-Tanto en tus ensayos como en tus poemas hay una preocupación por las vanguardias históricas de principios del siglo XX. ¿Cómo ves el estado del arte en la actualidad? ¿Cuál es el lugar de la vanguardia?
-El arte y el pensamiento actuales se encuentran, como dice [Jacques] Rancière, en una contrarrevolución cultural, que es la negación del pensamiento; incluso esto sucede en Uruguay, aunque intente alejarse del mundo para entrar en una especie de tranquilidad de algunos minutos. Cuando estábamos con Roberto [Appratto] peleándonos contra el establecimiento intelectual y literario del país vivíamos bajo dictadura y había limitaciones claras, pero ahora hay otras. Yo creo que Uruguay vive un momento de autosatisfacción, entendida como una especie de júbilo, de estado de gran efervescencia, que es una limitación a la creatividad del pensamiento y de la forma. Lo que ocurre con las grandes efervescencias y los “siglos de oro de la expresión” es que son como un relámpago y después no queda nada, porque hay una ausencia de pensamiento crítico, porque el pensamiento mismo como cuerpo está en crisis desde hace muchísimo tiempo y la gente cree que cambia una generación, cambia un gobierno y ya todo volvió pero la crisis sigue. Eso sigue ahí, está todo planteado, no hay nada resuelto y no hay probablemente nada que resolver en los téminos en que se resolvía algo antes. Tabaré [Vázquez]no va a cambiar el estado de la cultura uruguaya ni el estado de la poesía; son los artistas y los intelectuales los que tienen la responsabiliad. En este momento el regodeo cultural creativo uruguayo hace mella en la construcción de un lenguaje que entre a poner en crisis ese júbilo, y estamos siempre al borde de un “vale todo” y “dale otra más” y al final no tenés nada. Hay que reclamar una apertura de carácter crítico: no decir “ya no existe más vanguardia”, sino resucitar las paradojas, alimentar la noción fermental de paradoja, porque la vanguardia está proyectada para un momento de transformación social en el que el arte desaparezca como práctica autónoma privilegiada, y se funda en la dinámica de la vida, que es un proyecto revolucionario integral. Y cuando [Friedrich] Schlegel dice “las formas son históricas” eso implica que tenés que hacer un arte con una forma de este momento en el que estás inserto, y que el momento actúa en ti. Por ejemplo, estoy escribiendo sobre la noción de cover y la importancia que tiene en el arte que viene. Yo lo aprendí con [Bob] Dylan, que como siempre era particular y hacía un cover de sí mismo, que es lo que hay que hacer. No vas a agarrar a Jorge Manrique: te agarrás a vos mismo y cantás 20 veces diferente la canción, y todavía mantenés una actitud de vanguardia en el sentido de que el público que quería aquella versión de la canción no la va a tener más, ni siquiera va a reconocerla: hay un grado de imprevisibilidad... Dylan se dio cuenta de que si no podía cambiar el mundo tenía que cambiarse a sí mismo, que uno no puede imponer una ley de imprevisible necesario para el arte, pero sí volver imprevisible lo suyo.
-En una entrevista de 2007 hablás de la dignidad como elemento constitutivo de “lo uruguayo”. ¿Podrías explicar un poco más el concepto?
