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El perro dinamita

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Wilfred. Con Elijah Wood y Jason Gann. Producida por David Zuckerman. Martes y jueves a la medianoche, por Montecarlo.

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Cada tanto Montecarlo se manda sorpresas de éstas: entre la Santa misa y telenovelas enlatadas de países centroamericanos aparece algún producto más o menos sintonizado con lo que se está produciendo y viendo en el mundo en materia de series. Fue, por ejemplo, el canal abierto que pasó House M.D., Lost y Taken, producida por Steven Spielberg. Llama la atención, igual, que una de las pocas incorporaciones internacionales del canal para su programación de verano sea la primera temporada de Wilfred, comedia incorrectísima del canal estadounidense FX.

Basada en una serie homónima australiana, un poco más errática y modesta que su versión yanqui, Wilfred retrata la relación entre el abogado desempleado, treintañero, soltero y fracasado Ryan (un Elijah Wood que sigue en su política de despegarse del tímido Frodo de El Señor de los Anillos) y el perro de su vecina -el personaje que da nombre a la serie- al que todos perciben como un can, pero que Ryan ve como un hombre disfrazado con un traje de peluche de orejas largas. En tono de buddy comedy (traducible como “comedia de compinches”: compañerismo, chupe, un poco de misoginia y drogas), el centro está en el contrapunto entre las personalidades de los dos. Mientras que Ryan es básicamente un loser con buenas intenciones (aunque no estereotípico: fuma porro todos los días), Wilfred es de lo peor: mitómano, manipulador, sexópata, traicionero y totalmente exento de sentimientos de culpa. Algo como la relación dominante-dominado entre el gato Garfield y su dueño, John Bonachon, con agregados de cannabis y crueldad extrema.

En ningún momento se explica el mecanismo: las hipótesis son varias, contradictorias y poco confiables, sobre todo teniendo en cuenta que el que sugiere la mayoría es un perro farsante. Wilfred es el ello psicoanalítico de Ryan; todos los animales son como Wilfred pero son pocos los que lo perciben; es un caso de esquizofrenia (la madre de Ryan, internada en un hospital psiquiátrico, ve a su gata negra como una mujer disfrazada), etcétera. Pero es una comedia, y las explicaciones son apenas un detalle marginal; la gracia es la personalidad del animal (o lo que sea), que da pie a un montón de gags de humor negro con la infelicidad de Ryan como materia prima.

Hay chistes buenísimos que juegan con el imaginario canino. En un capítulo, Ryan le pregunta al perro por qué le tiró su maletín por la ventana, a lo que Wilfred responde: “No sé, Ryan. ¿Por qué el cielo es gris? ¿Por qué el pasto es gris? ¿Por qué el arcoíris es gris, gris, gris, gris e infra-gris?”; en otro, una línea del animal juega, con incorrección extrema, con el delicado tema de los inmigrantes: refiriéndose a una vecina de etnia india, trata de tranquilizar a su dueño diciendo: “No es que la vaya a morder. La última vez que comí comida india me dio diarrea por un mes”. Hay también mucho humor físico y, a diferencia de la versión australiana, acá se nota la mano de productor y guionista de David Zuckerman, hombre vinculado a Padre de familia -también presente en la programación de Montecarlo- y por lo tanto gran cultor de la frontera entre lo incómodo y lo gracioso.

El humor es efectivo pero no se queda en eso: cada uno de los capítulos, que están titulados en base a “sentimientos positivos” (“Felicidad”, “Confianza”, “Respeto”), abren con citas y proverbios de corte autoayudístico (irónicas, en el contexto) que referencian a las sucesivas etapas de la lucha de Ryan contra sus problemas cotidianos (Dorian, su hermana exigente y obsesiva, la depresión, la falta de trabajo) y, sobre todo, los amorosos: está enamorado de Jenna, la dueña de Ryan, que está en pareja con un clásico winner norteamericano, y en esta subtrama se ponen a prueba, bajo la influencia nefasta del perro, sus no tan rígidos preceptos morales.

Sí se pierde un poco con el doblaje (probablemente TNU sea el único canal que se anima, aunque cada vez menos, a programar material subtitulado), porque el acento australiano del perro aporta una gracia extra, además de las inflexiones de voz desesperadas de Wood, que se pierden en el tono monocorde de los doblajistas mexicanos. También quedan por el camino unos cuantos juegos de palabras que un espectador más o menos angloparlante podría haber captado cuando la serie se emitió en el canal de cable Fox, en el correr del año pasado. De todas formas, no deja de ser una buena apuesta a la comedia (una alternativa a la moda de las sitcoms de fórmula de Chuck Lorre como Two and a Half Men y The Big Bang Theory) desde la programación desértica de los canales abiertos privados, repletos de producciones nacionales medio pelo, importaciones de calidad dudosa y la aburridísima metatelevisión.

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