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Jorge Bolani. / Foto: Nicolás Celaya

En varios actos de amor

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Encuentro con Jorge Bolani.

Conocido por sus célebres pausas, sus medios tonos, sus personajes diversos, que van de Martín Santomé en La tregua al teórico ruso Vsévolod Meyerhold y Herman, el hermano exitoso de Whisky, Jorge Bolani es un actor referente tanto del teatro independiente como de la Comedia Nacional, elenco del que se despide, después de diez años, con La visita. Bolani conoció al Negro Fontanarrosa, participó cuatro años ininterrumpidos en la obra ¡Ah, machos!, fue dirigido por dramaturgos como Omar Grasso y Jorge Curi, y estudió -entre otras cosas- perfeccionamiento actoral con Aderbal Freire Jr. “Me encantaría volver a los talleres de dirección, pero vamos a ver cómo se presenta la vida”, dice.

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-Fontanarrisa eran cuentos de Fontanarrosa escenificados; de hecho sus cuentos son muy escenificables, aunque él no lo creía. “A mí no me gusta el teatro”, nos dijo una vez. Vino a Montevideo a ver la primera versión que hacíamos de Fontanarrisa (1993) en el Circular. Cuando lo invitamos nos dijo: “Yo les quiero aclarar, muchachos, que a mí no me gusta el teatro. Vengo porque siento curiosidad. Incluyen el cuento ‘El día que cerraron El Cairo’ (lo adaptamos como ‘El día que cerraron el Sorocabana’), y sinceramente tengo mucha curiosidad de ver cómo lo hacen en un escenario”. El Negro tenía esa gran duda, pero después quedó absorto con el espectáculo. Primero nos reunimos, como no podía ser de otra manera, en un boliche, porque él era un intelectual de boliche. Cuando fuimos a la casa de Eduardo Cervieri, el director, le preparamos una sorpresa: en un momento de la noche sonó el timbre y alguien le dijo: “Negro, andá a atender que es para vos”. Cuando abrió, del otro lado de la puerta estaba José Pepe Sasía [ídolo de Peñarol que vistió la camiseta de Rosario Central]. Se dieron un abrazo interminable. Fue una de esas noches mágicas; se hablaba todo lo que se habla en sus cuentos: de mujeres, de fútbol, de la vida.

-En una entrevista con Leonardo Flamia dijiste que Variaciones Meyerhold era lo mejor que te había pasado en la Comedia Nacional.

-Sí. Mirá qué curioso, porque tuve muchas satisfacciones, aun haciendo roles pequeños. Pero si tuviera que elegir me quedo con el comienzo y el final, que corresponde a El viento entre los álamos y Meyerhold, aunque, en verdad, la final sea La visita, una experiencia notable desde el punto de vista de la actuación con Sergio Renán, incluso cuando atravesamos un año con muchas dificultades. Durante el verano, cuando estábamos de licencia, se me cruzaba la duda sobre si realmente la íbamos a estrenar. Estábamos muy entusiasmados por el punto al que habíamos llegado con Sergio, pero ésas fueron las reglas de juego. Uno aprende cuando tiene enfrente a un ser humano que es director. No hubo un solo roce en un elenco de 30 personas que ensayó desde julio del año pasado hasta su estreno en abril. Pero me refería a Meyerhold como la última porque son las dos puntas...

-Meyerhold es un nombre clave en cuanto a la dirección escénica y al concepto moderno de puesta en escena.

-Creo que éste fue un espectáculo de vanguardia. Lo hemos estudiado y experimentado mucho, a lo largo de un año y medio de ensayo, de placer, de investigar; por eso me parece que es un tipo de vanguardia. Más allá de la resonancia, no todos los días te encontrás con un ser humano que es un par tuyo, un ser humano que existió y tenía casi la misma profesión.

-Has dicho que la Comedia le quita cierta independencia al actor.

-Creo que le quita autonomía; en definitiva, me refiero a la libertad de hacer tus propios proyectos. Las leyes de juego son que uno no se pueda elegir el rol: vos estás en un colectivo en el que la directora general artística, en este caso Margarita [Musto], y el director de la obra crean el reparto. A alguien le puede tocar un protagónico o ningún personaje. Hay que estar dispuesto a aceptar eso, y yo no me puedo quejar.

-¿Cómo viviste estos diez años en el elenco?

-Bien, con algunos sinsabores. Estos años los viví adecuándome a esa situación y, como en toda gran familia, más cercano a unos que a otros, con afinidades -y sólo un poco- desafinidades. No planteo problemas. Cuando me contrataron tenía una edad en la que me dije: “Flaco Bolani, ¿para qué ir a enfermarte a un lugar y enfrentar situaciones que tengan que ver con la envidia y los celos?”. En su momento los tuve, pero los pasé por un lugar de aceptación. Es distinto si entrás a otra edad. A veces, el delicado equilibrio de las oportunidades llega más tarde, y además lo tenés que demostrar, incluso para que te sea dada.

-¿Cómo fue que Tape se convirtió en la primera obra que dirigiste?