-Lo que ocurre es que la dignidad que asocio con lo uruguayo hace lo posible para sortear la crisis de valores en la que vive el mundo actual por obra y gracia del capital. Un ejemplo: [José] Mujica. Mujica tiene dos niveles que son importantes en cuanto a su lugar; uno es el problema del lenguaje, el hecho de que hable como habla es un desafío o desacralización verdaderamente insólita del poder. Y es curioso, porque por eso podría haber sido segregado de la lógica lingüística de los presidentes y, sin embargo, es casi venerado en ciertos lugares por la manera en que habla. El segundo nivel es a título de qué habla. Mujica habla por sí mismo, no por el gobierno uruguayo; es decir, él emite y el gobierno va por otro lado; es una cosa dislocada. Habla como si hubiera un mito que respaldó con su propia biografía y desde el cual emite, y después viniera la praxis, y vemos que se puede hacer, porque tenemos pactos económicos con Estados Unidos y el capital es la misma serpiente por todos lados. Y hay una cuestión interesante en cuanto a la lucha por ciertos valores asumiendo la propia lógica y la coyuntura, como si dijera: “Yo no puedo hacer más por el país”, pero, por otro lado: “Puedo levantar una imagen de hombre”, la imagen de hombre uruguayo que estaba enterrada bajo cuatro capas después de la dictadura. Mujica le devolvió una dignidad a lo que es ser uruguayo, y hay una tradición de dignidad. El primer digno es un digno paradójico: [José] Artigas, que nunca volvió. A un contexto de traidores no podía volver, y ése es el primer acto de dignidad, fundado en la ausencia. Y el concepto de ausencia es uno de los más dignos que yo pueda manejar.
-¿Es el exilio, como quería James Joyce, necesario para la creación artística?
-Yo creo que eso lo aprendí con él y [Samuel] Beckett. La mayoría de los poetas exiliados que yo conocí estaban preocupadísimos por crear una “lengua del exilio”, y el asunto es que el exilio consiste en exiliarse de la lengua. Yo no puedo nacionalizarme mexicano, porque mi escritura poética está en relación directa con la noción de ausencia y de exilio. Escribir es un acto de exilio, y en el momento en que yo asuma otra nacionalidad estaré traicionando algo que está directamente vinculado con mi escritura. Desde el momento en que me echaron me di cuenta de que había perdido un país pero ya no iba a ganar otro. Puedo ganar afectos, amores, hijos, pero no país.
-Me decías que la sección “Prosapiens” de tu último libro se iba a llamar “Treinta y tres orientales contra el bajo precio de la necesidad”. Tu libro anterior se llama “Vacío, nombre de una carne” y juega con el doble sentido de la palabra. Uruguay y el imaginario uruguayo parecen funcionar como reservorio de imágenes en tu obra...
-La mejor manera de quedarse es irse y no volver. Porque si volvés, ya ni siquiera volviste. El imaginario te presenta la posibilidad de una especie de sobredosis de real: podés estar más acá que alguien que está acá. Es el caso de Joyce y de Beckett, que aunque escriban en francés o sobre la ópera, no hay tipos más irlandeses.
-En varios textos hablás de la incapacidad, de la insuficiencia del lenguaje. ¿Cómo se desarrolla la creación poética en función a esta premisa?
-El lenguaje no es confiable desde el momento en que no es inocente. Es más, el arte es radicalmente traidor y el concepto mismo de palabra ya no es manejable. Tenemos el concepto “las palabras”, que significa la muerte de “La Palabra” como entidad totémica o como depositaria de una especie de verdad trascendente y atemporal. El verbo murió y la palabra no encarnó más, y no hay dios que la haga encarnar, porque no hay dios y el concepto de palabra como unidad plenificante tiene que ver con una deidad. Cuando [Stéphane] Mallarmé dijo “purificar las palabras de la tribu”, es la tribu la que está como sujeto de ese sintagma, no son las palabras, no hay “la” palabra.
-Sin embargo, como dice uno de tus poemas, “El compromiso del poeta es escribir un vaso / real”.
-Un compromiso imposible. Se señala la imposibilidad por delante. Nada de esto tiene sentido sin la imposibilidad colocada delante, y lo que ha abolido este momento actual, en todos lados, es el concepto de imposibilidad. El mundo se maneja sobre parámetros de lo posible, y lo que te altera profundamente la vida y tu conceptualización del mundo es que están todo el tiempo intentando convertir la “imposibilidad”, que es altamente revolucionaria y transformadora, en “posiblidad”. Todo tiene que ser posible, y no todo es posible. Por eso, contar con la imposibilidad como un factor determinante para generar imprevisibilidad es fundamental para estar en esto. Yo no sé si se llama arte, ya no sé cómo se llama, pero para estar en esto la imposibilidad debe ir por delante, como valor. Somos los imposibles insistentes.