Hacía bastante tiempo que se sabía de la enfermedad de Osvaldo Fattoruso; tanto que la seriedad de ésta casi se había olvidado, por lo que para los ajenos a su círculo íntimo la noticia fue en cierta forma sorpresiva. Las reacciones en las redes sociales -incluso en un domingo monopolizado por el ocio y el fútbol olímpico- fueron de dolor unánime entre músicos tan diversos como los integrantes de Hablan Por la Espalda, Andrés Mastrángelo, Pedro Aznar, Carlos Casacuberta, latejapride*, Mónica Navarro, Ernesto Tavárez, Jorge Drexler y Juan Carlos Chapital, además de varios coetáneos. Nada de lo que extrañarse, ya que Osvaldo Fattoruso era un músico muy admirado incluso entre quienes estaban lejos de su estilo musical (aunque en su larga carrera había cubierto tantos géneros que es difícil no encontrar alguna de sus facetas con la que no se comulgue), reconocido además como una persona querible y un gran profesor de su instrumento.
No era casualidad su virtuosismo musical. Desde que era literalmente un niño recorría escenarios montevideanos tocando dixieland junto con su hermano mayor Hugo y su padre Antonio en lo que fue el primer Trío Fattoruso. También formó parte de la legendaria formación jazzera The Hot Blowers, por la que pasaron nombres como Ruben Rada, Federico García Vigil, Ringo Thielman y Cacho de la Cruz. Pero en 1964 su carrera dio un giro asombroso cuando -a pesar de su formación eminentemente jazzera- decidió junto con su hermano subirse al carro de la beatlemanía y formar Los Shakers -banda en la que cedió la batería a Carlos Caio Vila para encargarse de la guitarra y la voz-, un desvergonzado intento de emulación local del cuarteto de Liverpool, que terminaría siendo el proyecto más popular y conocido de su carrera musical, al cual se negarían a recurrir -ni como evento nostálgico- durante décadas.
El fenómeno y la negación
Los Shakers superaron cualquier expectativa de simple aprovechamiento de una moda, generando un fenómeno ciertamente comparable al que pretendían evocar lateralmente. Extendidos más allá del río Uruguay, Los Shakers fueron fundamentales incluso para el embrionario rock argentino, que los tomó como ejemplo de que se podía sonar eléctrico y beat sin haber nacido en el hemisferio norte. También causó asombro su capacidad de imitar el estilo de composición Lennon-McCartney mejor que muchos compatriotas de The Beatles (a pesar de lo macarrónico de los textos en inglés que, sin embargo, suenan perfecto si no se los somete a un examen muy estricto).
Pero los Fattoruso eran músicos demasiado buenos como para limitarse a ser una mera fotocopia local de una banda que justamente se caracterizaba por los riesgos que tomaba; luego de seguir sus pasos en forma aplicada durante un par de discos, se despacharon con La conferencia secreta del Toto’s Bar (1968), en el que -sin dejar de homenajear la psicodelia a lo Sgt. Pepper’s... de sus modelos- incorporaban ritmos uruguayos y latinoamericanos para dar origen a algo que se diferenciaba claramente de cualquier otra cosa que se estuviera haciendo. Pero el momento de mayor impacto popular de Los Shakers había pasado y luego de éste, el más personal y rico de sus discos, el cuarteto se disgregó.
A principios de los 70 y por sugerencia de Ringo Thielman -quien estaba radicado en Estados Unidos- viajaron al país del norte para formar el trío Opa, en el que Osvaldo volvería a sentarse detrás de los parches. Con Opa terminaron de cortar cualquier cable evidente que los uniera a la influencia de The Beatles, dedicándose a modelar un sonido distintivamente latino que los convertiría en una formación mítica de ese género algo impreciso que se llama candombe-jazz o, simplemente, fusión. Con el agregado posterior de Ruben Rada en percusión y voz, Opa editó cuatro discos que, sin ser exactamente masivos, alcanzaron la condición de obras de culto y sirvieron de modelo de infinidad de bandas locales que con diversa fortuna siguieron su camino de virtuosismo y experimentación. Como suele decirse de The Velvet Underground, tal vez no muchos melómanos compraron los discos de Opa, pero parecería que cada uno de ellos terminó formando una banda.
