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Sarah Lancashire en Happy Valley. / Fotograma difusion, sin datos de autor

De valles no tan verdes

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Happy Valley, la miniserie sensación de la televisión británica.

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Se sabe que la televisión inglesa suele ser, sin gran esfuerzo, la mejor del mundo; desde los días de gloria de Monty Python y el primer Dr Who hasta el brillo actual de That Mitchell and Webb Look o el nuevo Dr Who (la más antigua serie televisiva del mundo es también un ejemplo único de calidad sostenida en el tiempo), y sin contar con su exquisita tradición de documentales, los ingleses han sabido ser la envidia de países acostumbrados a los shows de Tinelli o a gente que se sube a una moto para ver qué rara es la gente de Cerro Largo, y en su caso la revolución que ahora vive la televisión estadounidense -es decir, el cambio de concepción que ha generado una televisión “de autor”- ya se vive desde hace décadas. Por desgracia,
dichas series son de difícil acceso fuera de Inglaterra (incluso los estadounidenses prefieren realizar sus propias, y casi inevitablemente inferiores, versiones antes que difundir las originales), pero en el caso de la que aquí comentamos -una producción original de la BBC- ha sido adquirida recientemente por Netflix, lo que puede hacer más sencilla su llegada.

En todo caso, Happy Valley, una miniserie policial de seis capítulos, ha sido toda una sensación en la televisión británica y ha recogido críticas unánimemente elogiosas fuera de su país. Más que propiamente un policial tal como solemos entenderlo, Happy Valley se adentra en un territorio mixto entre ese género y el drama social, territorio que últimamente se ha hecho bastante habitual gracias a series como The Killing, The Bridge o incluso True Detective.

Pero sobre todo, es muy difícil no pensar en Fargo (la película, aunque lógicamente tiene algunas similitudes también con la serie) al ver Happy Valley, y de hecho buena parte de la trama parece calcada; aquí también se gira alrededor de un secuestro encargado chapuceramente por un ejecutivo sin dinero a un grupo de delincuentes no muy efectivos ni inteligentes, pero más brutales de lo que su empleador cree. El secuestro también se realiza en una comunidad pequeña en la que casi todo el mundo se conoce y también se complica por la incompetencia de los secuestradores. Pero sobre todo, lo que recuerda a Fargo es la presencia de la ley -como elemento de moral y justicia- encarnada en la figura de una mujer de carne y hueso, no una figura heroica y sobrehumana, sino una persona creíble, con problemas, limitaciones y debilidades, que se diferencia del resto por su simple deseo de hacer lo correcto.

Este personaje se presenta a pocos minutos de comenzar el nuevo capítulo: una patrulla policial es llamada a un parque de West Lancashire, donde un joven, borracho y deprimido porque su novia lo abandonó, amenaza prenderse fuego. Entonces una sargento de mediana edad se aproxima a él con un bomberito, escucha lo que tiene que decir y contesta: “Hablando de eso, soy Catherine. Tengo 47 años, estoy divorciada. Vivo con mi hermana, que es una adicta a la heroína en recuperación. Tengo dos hijos adultos. Una está muerta, uno que no me habla y un nieto, así que...”

Esta introducción en cierta forma resume al personaje, pero no por completo: todo lo que dice es cierto, pero también está en problemas económicos con la hipoteca de su casa, mantiene una relación de adulterio con su ex marido (que ha vuelto a casarse) y vive atormentada por pesadillas y visiones de su hija muerta, quien se ahorcó luego de haber dado a luz a un hijo producto de una violación.

Como se puede ver, el panorama no es precisamente luminoso en el “valle feliz” al que refiere el nombre de la serie, y establece un gran contraste entre la belleza de las locaciones (un West Lancashire que suele ser fotografiado en hermosas tomas panorámicas que lo presentan como una belleza arquitectónica y como el lugar más verde del mundo), y la sordidez a nivel de calle de una comunidad aquejada por una epidemia de adicción a la heroína y donde los deseos materiales más vulgares son pretexto para la tragedia. Es ahí donde -fuera de sus parecidos superficiales- Happy Valley se distancia completamente de Fargo; en este caso el tono es de un realismo implacable, sin el menor elemento del humor algo surrealista que impregnaba a la película de los Coen, que recuerda más a la turbulencia emocional de las películas de Mike Leigh (Secretos y mentiras, Happy Go-Lucky) que a cualquier tipo de sátira basada en el absurdo y el contraste simple.

La trama policial es sencillísima y carece del menor misterio, enfocándose en cambio en las reacciones de los personajes ante la irrupción de lo violento en sus vidas, ya sea por su voluntad o por la de ajenos. Para esto, la serie se apoya en un guion de una solidez a prueba de balas y, particularmente, en un desempeño actoral impresionante, liderado por Sarah Lancashire, que se ha convertido en la actriz estrella de la televisión británica, en el rol principal, que realmente impresiona. Lejos de los parámetros habituales de edad y belleza de la televisión actual, Lancashire compone un personaje de una fuerza impresionante y una profunda femineidad que no colisiona nunca con el carácter “duro” de su investidura policial. A su alrededor hay un elenco que también brilla y en el que no se deja a ningún personaje sin cierto relieve y personalidad que lo destaquen e individualicen como una entidad creíble.

Se le ha criticado a la serie cierto exceso de violencia, pero sorprende al verla que en realidad ésta, en su forma explícita, es muy escasa incluso en comparación con series tan clínicas como la pueril CSI. Sin embargo, la observación no carece de fundamentos, ya que a pesar de su poca cantidad, la violencia presente en la serie es de un realismo que puede resultar chocante al espectador. Este realismo no está dado por elementos gráficos o morbosos, sino por las consecuencias de aquélla; en Happy Valley los golpes dejan feos moretones que no desaparecen de episodio en episodio, y dejan heridas tanto físicas como psíquicas que se presentan como irremediables. Como en The Killing, el énfasis está puesto no tanto en los crímenes en sí, sino en sus consecuencias, en las que son afectados por aquéllos y tienen que seguir adelante, incapaces de recuperarse completamente, dependiendo de la Justicia como leve consuelo y como única forma de no caer en el nihilismo y la desesperación absoluta.

Happy Valley es a veces un trago duro, pero también es dueña de una energía emocional que parece ir a contramano del concepto habitual de entretenimiento y que abraza sin complejos su condición de drama. Difícilmente recogerá una audiencia tan entusiasta como la de True Detective, pero en sus propios términos es sin dudas de lo mejor que ha dejado 2014 en televisión.

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