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Guía ideológica para pervertidos. / Foto: s/d de autor, difusión.

Butacas de otoño

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Un resumen de lo mejor que va dejando el 32º Festival de Cinemateca.

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Esta nueva edición del Festival de Cinemateca es, como todos los años, inabarcable en su totalidad, pero vale la pena destacar algunos de los títulos que más llamaron la atención de los críticos de la diaria.

La jaula de oro

(Diego Queimada-Díez, México) Cuatro niños guatemaltecos (uno de ellos indígena, sin manejo alguno del español) se lanzan a hacerse la América, intentando burlar distintos escoyos y controles fronterizos. Ha habido, en el cine latinoamericano reciente -especialmente en el de la comunidad latina ya afincada en Estados Unidos-, un montón de películas sobre migración, pero La jaula de oro (título que refiere a la metaforizada vida en ese país, que por un lado se ofrece como El Dorado, pero por otro es una especie de cárcel en la que constantemente son perseguidos por “la migra”) tiene ciertas particularidades que la diferencian de todas las demás. En primera instancia, un pequeño ajuste del territorio, ya que los cuatro niños no deben sortear una (el famoso cerco de Arizona) sino dos fronteras (se suma la de México y Guatemala), con lo que se muestra una compleja subdivisión del ejercicio del poder, en el que una nación que es oprimida -la mexicana- puede actuar de opresora con otra de su misma lengua y territorio. Por otro lado, el pulso de la narración, ajeno a efectismos, humano o gélido según corresponda, con personajes que creemos protagonistas pero desaparecen con pena y sin gloria, sin estallidos catárticos ni reflexiones redentoras. La vida como un tren al que se suben (y del que algunos se bajan o son bajados), levantándose a su costado tanto la vileza como la bondad humana. Una especie de Los olvidados del siglo XXI.

Educación sentimental

(Júlio Bressane, Brasil) Lo que vemos es a una mujer de unos 40 y algo de años, bastante atractiva, dialogando con un varón muy joven (o un adolescente avanzado). Hay una energía claramente erótica entre ellos, pero ella casi siempre está vertiendo conceptos o enseñanzas vinculadas a una cultura variopinta que contempla el clasicismo griego y el samba brasileño, recitados en un tono francamente artificial. Hay algo de anécdota y algo de contexto, pero muy fragmentados, agujereados, lacónicos, sumidos en la consabida inteligencia y el sobresaliente y personal sentido poético de este gran director brasileño. Aparte de la locución de los diálogos, hay elementos teatrales en un telón rojo que a veces encuadra las situaciones (incluso hay un plano en que el telón encuadra una escena en la que hay un cuadro enmarcado por un telón rojo). Una serie de componentes autorreflexivos (imágenes del micrófono, o del foco de luz cinematográfico) ayudan a observar una riqueza de recursos fílmicos, como la serie de rimas visuales que vinculan una máscara circular con un arco en la arquitectura de la casa, con la luna, con una oreja. El trabajo sonoro es fantástico, y a veces parece música. Y de pronto, inesperadamente, tenemos, dentro del propio film, una secuencia de outakes, bloopers de filmación y making of, que además de sumar a la reflexividad, funcionan como una especie de reexposición condensada de todo lo que vimos, mientras aportan sutilmente algunos datos nuevos (sobre todo en la imagen final, que remite al mito de Endimión). Es una realización espectacular, y supongo que resultará sumamente gratificante para quienes no queden inmovilizados ante su extrañeza.

La piedra ausente

(Sandra Rozental y Jesse Lerner, México/Estados Unidos) Es bien interesante el tema de este documental. “Tema” o enjambre de temas. El centro es el traslado, desde San Miguel Coatlinchán a la capital, de una gigantesca escultura de una deidad teotihuacana, en 1964, para la inauguración del Museo Nacional de Antropología. El traslado del monolito de 167 toneladas implicó la fabricación especial de un camión, la apertura de carreteras y la intervención del Ejército para aplacar a los locales que no querían perder ese ídolo, emblema de las tradiciones locales. La actitud de la realización es claramente de intervención: por ejemplo, en una de las referencias a la actuación militar, hay una breve inserción de una vieja película de ficción en la que se ven conquistadores españoles arribando a caballo. Pero no todas las intervenciones van en ese sentido (es decir, de identificación de los pueblerinos con la cultura colonizada). Más bien la actitud es un poco abierta y anárquica: el traslado de la escultura es asociado al Gulliver del dibujo animado de los Fleischer, y el monolito es asociado al de 2001 (con un Así habló Zaratustra todo desafinado). En el vívido (y algo incómodo) collage hay de todo: historietas, documentales, canciones pop, cha-cha-chá, un cover mexicano de “Let the Sunshine In”, y sobre todo unas irreverentes animaciones con técnicas mixtas realizadas especialmente para la película.

Guía ideológica para pervertidos

(Sophie Fiennes, Inglaterra) Para el conocedor de la hemorrágica obra de Slavoj Zizek (que tiene un inabarcable ritmo de libros publicados por año) uno sabe más o menos qué esperar con cada nuevo trabajo suyo, quedando en claro que casi siempre es un juego de cinco o seis conceptos reordenados, con nuevos ejemplos y algún que otro chiste nuevo. Sin embargo, uno no puede hacer otra cosa que dejarse maravillar por los conejos que el esloveno sigue sacando de su galera, cazando ejemplos de la actualidad y haciéndolos dialogar con elementos oscuros e ignotos del pasado. Sophie Fiennes, como en The Pervert’s Guide to Cinema, vuelve a colocar a Zizek en diálogo con los films que lleva a mención (metiéndolo literalmente en ellos, con una gran elegancia), pero en este caso invierte el foco: si en su primer film se intentaba llegar a una dimensión ideológica de las películas, en éste los films son un elemento instrumental a la hora de diseccionar aspectos concernientes a la ideología. De cierto modo, esta la inversión ayuda y nos permite acercarnos a la producción zizekiana de una forma más orgánica y menos episódica, con un contenido y crítica al mundo posideológico (con un final que es casi una proclama) mucho más contundente que en la obra anterior.

