-¿Cómo te llevás con las entrevistas?
-Si están buenas, me encantan. Tengo muchos libros porque vengo de una familia muy lectora. Son un fetiche, los abro en cualquier lado a ver qué me dicen hoy. Por ejemplo: no leí nada de Sábato, sólo un pedazo de El túnel, pero leí muchas entrevistas. Son un espacio como tocar o cantar, porque uno puede transmitir; una entrevista puede ser alucinante. Más allá de que ahora venimos a tocar, no me gusta tomarlo como que estoy vendiendo algo. Me gusta el universo de los artistas no por lo personal sino porque a veces forma parte del engranaje. No es que me guste que me cuenten por qué salió una letra. Ahora tengo un documental sobre uno de los discos que más me gustan de la historia, Exile on Main Street [de The Rolling Stones], y cuando lo vi me emocionó.
-¿Qué recuerdos tenés de la primera vez que tocaron en Montevideo?
-Lo que me guardo de ese show fue que me habían dicho que el público uruguayo era re jodido, que no era un público que de entrada se pusiera efusivo, que te miden un poco al principio. Cuando llegamos y vimos que había mucha gente esperando que tocáramos ya supimos que iba a estar bueno. Aparte, no es que vinimos cuando empezamos, en 1997, vinimos en 2001 y ya habían pasado unos años. Ese show tiene guardadas interesantísimas anécdotas. Uruguay fue el primer país al que salimos a tocar, hubo muchos accidentes antes de salir y al final logramos hacerlo.
-En un momento, le dieron los instrumentos a gente del público y ustedesse bajaron del escenario a hacer pogo.
-Sí, fue una locura. Yo me subí a un techo y mi hermano al otro. Ese show fue increíble, entre otras cosas por el lugar. A veces paso por ahí y me da tristeza verlo derruido. ¿Cómo puede ser que un lugar para el arte termine así? Hace un tiempo vinimos a tocar y fuimos a ver a Jean-Luc Ponty al teatro Plaza, un lugar genial. La sala estaba bárbara y había una barra que te vendía whisky que podías tomar en las butacas; ahora me entero de que lo compró una iglesia y no lo puedo creer. Eso no tendría que estar permitido, un lugar reservado para el arte, que tiene tanta historia... Y con Plaza Mateo, lo mismo. ¡Revivan eso, que a nosotros nos gustaría hacer dos o tres toques seguidos!
-¿Cómo son los recitales de Catupecu hoy en día?
-La banda tiene 20 años de historia encima. La energía que siento es siempre la misma. Esto no es un trabajo, es nuestra forma de respirar, de vivir y de meditar. Para darme cuenta de que escribo distinto que antes tengo que leer una entrevista o mirar un DVD. A veces la gente me dice que soy el único que está en la banda desde que empezamos, pero no es tan así, porque después del accidente de mi hermano tocó el bajo Zeta [Bosio] y después arrancó Sebastián [Cáceres], que era mi asistente de guitarras en la época de Plaza Mateo, y Macabre ponía música en nuestros shows desde 1995 y es el tecladista desde 2001. Después está Agustín Rossino, que también ponía música en nuestras fiestas y a quien Gabriel [Ruiz Díaz] tenía como un pollo suyo; estuvo en toda la preproducción de El número imperfecto, era el operador que estaba 24 horas grabando. Camila, que es la mánager, venía a los toques de Catupecu desde el verano de 1996. Todos estamos muy entrelazados, como una familia de gitanos nómades que vamos siempre dando vueltas. Mi impresión es que lo que sentimos es siempre lo mismo. Es nuestra liturgia, es cuasi religioso.
-¿Qué cualidades te gustan de un músico?
