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Ryukichi Terao. / Foto: Nicolás Celaya

La escuela del símbolo

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Con el traductor japonés Ryukichi Terao.

Era una mañana tranquila en el bar Hollywood. Entre las maquinitas apagadas y el azucarero familiar, Ryukichi Terao (Japón, 1971) hablaba español mejor que nadie. La excepción se vincula con su profesión: es hispanista, docente y traductor de autores japoneses como Kawataba, Mishima y Kobo Abe -de quien Eterna Cadencia acaba de publicar en la vecina orilla Encuentros secretos-, y de otros más cercanos como Juan Gelman, Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti. Terao visitó fugazmente Montevideo y adelantó su deseo de traducir a Mario Levrero.

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-¿Cómo se dio tu acercamiento al español desde la universidad?

-Por error. En el momento de enviar la solicitud a la universidad, uno tenía que escoger dos idiomas extranjeros para toda la carrera. Inconscientemente elegí inglés y español. Cuando me aceptaron ya no lo recordaba. Así comencé, y afortunadamente me fue bien...

-Teniendo en cuenta este comienzo, ¿definirías tu relación con América Latina como errática y azarosa?

-Sí, exactamente. A los 18 años no imaginaba que estaría conversando aquí con usted.

-¿Qué fue lo que más te sedujo de Latinoamérica?

-La gran diferencia que existe entre América Latina y Japón. El primer país de América Latina que conocí fue México, en los años 90, cuando se vivía en medio de un caos. Al comienzo estuve en Guadalajara, una ciudad hermosa pero con peligros. Existían muchos inconvenientes, pero la gente era muy amable y alegre. Ese perfil caótico me sedujo mucho, además de que siempre me gustó muchísimo la literatura y me sentía atraído por la latinoamericana. A los 18 años comencé a leer a [Gabriel] García Márquez, [Mario] Vargas Llosa, Carlos Fuentes. Fue una literatura que me impactó, que me marcó la vida.

-¿Antes de estudiar español ya te habías interesado en la literatura del boom?

-No tanto. Conocía muy poco. En Japón se comenzaban a conocer -de forma tardía, en 1989 y 1990- las obras de Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar.

-¿Cómo se leía el realismo mágico en ese contexto?

-Al comienzo me costaba entenderlo, pero después de estar un año en México comencé a comprenderlo mejor, aunque hasta el día de hoy la literatura del realismo mágico continúa siendo un enigma para mí. A pesar de que escribí un libro sobre el realismo mágico en japonés, aún no siento que he entendido cabalmente esta clase de literatura.

-Probablemente nosotros tampoco. También te has vinculado a Juan Carlos Onetti, uno de los grandes predecesores del boom.

-Traduje un par de obras suyas. En 2008 comenzamos a hacer una colección de literatura latinoamericana llamada Colección Premio Cervantes. La idea consistía en traducir autores galardonados con ese premio. El primer título que publicamos con mi traducción en ese marco fue El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sábato, después unos ensayos de Vargas Llosa y luego Onetti. Ya estaban traducidos La vida breve, El pozo y “Jacob y el otro”; por eso opté por Juntacadáveres.

-¿Qué fue lo que te resultó más complejo?

-La novela me costó muchísimo. Tiene casi 300 páginas. Además, tiene frases que no entiendo, y para poder traducir debo comprender. Sufrí mucho y mantuve varias consultas con muchos amigos uruguayos, quienes tratan de explicarlo pero no logran precisar el sentido. Creo que ellos mismos no comprenden perfectamente las frases de Onetti. Algunas veces tuve que inventar, y no sé si acerté, pero espero no haber fallado.

-¿Existe una traducción literal del título?

-Tuve que crear una combinación. Juntacadáveres tiene sentido en español, y el personaje en la novela figura como Junta, por lo que el resultado sería “Junta que recoge cadáveres” [próximo a una anécdota personal de Onetti que dio título a la novela]. Inventé una nueva palabra, digamos.

-¿Recordás qué fue lo primero que leíste de Onetti?

