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Naranja, casi rayado

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Orange is the New Black, la serie de 2013.

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Posiblemente el mayor acontecimiento televisivo en lo que va de la década haya sido el lanzamiento del sitio Netflix como productora de programas originales. No sólo implicó una opción más orientada a la televisión de alta calidad, sino que su propio sistema de consumo cambió las reglas en cuanto a la forma de ver series, al ofrecer al espectador la posibilidad de administrar una temporada entera de una serie nueva a su propio gusto y tiempo, algo que antes sólo se podía hacer -generalmente en el propio Netflix- con temporadas de serie ya emitidas. Pero este nuevo sistema, así como la oferta creativa de Netflix, presentó algunos problemas que han impedido que el canal online haya desplazado a HBO y a AMC de la vanguardia televisiva actual. Por un lado, el propio sistema de subida simultánea de una temporada entera impide evaluar las reacciones del público una vez transcurridos los primeros capítulos, lo que hace imposible las pequeñas correcciones de edición que se hacen en las series tradicionales (aun si éstas también han sido filmadas en bloque como temporadas); por otro, Netflix todavía no ha conseguido generar una serie del calibre de Game of Thrones, Breaking Bad, The Wire o The Walking Dead, por nombrar algunos de los caballitos de batalla de su competencia. House of Cards, el primer gran intento, tenía elementos interesantísimos, pero una narrativa bastante desequilibrada que concluyó en un final muy insatisfactorio; el regreso de Arrested Development fue sin dudas brillante, pero difícilmente se lo puede considerar una novedad; y la sobrenatural Hemlock Grove fue un desastre irremontable -a pesar de algunas ideas novedosas y de la presencia de la hipnótica Famke Janssen- que cuesta creer que vaya a tener una segunda temporada. Pero en julio de este año, casi a la callada, Netflix estrenó la que tal vez sea su primera gran serie: Orange is the New Black.

Adentro y afuera

Orange is the New Black (el naranja es el nuevo negro) refiere desde su nombre a uno de los emblemas carcelarios -el color naranja que distingue a los enteritos de los presidiarios-, y la frase refiere a algo que han sostenido no pocos sociólogos y políticos estadounidenses: que los más de siete millones de habitantes de aquel país que se encuentran encarcelados o bajo condiciones de libertad vigilada viven una ciudadanía de segunda clase similar a la que los negros vivían hasta el advenimiento de los derechos civiles igualitarios para todas las razas. Más allá de ser ingenioso, el nombre indica en cierta forma el espíritu de la serie, que, con un énfasis puesto más en lo cultural y socioeconómico que en lo meramente criminal, plantea una variación novedosa a la tradición del cine y la televisión carcelarios.

El cine carcelario puede ser considerado todo un subgénero del policial, y en su cinematografía pueden contarse películas tan notables como Cool Hand Luke (Stuart Rosenberg, 1967), Expreso de medianoche (Alan Parker, 1978), Escape de Alcatraz (Don Siegel, 1978), El beso de la mujer araña (Héctor Babenco, 1985), Sueños de Libertad (Frank Darabont, 1994) -calificada por los usuarios del sitio IMDB como la mejor película de todos los tiempos-, o la reciente y brillante Un prophète (Jacques Audiard, 2009), pero se lo puede considerar también un género esencialmente masculino. Las cárceles femeninas han sido ignoradas por el cine, salvo por la fugaz moda explotation de cine de mujeres en prisión, que tuvo su auge en los 90 y que era más que nada una excusa para mostrar mujeres desnudas bañándose y algunos actos de sadismo, lesbianismo y violaciones. Las excepciones serias -como Leonera (Pablo Trapero, 2008)- a este cine barato y perverso (cuyas películas solían tener como protagonista a Linda Blair) son escasísimas, y el hecho de que exista una serie dedicada al tema es ya algo a destacar, pero lo es aun más la voluntad explícita de Jenji Kohan de alejarse de los clichés que las películas baratas sobre mujeres encarceladas han hecho populares.

La primera escena del primer episodio de Orange... es casi una declaración de principios sobre esta voluntad de aproximarse al tema desde otro ángulo; en ella vemos al personaje principal, Piper Chapman (Taylor Schilling) bañándose y llorando en la ducha en su primer día tras las rejas. Cuando sale de la ducha es interpelada por una enorme reclusa negra que insiste en verle los pechos, pero cuando tanto el personaje de Piper como el espectador esperan que la escena se convierta en un previsible acoso o agresión sexual, la reclusa negra hace un chiste elogioso sobre el físico de Chapman y la deja en paz, casi halagada. Algo muy distinto del precedente temático de la serie en televisión por cable, la violentísima OZ de HBO. A pesar de haber sido una de las series emblemáticas de la revolución televisiva del canal a fines de los 90, OZ no suele ser reivindicada como algunos hitos contemporáneos del calibre de Los Soprano o The Wire. El motivo es fácil de percibir si se repasa cualquiera de sus seis temporadas: lo que a fines de los 90 se veía como un espléndido catálogo de grises morales, hoy en día impresiona como bastante estereotipado, arengador y forzado para generar al menos un conflicto importante por capítulo, además de deliberadamente morboso.

