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Chicas muertas, de Selva Almada. Random House Mondadori, Buenos Aires, 2014.

Una chica de provincia

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María Luisa Quevedo fue asesinada el 8 de diciembre de 1983 en la ciudad de Roque Sáenz Peña. Su cuerpo violado y estrangulado apareció en un baldío de la periferia, pero nadie fue procesado por su muerte. Cinco años después, el 12 de marzo de 1988, desaparecía una muchacha de 20 años, Sarita Mundín. Estuvo perdida casi un año, hasta que encontraron sus restos a orillas del río Tcalamochita, en la provincia de Córdoba, sin que la Justicia diera con el culpable. Andrea Danne, de 19 años, dormía en su casa cuando la apuñalaron, el 16 de noviembre de 1986, mientras en la ciudad de San José se celebraba la Noche de las Quinceañeras. Otro caso sin resolver. Estas tres historias atraviesan Chicas muertas, el último libro de la entrerriana Selva Almada, en el que alterna recuerdos personales de su infancia y una investigación de tres feminicidios ocurridos durante la década del 80 en el interior de Argentina.

Era domingo en la provincia de Entre Ríos. La narradora acompañaba a su padre en un asado tempranero para evitar el calor demoledor del mediodía. Su padre tomaba vino con hielo y repartía las brasas, ella escuchaba la radio. Ésa fue la primera vez que escuchó la noticia del asesinato de Andrea Danne: “Durante más de 20 años Andrea estuvo cerca. Volvía cada tanto con la noticia de otra mujer muerta. Los nombres que, en cuentagotas, llegaban a la primera plana de los diarios de circulación nacional se iban sumando”. Si bien éste es el primer trabajo de no ficción -género literario híbrido que cruza la novela tradicional y el discurso testimonio- de Almada, desde sus primeros trabajos se retratan las diferentes versiones de la violencia en un escenario copado por seres perdidos en sus propios pueblos, que sobreviven a sus pasos cansinos, a las calles polvorientas, al sol calcinante de la siesta. Esta geografía pueblerina y litoraleña recuerda a las atmósferas detenidas de Juan Rulfo o Carson McCullers, como también su trabajo centrado en la imperfección, en los intersticios narrativos.

La violencia física y simbólica ya estaba presente en su exitosa primera novela -El viento que arrasa (2012), considerada un acontecimiento literario por el público y la crítica-, en la que el reverendo evangélico Pearson y su hija Leni deben retrasar su viaje al Chaco por una falla en el motor del auto. En un pueblo perdido, Pearson abandonó a su mujer y siguió camino con su hija, a la que intenta moldear de acuerdo a su moral y su mundo de hombre. En el taller mecánico donde se detienen, Leni pasa las tardes entre autos destrozados, atrapada por su condición de mujer: debe acatar los estereotipos femeninos a disposición de los hombres, quienes creen determinar su suerte. En la también exitosa Ladrilleros (2013), Almada vuelve sobre la narrativa realista de pueblo olvidado, en la que sus dos protagonistas, Pajarito Tamai y Marciano Miranda, agonizan desde el comienzo de la novela, luego de herirse mutuamente en una pelea de cuchillos. El trance en el que se desarrollan la historia y el enfrentamiento de las familias rivales recuerda a ciertos personajes de Horacio Quiroga, para quienes, al igual que con estos protagonistas, el futuro no es una posibilidad viable.

Al mundo de Selva Almada lo habitan personajes inestables que se ven enfrentados a conflictos que los exceden. En Chicas muertas las madres no soportan el recuerdo trágico ni la violencia que se apoderó de sus hijas y las sumió en una tragedia imposible de eludir. La narradora va en busca de estos seres desamparados -padres, novios, hermanos-, tratando de reconstruir cada una de las historias, mientras que en el país se suceden otras tantas. La obra cuenta con un carácter historiográfico subjetivo: el tiempo se detiene en cada una de las chicas muertas contextualizando los hechos, mientras se sucede una suerte de viaje hacia una posible verdad pensada desde la reconstrucción social, que es llevada adelante como una lucha personal que oficia de plataforma para repensar la construcción de lo femenino.

Mal de muñecas

El concepto de feminicidio fue utilizado por Jill Radford y Diana Russell, quienes acuñaron ese término para describir los asesinatos de mujeres en manos de hombres, motivados por el desprecio, el placer, el odio o el sentido de la propiedad. De este modo, el feminicidio establece que las relaciones desiguales entre los géneros determinan a nivel social estas muertes, sin reducir el hecho a victimarios enfermos o locos, o movidos por el “crimen pasional” - “Entonces la muerte no era sólo cosa de viejos o de enfermos”, dice la narradora casi al final-.

El feminicidio, o el asesinato de mujeres por ser mujeres, no es una temática prioritaria en las agendas de las políticas de Estado. Según datos publicados por el Observatorio de Criminalidad del Ministerio del Interior, en 2009 se registraron 23 feminicidios, y en 2010 -según informaciones de la Red Uruguaya sobre Violencia Doméstica-, fueron 17 los feminicidios cometidos durante los primeros ocho meses. Según dijo Paula Mosca -representante de la Red Uruguaya sobre Violencia Doméstica- al Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y el Caribe, en julio de 2010 la situación de la violencia doméstica afectaba entonces a una de cada siete mujeres del país. En ese medio, Mosca denunció que existían 5.000 denuncias sin investigar, y “que en 2001 hubo una violación cada nueve días”.

Paradójicamente, hace sólo tres semanas la Justicia procesó al estanciero que asesinó a la docente Noelia Ferraro en Cerro Largo. Si bien el hacendado confesó haberla estrangulado y enterrado luego de una discusión, curiosamente el suceso fue calificado como homicidio simple -según informó Caras y caretas-. Apenas unos pocos se detuvieron en el lamento y otros en la difusión sensacionalista -o en comentarios misóginos hacia la víctima-, correspondiéndose directamente con el epígrafe de Chicas... “esa mujer, ¿por qué grita? / andá a saber / mirá que flores bonitas / ¿por qué grita? / jacintos margaritas / ¿por qué? / ¿por qué qué? / ¿por qué grita esa mujer?”, exponiendo ese silencio que se vuelve cómplice a la vez que oculta -y propicia- las peores formas de la violencia.

En Chicas muertas la entrerriana acopla los tres relatos centrales a otras historias secundarias que se suceden en distintos pueblos de provincia, reuniendo así un trabajo coral de denuncia emitida desde la propia periferia, desde el desamparo de las protagonistas. “Estas escenas convivían con otras más pequeñas: la mamá de mi amiga que no se maquillaba porque su papá no la dejaba. La compañera de trabajo de mi madre que todos los meses le entregaba su sueldo completo al esposo para que se lo administrara. La que no podía ver a la familia porque al marido le parecía poca cosa. La que tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta”.

Uno de los hallazgos más interesantes de Chicas muertas -y que no es una novedad en su autora- es el modo en que logra que las distintas tramas se desplieguen y se proyecten en diversas ramificaciones, perturbando al lector con una guiñada cómplice cuando cree que ha encontrado analogías o desentrañado cierta lectura simbólica, cuando en verdad sólo existen indicios de un mundo que se sustenta en lo real. En este trabajo, el encuentro entre lo ficcional y lo real no se da de un modo improvisado, sino como una construcción en la que se desdibujan las fronteras entre los distintos géneros, volviendo, como ya es un hilo conductor en la obra de Almada, a la violencia como disparador central del conflicto, recordando lo que sentenciaba Roberto Bolaño: “Salir a pelear: eso es la literatura”.

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