-La vida breve, una novela que me encantó, y seguí leyendo principalmente cuentos: “Bienvenido, Bob”, “Un sueño realizado”, “Presencia” y “El infierno tan temido” -cuento que traduje junto a Los adioses y “La novia robada”-. De modo que he publicado dos libros de Onetti [Juntacadáveres, y un ejemplar que reúne
estos textos]. La traducción naturalmente modifica, pero no debe explicar demasiado, ya que también debe participar el lector.

-Jorge Luis Borges aseguraba que traducir implicaba crear otra obra.

-Borges, de hecho, creaba una nueva obra. Cambiaba el final. Hay un cuento de un autor japonés -“Sennin”, de Ryunosuke Akutagawa-, recopilado en Antología de la literatura fantástica, cuyo final está cambiado en su totalidad. Lo tradujimos al español, así que ahora ustedes pueden contrastar dos cuentos absolutamente diferentes.

-¿Qué cuenta al momento de traducir?

-Sé traducir pero no hablar de traducción. Trato de comprender al máximo el texto y procuro traducir su esencia, no los detalles. Entre el español y el japonés no puede existir una traducción literal, ya que son dos idiomas totalmente distintos, que no comparten el mismo abecedario. Ante esa imposibilidad, siempre se debe buscar el equivalente, y éste siempre debe ir en dirección de la esencia del texto. No estoy diciendo que uno descuide los detalles, ya que a veces tienen pertinencia en el texto, pero si el traductor se preocupa demasiado de ellos, termina perdiendo la esencia. Ésa es la cuestión. Hay momentos en que sufro. Recuerdo muy bien cuando traducía el poemario Valer la pena, de Juan Gelman. En esa instancia tuve la oportunidad de consultar con el propio Gelman los versos que no comprendía. Él, con su frescura característica, me decía: “Traducilo tal cual”, como si eso fuera posible.

-No debe ser fácil trasladar la decadencia y el tedio de la existencia onettianos a un imaginario tan distinto como el japonés.

-Sí. De hecho, a la gente le cuesta entender. Y la verdad es que la venta no ha sido muy positiva.

-Tampoco lo fue acá en su momento.

-No obstante, ha tenido lectores muy buenos y muy enterados de la literatura mundial, que supieron apreciar esa atmósfera decadente y particular, como dices, muy vinculada al mundo latinoamericano.

-También estás interesado en traducir El lugar, de Mario Levrero.

-A Levrero lo conocí tardíamente. Es un autor desconocido en América y en España. Recién ahora está comenzando a circular. Comencé con “la trilogía involuntaria”, como le dicen, y me impactó El lugar. Levrero es un autor comparable con un escritor japonés al que estimo mucho, Kobo Abe. Al leer El lugar tenía la sensación de estar leyendo una versión uruguaya de Kobo Abe. En Encuentros secretos, percibí de manera inmediata que es una serie de sucesos extravagantes, una forma de pensar en imágenes o escenas simbólicas. Aparentemente, suceden cosas incoherentes, pero es una forma de pensar. Escribir una novela es desarrollar pensamiento, reflexión. Seguramente, Levrero desarrolle lo mismo. Creo que en un futuro cercano lo estaré traduciendo: será presentado como la versión uruguaya de Kobo Abe.

-¿Cuál es el lugar que ocupa Kobo Abe en el campo literario japonés?

-Ocupa un lugar particular, ya que no tiene nada que ver con el realismo o la novela del yo, intimista, o la novela psicológica. Es un autor que defiende el hecho de que un escritor debe ser residente del globo terráqueo, y cita ejemplos de escritores que viven en una época, no en una región. Abe se considera un escritor de la sociedad moderna, marcada por el absurdo de la vida. Según él, esto comienza con [Franz] Kafka, a quien Levrero también admiraba. Él es el único heredero de la literatura kafkiana en Japón. Trata de crear un mundo hipotético para retratar lo absurdo de la sociedad moderna.

-¿En él también se da esa suerte de extrañamiento frente al mundo por parte del narrador, al igual que en El lugar?

-Exactamente. Es una literatura que sorprende al lector y luego, poco a poco, comienza a atraparlo. Cuando terminas de leerlo, notas que tu punto de vista ha cambiado. Hay gente preparada para aceptar la literatura de Abe, y Japón es un país de traducciones. En este sentido, Levrero tiene muchas posibilidades de éxito.

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