Orange is the New Black es muy distinta; si bien las reclusas suelen separarse por etnia, las relaciones intergrupales son constantes y rara vez degeneran en violencia. Esta visión, si se quiere suave, de la vida carcelaria dista muchísimo de presentarla como una colonia de vacaciones; muy por el contrario, permite focalizar la trama sobre las características más sobresalientes del castigo de la reclusión: la pérdida de la autonomía y de los derechos ciudadanos, así como el desbarranco por la escala social que significa la cárcel. No hacen falta violaciones, pandillas, ejecuciones u otros clichés de la representación carcelaria para que emerja el auténtico centro opresivo de la institución, y a partir de esto Orange..., que funciona tanto en clave de comedia como de drama sexual, adquiere una fuerte personalidad como comentario social.

La ola persistente

Orange is the New Black pertenece a lo que alguien ya debe de haber denominado “televisión de autor” y que marca una de las grandes diferencias de la televisión actual con el cine, particularmente con el cine de autor, que gira esencialmente alrededor de la figura del director. En las series que han sido la base de lo que ya se llama “la segunda edad de oro de la televisión”, la figura preponderante es más bien el guionista habitual o el creador de la idea general de la serie (que también suele ser uno de los productores), mientras que los directores rotan y se mantiene una estética base. Esto ha tenido como consecuencia la emergencia de nombres como los de David Simon (The Wire, Generation Kill, Treme), Kurt Sutter (The Shield, Sons of Anarchy) y Aaron Sorkin (The West Wing, The Newsroom), cuyos productos son inmediatamente reconocibles más allá de quién esté detrás de las cámaras en cada episodio. En el caso de Orange… la responsable es Jenji Kohan, quien antes había creado para el canal Showtime la interesantísima serie Weeds, que tiene mucho en común con este nuevo trabajo. Weeds, la historia de un ama de casa que se convierte en traficante de marihuana (y que puede considerarse un antecedente directo de la premiadísima Breaking Bad), fue definida por la crítica estadounidense con el neologismo de “dramedia”, que más allá de su fealdad formal es bastante adecuado tanto para Weeds como para la nueva serie de Kohan.

Buena parte del encanto de Orange… depende de su personaje principal, la ya mencionada Piper Chapman; una treintañera proveniente de una familia de clase media-alta, rubia anglosajona, a punto de casarse y casi sin vínculos con el mundo del delito, que a causa de una falta cometida diez años atrás se ve de pronto condenada a cumplir 15 meses de prisión. Se trata, en cierto modo, de la peor pesadilla posible en el mundo actual: alguien perteneciente a una de las más privilegiadas clases del mundo occidental desciende abruptamente por la escala social para encontrarse siendo una minoría -casi individual- en el fondo de lo que se puede considera el depósito de basura de la sociedad actual. Su adaptación a este nuevo mundo y su esfuerzo por conservar los vínculos con su antigua realidad son, lógicamente, el eje alrededor del que gira la serie, pero también se plantea, por motivos fácilmente imaginables, como una serie en la que la homosexualidad no es un tema lateral de personajes menores, sino uno de los factores identitarios más importantes para sus personajes. Para Piper la prisión no sólo implica el encuentro con clases sociales de las que se sentía alejada definitivamente, sino también con una sexualidad que creía olvidada, y que se presenta en la forma de Alex, su ex novia. Para los que extrañan la recordada comedia That 70’s Show, Orange... significa el regreso a la pantalla chica de la fascinante Laura Prepon, que interpretaba a la pelirroja Donna en aquella sitcom y que, más madura, sigue siendo una presencia magnética y sensual. En Orange... abundan (aunque no son obligatorios en todos los episodios) los desnudos y algunas escenas sexuales bastante explícitas en términos televisivos, y muchos de los diálogos son de una asombrosa crudeza en sus referencias a la sexualidad femenina y los procesos físicos de las reclusas, pero no hay en esto un énfasis particular, sino más bien una obsesión con cierto realismo ambiental. No es el realismo casi documental de las series de David Simon, y hay espacio para algunos personajes tan idiosincrásicos que bordan la caricatura, que funcionan generalmente como vehículos de un humor que suaviza la oscuridad general del cuadro.

Más allá de sus virtudes evidentes, Orange... dista de ser una serie perfecta, o de incluir observaciones sociales tan ricas como las de The Wire o Breaking Bad, sobre todo por una debilidad que se hace muy patente cuando se ven varios episodios juntos; si los personajes femeninos son de lo más atractivo y complejo que tiene la televisión actual, los masculinos son, además de escasos (lo que no tiene por qué ser un defecto en una serie sobre un ámbito eminentemente femenino) son singularmente planos. De hecho, de todos los que aparecen, sólo el consejero de prisión Sam Healy (Michael Harny) -que oscila entre su predisposición positiva hacia las reclusas y una homofobia conservadora que le produce arranques arbitrarios- parece tener algunos matices, mientras que los demás parecen cortados de una sola pieza, especialmente el escritor Larry Bloom (Jason Biggs) -el prometido de Chapman- quien por momentos se asemeja a una caricatura del novio comprensivo y amoroso.

Esto no impide que la serie sea uno de los aportes más novedosos de una televisión que continúa pasando por un momento dorado, pero que da algunas señales de repetición. El final abierto de la primera temporada promete su renovación al menos por un año más. De momento, aún es una serie que tiene mucho que decir.

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