-A mí me gusta cuando voy a ver una banda y me pasan en espíritu y pienso que son como Catupecu. No por la música. [Luis Alberto] Spinetta, que es la persona que más admiro, porque para mí vida y obra van de la mano, y él me parece sorprendente, mágico, me dijo: “Catupecu me hace acordar a Pescado Rabioso. No te lo digo por la música, te lo digo por esa cosa del complot universal para que explote todo”. De un músico me gusta eso, que haya una similitud en cuanto a la actitud; cada cual hace su música. A mí no me gusta cuando las cosas están hechas con una estrategia mundial. Nosotros recién fuimos a tocar a Chile con El número imperfecto en 2005 y viniendo de Nueva York. Explotaba todo, y nos preguntaban por qué no habíamos ido antes. La verdad es que no sabía qué responder, porque no tenemos una estrategia detrás. Esto siempre fue fluir. A mí me gusta que un músico fluya en lo que hace, que disfrute a veces de esta vida, que es como correr el Dakar. Yo soy amigo de los Patronelli, los que ganaron en cuatriciclo los últimos cuatro Dakar de los cinco que se hicieron en Argentina. Yo ando en moto y lo que hacen ellos no lo puedo entender. Tenés que ser un superhéroe para salvarte en la carrera más peligrosa del planeta. Y es porque ellos lo viven; el padre no quería que corriera en la última carrera, y antes de eso lo veo allá en Flores y me dice: “Si no lo corro me muero, es mi vida”. Y va y lo gana, porque hay una convicción de vivirlo como es. Con un músico es lo mismo. Lo otro no me interesa, no me pega. Nunca termino de entender por qué a un grupo le va bien o no. A veces me pregunto qué hacemos en algunos lugares, porque nosotros no hacemos música de pachanga, escucho nuestros discos y pienso que es re áspera. A mí me gustan los Pistols, Led Zeppelin, me encantan los Beatles, pero me gustan más los Rolling Stones.
-¿No te da la impresión de que con el paso del tiempo las letras de Catupecu fueron haciéndose más espirituales?
-Siempre me hice muchas preguntas y siempre vivimos todo muy espiritualmente. Pero la espiritualidad en serio, más allá de una religión o lo que sea; te hablo de convivir con el espíritu de las cosas. La vida te puede llevar a profundizar en los sentimientos, en las relaciones y en el sentido de ciertas cosas, o a ser cada vez más pelotudo. Yo escucho “La polka” en Dale! y me parece muy osado lo que hicimos. Ésa era una época en la que nadie se iba a poner a hacer algo pachangoso en el rock. Ese tema surgió por un idioma que inventé, pero ahora no me gusta tocarlo, y pienso: “Hoy no escribiría esta canción, pero en su momento estuvo bien”. Ahora escribo otras cosas. Me gusta el surrealismo, creo que escribir es como pintar un cuadro. Me gusta el Barolo, el Palacio Salvo, que los hizo el mismo arquitecto; los edificios que no tienen sentido, que están hechos con el único objetivo de ser habitados, no me interesan. Me gusta la fantasía del hombre asociada al diseño, por algo nos tatuamos. Dylan decía que los músicos escriben siempre la misma canción. Lo que pasa es que nosotros también somos muy enfermos del audio, la búsqueda, las máquinas, las violas, esto y lo otro. Antes del accidente, mi hermano se había comprado cinco bajos, y me pidió plata porque quería un bajo 5.1 para mezclar el último disco y ya no tenía guita.
-¿Qué te parece El mezcal y la cobra a dos años de su edición?
-A mí me encanta. Gaby siempre flasheaba con sacar los discos en vinilo pero por una cuestión o por otra no se podía, y en éste pudimos hacerlo. Como me pasa con todos los discos, los escucho y pienso: “Uy, le podría haber hecho esto o aquello”, pero al final es una postal de lo que estaba pasando en ese momento. El disco anterior se llamó Simetría de Möebius y la referencia es a Uruguay, el título completo sería “Simetría de Möebius: del Barolo al Salvo”; son dos palacios uniéndose en una cinta de Möebius, son imágenes que tengo de estar alejándome de la costa. Lo de la cinta de Möebius me interesa porque soy técnico eléctrico y estudio ingeniería eléctrica; me gusta el lenguaje, me gusta la simetría, me gusta la matemática. No existe la simetría de Möebius, la cinta no es simétrica, no se puede regular nada, tiene un solo lado. Yo estaba volviendo a Buenos Aires y les dije a los músicos: “Se me ocurrió una cosa: nosotros sabemos lo que hacemos pero no hacemos lo que sabemos. Somos como una cinta de Möebius, con un solo lado, en la misma vereda, que es la de enfrente a la de un montón de cosas”.