Vic y Flo vieron a un oso

(Denis Côté, Canadá) Victoria Champagne vuelve a la casa de un tío suyo en las profundidades de los bosques quebequenses, luego de lo que parece ser una larga condena. Al poco tiempo llega Flo, quien parece haber sido pareja de Victoria en su tiempo en prisión, y se forma entre ellas y el oficial de libertad condicional una suerte de amistad. Tan fiel al humor agridulce del director (recordar Curling, con esos personajes lejanos a la sociedad), como al estilo documental y naturalista de Bestiario, en Vic y Flo vieron a un oso, Denis Côté dirige con una extraña libertad, cambiando de tonos y géneros con total liviandad, y a veces nos deja parados en falso, al ver cómo lo que en un comienzo parece no más que una pequeña apostilla en tono de comedia se convierte en un thriller áspero y duro. Una película extraña, no tanto en lo formal, sino en el retrogusto que deja después de verla.

Fantasmas de la ruta

(José Celestino Campusano, Argentina) Esta película es extrañísima. Ambientada en el conurbano bonaerense, pinta ese cuadro de barrio, chorros, policías corruptos, drogas, pero desde la perspectiva especial de un grupo de motoqueros, de esos rockers con motos tuneadas, camperas de cuero negro, pelo largo metalero, cadenas, calaveras, efigies del Che, inscripciones en gótico, todos barrigones de mediana edad para arriba y que constituyen un “gremio” o “familia” solidaria y regida por códigos de honor importantes (aunque, llegado el momento de implementarlos, tampoco temen meter la pesada). La anécdota gira alrededor del vínculo complejo de tutoría y amistad entre Vikingo (personaje que ya aparecía en una película anterior de Campusano) y Mauro, con el importante disparador de que la novia de éste es secuestrada, en el contexto de trata de jóvenes, y llevada al norte del país. Ninguno de los actores es profesional y sus diálogos esquemáticos son dichos a la manera del cine de Rossellini: talentos actorales entre tenues y nulos, pero con los physique du rôle más perfectos concebibles. La filmación también es bien llana, con una cámara berreta. Y la historia se extiende porque no paran de ocurrir cosas importantes y con peso dramático, aunque en un marco de total verosimilitud, que extiende la película a tres horas y 25 minutos de largo. Al cabo de un rato, el espectador (como con Rossellini) empieza a abstraerse de esa cinematografía rústica (que incluso empieza a ganar su sentido de autenticidad) y se sumerge en ese retrato crudo de un entorno duro y en la curiosidad con respecto al desenlace de la historia.

¿Y ahora? Recuérdame

(Joaquim Pinto, Portugal) Joaquim Pinto es sonidista de cine (trabajó para Manoel de Oliveira, Werner Schroeter, Alain Tanner, entre muchos otros), productor, y director ocasional. Tiene sida y, para agravarlo, hepatitis C, que a su vez le ocasionó una cirrosis. Ante esa perspectiva, decidió someterse en España a un tratamiento con drogas experimentales, todavía no aprobadas y con un alto grado de toxicidad. Esta película es un diario de su cotidianidad durante ese año de tratamiento. La enfermedad es un elemento muy presente, pero el centro son las reflexiones que hace Pinto, dichas en voz over, sobre distintos aspectos de la vida. Habiendo estudiado medicina y economía, tiene bastante qué decir sobre el panorama de la crisis europea y sobre la naturaleza de los virus. La mezcla de recursos (viejos súper 8 familiares, películas, noticieros, filmaciones del cotidiano llano o de momentos especiales del cotidiano, cámaras lentas o aceleradas, superposiciones de imágenes de carácter simbólico o como mera abstracción lúdica, una escena de sexo gay tamizadamente explícito) pueden darle a esta película el aire de una Tarnation, pero madura, culta y europea.

Leviathan

(Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, Francia) Día y noche en un barco pesquero, con sus pescadores, los peces, las redes y las gaviotas insomnes. Lo primero que uno podría pensar es en un formato documental del tipo de Jacques Cousteau, en el que se hace hincapié en la fauna marina, u otro naturalista, que recogiera la cotidianidad de los pescadores, pero la clave de la película de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel está en los créditos finales, donde se dedica la obra a la memoria de varios barcos pesqueros que quedaron perdidos en el mar. El epitafio está dedicado a los mismos barcos y no a sus tripulantes, y así nos damos cuenta de que Leviathan es una película sobre los barcos, de los que extrae su condición orgánica, de casi ser vivo. Filmado con cámaras móviles a prueba de agua, lo que registra Leviathan no se parece a nada que se haya filmado hasta la fecha: una experiencia de imagen/sonido que a veces logra ser vívida de una manera aterradora, sin poder precisar exactamente por qué. En medio de la oscuridad, por momentos el cielo parece estar abajo y el agua arriba, las gaviotas chillan desesperadas, los peces se vienen hacia el espectador como si fueran monstruos, y los hombres parecen robots, apéndices del barco. Es curioso, pero uno percibe Leviathan como un documental en el que se filma a la naturaleza como si fuera una película gore. Es, casi por así decirlo, una reversión de La sangre de las bestias, saliendo del matadero y metiéndose en el mar.

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