Los Fattoruso regresaron a Montevideo en 1981, presentando Opa al público uruguayo en un recordado recital en el cine Plaza, pero la formación se separó casi enseguida ante una escena musical que parecía cooptada por el canto popular, corriente de difícil articulación con los despliegues instrumentales del cuarteto. Los Fattoruso se dedicaron entonces a aprovechar sus capacidades musicales, poniéndolas al servicio de otros músicos; mientras Hugo se radicaba en Brasil -donde tocaría con figuras de la talla de Djavan, Chico Buarque, Milton Nascimento y Naná Vasconcelos-, Osvaldo hizo lo propio en Argentina, donde acompañó a Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta, Fito Páez y Ruben Rada, entre otros, convirtiéndose en cierta forma en uno de los bateristas fetiche del rock argentino.
En 1987, en un panorama musical ya más abierto por el advenimiento de la democracia y las nuevas bandas de rock, Opa volvió a reunirse para un concierto multitudinario en el Teatro de Verano, que se considera el mayor despliegue que se haya visto de la energía de la banda, registrado en el disco Opa en vivo. De los jóvenes imitadores de The Beatles nada quedaba, pero a los Fattoruso no les parecía importar demasiado, ya situados en forma clara entre los principales instrumentistas del continente. Esta nueva versión de Opa también fue fugaz, pero el nombre de la banda ya había suplantado en cierta forma a Los Shakers como el gran grupo musical de los hermanos Fattoruso.
El símbolo
Radicado nuevamente en Uruguay (aunque viajando constantemente al exterior para participar en discos de otros artistas o tocar en festivales internacionales), Osvaldo Fattoruso se dedicó particularmente a su trabajo compositivo y docente. En 1991 editó junto con su entonces pareja Mariana Ingold un album llamado El disco kid, en el que se pasaría inesperadamente a un formato de canciones orientadas a los niños. La decena de discos que editó durante la década siguiente con Ingold lo mostraron como un músico multiinstrumentista y participante en el plano compositivo-arreglístico en forma mucho más activa de lo que suele esperarse de un baterista. En el año 2000 pasó a formar parte de una nueva encarnación del Trío Fattoruso, junto con Hugo y su sobrino Francisco, haciéndose cargo del bajo; una formación en la que, como cerrando un círculo, se acercaba nuevamente al jazz, pero filtrándolo por las múltiples variables de su enorme experiencia musical.
Hace algunos años trascendió en los círculos musicales el dato de su enfermedad, pero Osvaldo siempre se negó a comentarlo públicamente, permaneciendo activo como profesor y músico hasta meses antes de su muerte, ocurrida ayer.
Sería cuestión de una concienzuda investigación musicológica dilucidar si Osvaldo Fattorusso fue el primer baterista en fusionar el candombe y el rock o el candombe y el jazz, pero es casi seguro que fue el primero en fusionar los tres géneros, creando un estilo propio que es casi la definición internacional del baterista uruguayo. En todo caso, el suyo es el más conocido y representativo de una buena cantidad de nombres que han hecho que se considere internacionalmente a la música uruguaya como una escuela de buenos bateristas. Quienes pudieron apreciarlo en vivo recordarán la extraordinaria combinación de recursos polirrítmicos y energía que desplegaba al tocar su instrumento, así como la perfección de su golpe potente y claro, que lo distinguía tanto de los bateristas provenientes del rock como del de los afectos a la sutileza del jazz o la bossa nova.
Irónicamente, el renuente regreso a los escenarios y estudios de grabación de Los Shakers -concretado, después de muchos pedidos, a casi 40 años de su disolución- fue olímpicamente ignorado por el país que los reclamaba como gloria pionera del rock latinoamericano.
Pero Uruguay no siempre ha sido muy agradecido con sus estandartes aunque le guste exhibirlos, y Osvaldo Fattoruso nunca fue -salvo durante esos escasos años de Los Shakers- realmente un músico popular, siendo más bien uno de esos “músicos para músicos”, algo que -vaya uno a saber por qué- hay gente que considera un demérito. Algo que tiene que ver con decisiones personales y de profunda ética, que privilegiaron el riesgo artístico, la identidad y la búsqueda antes que la seguridad de lo previsible. Algo que puede considerarse una lección tan pura como los innumerables patterns de batería que se le pueden adjudicar y que llevan su firma en cada golpe.