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Chuck Berry, el lunes, en el Teatro de Verano.

Foto: Nicolás Celaya

La fuerza del adulto mayor

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Chuck Berry en el Teatro de Verano.

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Siempre hay algún despistado, pero cualquiera que haya escuchado las canciones que grabó para el mítico sello Chess y que haya visto el documental Hail! Hail! Rock ‘n’ Roll (1987), sabe quién es Chuck Berry y la importancia que tuvo para definir el género que sacudió la música de la segunda mitad del siglo pasado. Sin el guitarrista y compositor nacido en St. Louis, los Beatles no serían tales, los Stones mucho menos -Keith Richards vendería artesanías en Hyde Park- y Angus Young tocaría quieto. La lista de influencia es infinita.

El Teatro de Verano estaba lleno de gente que lo tenía muy claro y por eso quería verlo a él. Cerca de las 22.00 empezó la adoración al mito viviente, con una desprolija introducción de “Roll Over Beethoven”. Y la desprolijidad se apoderó de la noche como el frío. El setlist fue un puzle; Chuck empezaba a cantar una canción y la mezclaba con parte de otra. Algo que parecía ser “School Day” luego terminó en “No Particular Place to Go”. El estándar de blues -popularizado por BB King- “Rock Me Baby” se mezcló con “Key to the Highway”; “Carol” se transformó en la primera de la noche; sí, otra vez la del genio sordo. La reacción del público fue variada: algunos ponían cara de sorpresa, otros esbozaban una sonrisa nerviosa, unas muchachas bailaban con el mejor espíritu de los 50: el clima general fue de respeto hacia el prócer.

El recital expuso un combo de lugares comunes, todos reales: el tipo está viejo, tiene 86 años, está más allá del bien y del mal, ojalá lleguemos a esa edad así, etcétera.

Pero Chuck Berry no se merece terminar su carrera de esta manera, y no se merece la banda que lo acompaña, por más que esté formada por parientes directos. Si la base no es sólida se cae el edificio. El otro guitarrista, su hijo Chuck Berry Jr, no era constante. De repente dejaba de tocar para ayudar a su padre, le decía algo al oído o le corría unos papeles que tenía en el piso. Por un momento desapareció con la guitarra de papá, la legendaria 355, y mientras tanto le dejó su Telecaster; Chuck intentaba tocar algún riff o lick -así llaman los anglosajones a los punteos cortos- y la base quedaba en batería, bajo y piano. No es justo escuchar a Berry sin la guitarra rítmica imparable como un tren.

Su hija Ingrid aparecía para tocar la armónica y cantar los números bluseros, luego se iba del escenario, pero por su aptitud con el instrumento se llevó un par de ovaciones. Chuck físicamente está bien para su edad, entero. La hora y pocos minutos que duró el show tocó y cantó parado. Incluso le llevaron una silla al escenario que no usó, excepto unos breves segundos, casi al final, más para hacer una pirueta que para descansar. Para el cierre dejó la gema: “Deep down in Louisiana / close to New Orleans / way back up in the 
woods /among the evergreens...”. Con las primeras frases de “Johnny B Goode” el público se animó más que nunca en la noche, y Chuck también; arengó a las masas para que cantaran y con gusto lo 
hicieron.

Al terminar la canción -quizá la más completa de las que tocó- ratificó el mito. Así como Cristo en sus ratos libres caminaba sobre el agua, Chuck Berry hizo el “paso del pato” y se produjo la ovación más grande de la noche. El viejo ya no está para estos trotes, pero nadie le quita lo tocado.

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