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El monstruo erudito

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Sobre El infinito es sólo una forma de hablar, de Horacio Verzi.

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En su reseña de Las teorías salvajes (puede leerse en el blog de la autora, Pola Oloixarac), Beatriz Sarlo llama la atención sobre cómo “la intertextualidad pertenece a la época de las bibliotecas reales y las enciclopedias. Las citas, alusiones y ficciones teóricas de esta novela [Las teorías…] son de la era Google, que ha vuelto casi inútil el trabajo de hundir citas cifradas porque nada permanece cifrado más de cinco minutos”. Más allá de que podamos discutir el alcance de las afirmaciones de Sarlo, está claro que el significado -incluso diría el “valor”- de una referencia enigmática en una novela ya no es el mismo que en épocas de Borges. Por ejemplo, si posteo en mi muro de Facebook la pregunta: “¿Quién fue Protesilao?”, cualquiera que no recuerde el nombre del primer griego en morir ante Troya podría dar con la respuesta en cuestión de segundos buscando en Google o Wikipedia. En el caso de referencias como ésta, parte de su significado, su valor, está indudablemente ligado a la “dificultad” implicada en hacerse con la clave, que ahora, gracias a Google, es digamos mínima. Según Sarlo, entonces, la novela de Pola Oloixarac se construye desde esa mutación de lo que podríamos llamar la “novela enciclopédica” y, siguiendo esa línea, cabría preguntarse si El infinito es sólo una forma de hablar, la reciente novela de Horacio Verzi, resulta precisamente lo contrario: una novela enciclopédica y erudita a la antigua.

Indudablemente hay mucho que decir de la novela de Verzi. La literatura uruguaya parece producir monstruos más o menos terribles una vez cada tanto, y en ese sentido los antecedentes de El infinito… podrían rastrearse a las recientes El señor Fischer (2011), de Ana Solari, y Dodecamerón (2008), de Carlos Rehermann, y, más atrás todavía, a Troya blanda (1996) y Artigas Blues Band (1994), de Amir Hamed, y, por qué no, a La puerta de la misericordia (2004), de Tomás de Mattos. Las 500 páginas de El infinito… llaman la atención, sí, en la escena contemporánea, pero difícilmente se trate de un libro tan inusual o extraño como han sugerido algunos reseñistas: es cierto que se trata de una novela ambiciosa como pocas, tramada con rigor y sumamente erudita, pero, por otro lado, sus referentes, sus temas, su lenguaje y sus procedimientos son, sin lugar a dudas, demasiado canónicos para considerarla una obra arriesgada.

En cualquier caso, todos los reseñistas rastreables (Pedro Peña para El País Cultural, el ya mencionado Fernández de Palleja para el blog Club de catadores y Fernando Butazzoni en el blog alpialdelapalabra y en la contraportada del libro) se detienen a valorar la “profundidad documental y conceptual” de la novela y su “serie de exigencias, que van desde lo sintáctico hasta lo filosófico” (Fernández de Palleja), así como también su “bien lograda muestra de erudición” (Peña) y su “erudición monumental” (Butazzoni). Ante un libro del que tanto podría decirse, el hecho de que tres reseñistas privilegien ese aspecto “erudito” sin duda nos permite indagar un poco más en ese sentido y regresar entonces a la propuesta de lectura en relación a lo escrito por Beatriz Sarlo. ¿Es El infinito es sólo una forma de hablar -excelente como indudablemente es- una suerte de fósil viviente literario, un anacronismo?

El campeón eterno

Para buscar una respuesta se puede partir de visibilizar la condición evidentemente “tramposa” del libro. El infinito… es la narración de un hombre llamado Aldyr (o al menos así nos es presentado en las últimas páginas) que evoca sucesos acontecidos en 1942, cuando su mujer, una joven psicóloga, trabaja con un paciente aquejado de un extraño caso de amnesia. Este hombre, apodado “el Maluquinho”, parece haber olvidado su identidad y las pautas más elementales del mundo en que vive; bajo hipnosis se abandona a un copioso torrente de palabras en el que es posible distinguir las narraciones de otras personas que vivieron siglos atrás: un contemporáneo de Giordano Bruno, un pariente de Arrio, un griego que marchó con Jenofonte en su retirada y un hombre cercano a Alejandro Magno. Cada una de esas voces narra su vida, con lujo de detalles “de época”, que ayudan a tramar ese carácter “erudito” de la novela. Y allí aparecen las trampas, en tanto los relatos incluyen algunos anacronismos que llaman la atención sobre la posible “impostura” del paciente amnésico o de Aldyr al narrar aquellas sesiones desde el presente. En cualquier caso, las sospechas del lector van creciendo poco a poco y, pasada la mitad de la novela, invaden la narración: la psicóloga, Monique, se pregunta si no habrá que entender los “trances” del Maluquinho como una gran mentira, las invenciones de un mitómano o, por qué no, de un genio.

