referencias. No teníamos grandes pretensiones de hacer la gran obra de escritura, lo que queríamos era que los actores actuaran bien. Y pensábamos que muchas veces pasaba lo que se recrea en “Bartleby...” y queríamos mostrar lo que sucede cuando llega un funcionario nuevo. Cuando esto sucede uno abandona la cotidianidad y adopta un personaje, aparecen nuevos mecanismos de defensa y uno descubre cosas que tenía guardadas, como de ser anfitrión o no, y la hostilidad. Nuestros personajes son muy contundentes, pero pensábamos que si los actores lo representaban con la sinceridad correspondiente no iba a ser pesado.

-Los personajes representan a funcionarios jóvenes…

-Vimos que era un camino errado avejentar a los personajes, igual que tratar de imitar cualquier oficina pública o cualquier tipo de realidad: nos íbamos a quedar cortos. Queríamos transmitir un “miedo de jóvenes” de estar entrando a un mundo que está pesado y en el que no existen tantas libertades como se aparenta. Teníamos que ser muy cuidadosos con las edades de los personajes y con el respeto hacia el público así como con no transformarnos en algo que no somos.

-¿La idea de esta obra trasciende la oficina pública?

-Sí. Por ejemplo, otra inspiración fue la serie inglesa "The office" y, en particular, un documental que vi del creador [Ricky Gervais] en el que dice que pasamos más tiempo con nuestros compañeros de trabajo que con nuestra familia; eso pasa en todos lados. También está el tema de que somos muy duros a la hora de criticar la cantidad de empleados públicos que hay, pero surge un concurso y hay que ver la cantidad de gente que se presenta para ocupar cualquier cargo del Estado. Es algo que está enraizado en la sociedad y va más allá de la oficina pública. Creo que es algo más institucional, más de este país. La personalidad del montevideano en el trabajo es bastante similar al tema de la voluntad en el trabajo, trasciende la oficina. Queríamos hablar del trabajo y del tema de ocupar puestos y lugares de poder. Por otro lado, lo que buscamos fue respetar el lugar del empleado público y creo que lo logramos, se refiere más a la entereza de la persona y el dejarse estar.

-¿Qué opinás, como egresado de la EMAD, acerca de la modalidad de actuación de los actores uruguayos?

-Se lo dije a los actores: antes de entrar a la escena tienen que ser brasileños en cuanto al disfrute y al goce de las cosas; adentro tienen que ser argentinos, con esa potencia y esa personalidad. Hay algo que va más allá de una escuela y es la forma de ser y de disfrutar. El actor argentino tiene mucha confianza (muchas veces en exceso, que es lo que a nosotros nos molesta), pero a la hora de la actuación esa confianza es fundamental. Desde mi experiencia en la EMAD opino que esa confianza no se cultiva y tampoco se cultiva la creatividad desde la opinión y desde el riesgo. Se va directo a hacer puestas en escena como si estuviéramos ante un espectáculo teatral, pero es una escuela de formación. No está bien transmitido el disfrute de la actuación, de la confianza y de la opinión. Qué es lo que querés decir. Y el tema del compromiso; preguntarte por qué te estás subiendo a un escenario. Eso es un poco lo que está implícito en la frase “preferiría no hacerlo” de “Bartleby, el escribiente”. Muchas veces hay que copiar lo que otros hacen bien para aprender. Sin embargo, se quiere elevar las cosas a un nivel de trascendencia que no es tal, y es entonces cuando las cosas se vuelven aburridas y obsoletas.

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