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Steve McQueen, ganador del Oscar de la Academia 2014 a Mejor Película, junto a los productores Jeremy Kleiner y Dede Gardner, en su pasaje por la sala de prensa de la ceremonia. / Foto: Paul Buck, Efe.

La consagración del autorretrato

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Un repaso a la 86ª entrega de los premios Oscar.

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Olvídense de las películas, las bandas de sonido, los cortos, las celebridades y las vestimentas ridículamente caras: la ceremonia de entrega de los premios Oscar 2014 será recordada como “los Oscar de las selfies”, es decir, de esas fotos que todo el mundo con un teléfono con cámara parece estarse sacando constantemente. Ya en la pasarela de entrada, sobre la famosa alfombra roja, varios famosos no pudieron resistirse a la tentación de fotografiarse junto a sus pares, nominados o no, pero fue la conductora Ellen DeGeneres la que institucionalizó la costumbre al tomarse una foto junto a los ocupantes de la primera fila. La foto, descontracturada y similar a las que los adolescentes se toman en sus viajes de vacaciones, fue subida de inmediato a Twitter e hizo colapsar la red social al batir el récord de reenvíos instantáneos, convirtiéndose además, para fastidio de los fotógrafos profesionales, en la imagen definitiva de esta entrega de premios de la Academia de Hollywood. Mientras tanto las estrellas se dedicaron también a ese nuevo deporte llamado photobombing, que consiste en introducirse en alguna fotografía, preferentemente ajena, para lograr un efecto gracioso. Selfies, photobombing... tal vez sean las palabras que definan de ahora en adelante los Oscar, suplantando a palabras ya vetustas como “fotografía”, “edición”, “encuadre” o “arte”.

¿Qué tuvo de particular esta entrega, más allá del photobombing, de la selfie de DeGeneres y de su posterior reparto de pizza -realizado por un auténtico repartidor, como todos los medios se han apurado a aclarar, y como si eso tuviera alguna importancia (“¡increíble! ¡dejaron entrar a un simple mortal a repartir pizza al Olimpo de las estrellas!”)- como parte del programa descontracturado? Antes que nada, habría que señalar que la selección de películas nominadas era posiblemente la mejor en muchos años, lo cual, teniendo en cuenta el pésimo nivel actual del cine estadounidense, es casi un milagro. También es de destacar que por primera vez el Oscar a Mejor Película le correspondió a un director negro (Steve McQueen) y en la categoría Mejor Director se premió a un latinoamericano. Y poca cosa más.

De hecho, si algo demostró la 86ª entrega de los Oscar fue la profundización del carácter narcisista y autorreferencial de la ceremonia, de la que la famosa selfie fue un ejemplo inmejorable. Ningún discurso polémico o politizado (salvo algunos balbuceos de Jared Leto referidos a Venezuela y Ucrania, y algunas referencias a las connotaciones de algunos premios), ninguna actitud disidente, ninguna salida del guion. Sólo la ironía cansina de Ellen DeGeneres -promocionada como una gran presentadora pero perfectamente olvidable, a no ser que se la compare con desastres previos como Seth McFarlane o David Letterman- anunciando que si no ganaba 12 años de esclavitud todo Hollywood iba a ser considerado racista, lo cual era un miedo infundado, ya que la película de McQueen efectivamente ganó. Esto no sorprendió a nadie, porque ninguno de los premios se alejó de las especulaciones previas sobre favoritos, y cabe suponer que nadie hizo una gran fortuna apostando a los ganadores de la noche.

Para la foto

Un buen símbolo del cansancio automático de la ceremonia fue el homenaje a El mago de Oz. Otro gesto autocelebratorio, escenificado con la versión de una de las canciones más célebres de la historia de Hollywood (“Over the Rainbow”), interpretada por una cantante que a pesar de haber superado los 30 años aún es símbolo del pop juvenil (Pink). La versión fue tal vez la más vacía emocionalmente y la más exagerada en lo vocal que se haya escuchado hasta ahora -y eso que hay centenares de versiones de “Over the Rainbow”-, pero se trató del tipo de acto mecánico, sucedáneo tanto de la auténtica sensibilidad original como de una verdadera actualización, que parece definir el arte estadounidense de esta segunda década del siglo XXI. Aunque fue aplaudida de pie, es difícil creer que los asistentes estuvieran realmente maravillados ante una versión tan mediocre. Es más fácil pensar que simplemente se estaban aplaudiendo a sí mismos, a la imagen de sí mismos interpretando la emoción de escuchar “Over the Rainbow” ante el sonido de una interpretación que a su vez era una imitación de alguna clase de pasión ya perdida en el tiempo.