La novela, en rigor, no concluye nada claro al respecto, pero mantiene esa interrogante como un eje posible. En lo que podríamos pensar como un “grado cero” de El infinito… todo lo que leemos es la invención contemporánea de un narrador que se hace llamar Aldyr, quien, evidentemente, ha tenido acceso a exhaustivas bibliografías sobre la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, que le permiten armar una serie de ficciones plausibles, incluyendo el relato del paciente de su mujer.

Las bibliotecas invisibles

Ahora bien, si seguimos orbitando alrededor de la idea de erudición tenemos que volver a la propuesta de Beatriz Sarlo. En cierto modo, los detalles enciclopédicos (los “reales” y los espurios) de Verzi ingresan perfectamente en la lógica de comprobación de Google, por llamarla de alguna manera, pero, a la vez, ya retomada la lectura de la novela, descubrirá en sus propias páginas los datos que había buscado por fuera. De hecho, hay al final del libro una suerte de glosario que nos explica términos como órexis y nos señala la procedencia de citas como la célebre “She walks in beauty like the night” byroniano (y de otros más difíciles). De este glosario se dice (en su título) que es “innecesario” y efectivamente lo es si se asume el acceso a Google, pero Verzi -y aquí hay uno de los pliegues más interesantes de la novela- le da una vuelta de tuerca incorporándolo a la ficción. El glosario, entonces, es presentado como una guía escrita por Aldyr con propósitos didácticos, pensando en unos amigos -que aparecen en la última escena- no tan eruditos como él o, en todo caso, ajenos al estudio de la historia y la literatura. El gesto podría leerse como “en realidad, lector, no precisás Google: acá tenés todo lo que hace falta saber”, pero, evidentemente, y como la misma novela, el glosario abunda en pequeños enigmas y trampas. Por ejemplo, en la entrada “Atys de Panfilia” leemos: “Nada se encontrará en libros de historia sobre este personaje, ya que pertenece a la imaginación de un novelista”. Ese novelista es el uruguayo-cubano Daniel Chavarría y el personaje aparece en El ojo de Cibeles, novela de 1993. Por cierto, una manera de averiguar esto, que el glosario no explica claramente, es consultar Google.

Por otra parte, la incorporación de un glosario funciona en la dirección de construir al autor (o, en este caso, al personaje-narrador) como la cumbre de la pirámide de información (con poder de iluminar u oscurecer), lo cual parece resonar con una manera más “clásica” de pararse ante la novela erudita o enciclopédica.

En cualquier caso, está claro que el trabajo de Verzi asume ese diálogo con Google y Wikipedia y lo traslada a una perspectiva más clásica, cómoda (para el autor) o “libresca” en el sentido clásico, analógico, en tanto buena parte del proceso de citas enigmáticas y a veces espurias puede leerse como un guiño a un texto tan canónico como “El inmortal”, de Borges, en el que también son denunciadas (en el presunto texto escrito por un inmortal) interpolaciones anacrónicas y citas enmascaradas (casi todas ellas canónicas, pero también alguna que otra referencia a HP Lovecraft). Es verdad que Borges no tenía Google -tenía la Enciclopedia Británica- y que, por tanto, en su obra el “valor” de las citas misteriosas, oscuras o difíciles de rastrear era mucho más grande que sus equivalentes en una novela publicada en 2011, pero también está claro que el juego con la cita apócrifa (o aparentemente apócrifa) tan común en Borges es una manera (irónica, como mínimo) de pararse ante la erudición. Ese juego, de todas formas, se mantiene del lado conservador: Verzi no socava del todo el valor de las referencias y el saber enciclopédico que parecen implicar, sino que apenas lo señala como un elemento más en la compleja red de significados de su novela (cuya última página puede leerse como un elogio a la mentira, a la invención, a la ficción). En ese sentido, su monstruo -para regresar a la idea de lo extraño, lo inusual de las novelas largas en la literatura uruguaya reciente- no desafía al templo de la literatura, y ante la erosión del valor de las citas eruditas su manera de hacerse cargo del hecho es asumir una práctica consagrada, aceptada en el seno del canon.

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