Tan sólo la maravillosa Darlene Love cantando un agradecimiento a capella y un Bill Murray algo desencajado salteándose el teleprompter para saludar a su recientemente fallecido amigo Harold Ramis parecieron tener cierta cuota de espontaneidad y autenticidad, pero a una altura en la que ya era imposible remontar la falta de entusiasmo general, abulia liderada por DeGeneres, quien luego de una sucesión de chistes rápidos y medianamente malignos al comienzo de la ceremonia, se desinfló rápidamente tras sus golpes de efecto (la selfie y la pizza), limitándose a cambiar su vestuario y tratar de parecer lo más cool y superada posible. Sí, no fue una conductora ofensiva como Seth McFarlane o un desastre como la pareja de James Franco y Anne Hathaway (tal vez los dos peores ejemplos de conducción de una entrega de Oscar que se recuerden), ero para alguien que venía con chapa de ser la conductora definitiva, lo suyo fue alternativamente arrogante y tedioso, y, por una vez, que los conductores de Canal 12 pisaran constantemente los chistes de la ceremonia fue un alivio. El único momento genuinamente gracioso de la noche fue cuando John Travolta se demostró incapaz de pronunciar el nombre de la cantante del tema “Let it Go”, de Frozen, Idina Menzel, balbuceando algo que se ha transcripto como “Adele Dazeem”.

Está claro que no se puede esperar que un espectáculo que va a ser observado por centenares de millones de personas (de las cuales no se quiere ofender a casi nadie) no va a ser la fiesta de la alegría súbita, pero este año en particular fue tan divertido como mirar a un modelo maquillarse frente al espejo. O sacarse una selfie.

Arriba y abajo

Cómo decíamos antes, los premios se correspondieron con la mayoría de los pronósticos, orbitando alrededor de la innegable pericia técnica de Gravedad y la crudeza estetizada de 12 años de esclavitud.

Tal vez el único premio realmente discutible de la noche fue el Oscar a Mejor Documental que se llevó el encantador 20 Feet from Stardom, de Morgan Neville, un premio que hubiera sido justo en cualquier premiación en la que no estuviera también nominado el removedor The Act of Killing (Joshua Oppenheimer y Sidney Byrge Sørensen), una obra poderosísima tanto en contenido como en forma y que no tenía realmente competencia en este género que crece año a año en importancia. También fue injusto el Oscar a Mejor Largometraje Animado, concedido a la inocua Frozen cuando estaba en competencia la japonesa El viento se levanta, película tal vez menor de Miyazaki, pero de Miyazaki al fin.

Posiblemente el agradable discurso de Cate Blanchett al ganar su Oscar a Mejor Actriz por Blue Jasmine le signifique una buena cantidad de reproches al agradecer a Woody Allen en su hora más polémica, sin agregar ni una palabra acerca del escándalo que aqueja al cineasta, pero en el fondo fue un acto de sentido común en una situación compleja y borrosa ante la cual lo lógico era no ignorar a quien le brindó la oportunidad de hacer una actuación consagratoria. De cualquier forma, Blanchett intentó ser salomónica haciendo una vaga mención al poder de las mujeres en las películas.

Por su parte, y para estar a tono con la temática selfie, Matthew McConaughey, al ganar su merecido Oscar por Dallas Buyers Club terminó agradeciéndose a sí mismo, a quien considera su auténtico héroe. O todo lo contrario. Bueno, dijo algo que hizo que sus discursos metafísicos en True Detective parecieran una charla casual sobre el clima. Evidentemente está en su momento de gloria, y es posible que esté ligeramente alterado por la circunstancia. Aunque el premio a McConaughey -que puede considerarse un Oscar a todo lo que ha interpretado en los dos últimos años- era esperado, extrañó un poco que Leonardo di Caprio fuera nuevamente postergado. Con ya cinco nominaciones fallidas en su haber, la suerte de Di Caprio con la Academia comienza a asemejarse a la de su mentor Martin Scorsese, quien demoró más de tres décadas en ganar en alguna de sus múltiples nominaciones.

Las dos grandes fracasadas de la ceremonia fueron la subvalorada El lobo de Wall Street (cinco nominaciones, ningún premio) y la sobrevalorada American Hustle (diez nominaciones, ningún premio), pero tal vez Nebraska hubiera merecido alguna estatuilla. Al mismo tiempo, no hay mucho que discutir en el caso de las dos grandes triunfadoras de la noche. El caso de 12 años de esclavitud es de una extraña coincidencia entre el claro favoritismo de ser la película de temática más políticamente correcta de las nominadas y, a la vez, ser la mejor en términos artísticos. Si bien se puede argumentar que Nebraska es un film más sutil y sensible, o que El lobo de Wall Street es una lección de energía narrativa (con muy poco cuidado por la corrección política, además), lo cierto es que la película de McQueen era la mayor y la más trascendente de las aspirantes al mayor premio, y si bien su temática puede haberle dado puntos extras frente a la técnicamente asombrosa Gravedad, lo cierto es que el film de Cuarón no pasa de ser un simple entretenimiento de cine catástrofe, mientras que la película de McQueen es algo más. Repartiendo los premios entre ambas, Hollywood en cierta forma consiguió un adecuado equilibrio entre el discurso y la forma, dejando contentos a tirios y troyanos.

¿Se necesitaba superar esta larga y somnolienta ceremonia para confirmar que 12 años de esclavitud es una buena película, tal vez la mejor de las películas anglosajonas notorias del año pasado? ¿O qué Cuarón es el más dotado de los directores técnicamente innovadores actuales? Posiblemente no, pero la ceremonia ya funciona e importa por su propia inercia publicitaria, y el año que viene -con mayores o menores bostezos- el mundo se detendrá otra vez para volver a observar esta enorme y autosatisfecha fiesta del ombliguismo.

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