-Porque me encontró. Vi la película en Cinemateca. En los créditos decía “basada en la obra teatral de Stephen Belber”, y no dormí hasta que pude conseguir ese texto. No sabía ni cómo se pedía una obra, pero por suerte encontré en mi camino a Rogelio Gracia. Lo maravilloso es que cuando todo tu ser quiere hacer algo encontrás el tiempo. Me di cuenta de que tenía que devolverle algo al lugar donde me formé, y la presenté al Circular. Ahí el modo de elección del repertorio es a mano alzada, por mayoría, nada que ver con la Comedia; es otro criterio. Creo que el teatro independiente es un poco más justo, porque intervienen más voluntades. También los 20 o 30 que integran un colectivo se pueden equivocar y elegir una obra por resortes absolutamente comerciales; es muy opinable. Yo también integré la comisión artística de la Comedia, pero somos menos, es un consejo artístico al que se suma la opinión del director. Siendo sincero, me siento más actor que director, pero en tren de dirigir, elegiría una obra de pocos personajes -al igual que cuando daba clases y prefería pocos alumnos-, porque considero esencial la dirección de los actores.

-Una vez Jorge Curi dijo: “Bolani es en el escenario”, lo que uno lee como “déjenlo crear”.

-Es cierto, rescataste una frase del maestro. Es una forma de ser. Entendés un poquito más la vida que te rodea... Siempre hay una gran pregunta: ¿traicionar a un autor versionándolo, o representarlo literalmente? He visto maravillosas lecturas de maestros -como Curi- versionando una obra sin traicionar el espíritu de un autor, y no necesariamente haciendo adaptaciones, sino estableciendo dónde poner los acentos en el mismo texto, por ejemplo. Esto es lo que hacía un grande a Héctor Manuel Vidal, alguien que no podía faltar en esta conversación. Él, antes de aceptar un proyecto, podía estar años. Tenía un gran rigor para consigo mismo, primero que nada, aunque después se tirara al agua, como todos. Tenía muy claro qué era lo que quería decirle a la gente. Con lo último que hizo, Enrique príncipe y rey, se propuso algo muy ambicioso y atravesó muchas dificultades, pero tenía el talento para hacerlo: reunió a Enrique IV y Enrique V, le llevó mucho tiempo hacer una versión que seleccionara y uniera los dos textos. De pronto, no tuvo la repercusión que hubiera merecido, pero yo -hablo en primera persona porque trabajé en el espectáculo- lo vi peleando a la par de nosotros, descubriendo cómo podía llevar al escenario esa obra monumental. Pero siempre tuvo muy claro los centros de lo que quería decir. Lo que no se puede hacer en un texto es dejar de decir lo que el autor quiso decir, eso sí es una traición.

-¿Cómo era vivir frente al viejo teatro El Galpón?

-Maravilloso. La calle Carlos Roxlo esquina Mercedes. Tenía la entrada principal por Mercedes y una puertita muy chica por Roxlo, donde yo me metía cuando me escapaba de mi casa. Era como la canción de The Beatles: el mundo mágico y misterioso de El Galpón chico.

-¿Qué veías cuando atravesabas esa puerta?

-Algo que me marcó mucho. Eran noches y noches mirando ensayos, aprendiendo de memoria las obras a la par de los actores, mirándolos maquillarse, mirándolos vestirse. Yo era una especie de mascota, pero no era la única, había otros pibes del barrio que también eran muy queridos. Tal vez, aventuro que el único de ese barrio que continuó con la carrera teatral fui yo. Mi primera experiencia fue ahí, porque en un examen de la escuela de El Galpón hicieron Sueño de una noche de verano, y como necesitaban cuatro duendes, le pidieron permiso a mi madre para que pudiera actuar. Me convertí en uno de esos duendes, con los ojos verdes. En El Galpón siempre esperaron que Jorgito se inscribiera en su escuela, pero yo hice el preparatorio -incluso llegué a hacer primer año de Odontología y tuve que dejar por razones económicas- y después empecé a trabajar en la empresa automotriz Julio César Lestido. Estudiaba inglés en el Anglo desde los 12. Cuando estaba por terminar, uno de los compañeros que integraban el grupo de teatro me invitó. Ahí estuve cinco años haciendo obras en inglés.

-Hasta que llegó el Circular...

-Un día descubrí un llamado para la prueba de admisión del Circular. Me presenté entre mucha gente. En un rinconcito había tres o cuatro personas en las tinieblas -probablemente uno fuera Walter Reyno y otro el querido maestro Omar Grasso-. Lo primero que había que hacer era hablar. Recuerdo que Omar Grasso me preguntó cuestiones genéricas, hasta que me dijo: “¿Qué es el teatro para vos? Veo que vas al teatro y conocés autores. ¿Si tuvieras que definirlo en pocas palabras?”. Y me nació decirle: “Un acto de amor”. Me miró un ratito con aquellos ojos azules que tenía y me dijo: “Está bien, Jorge, retirate”. Mucho tiempo después -ya estando en el elenco y habiendo tenido el privilegio de ser dirigido por él- me dijo: “No me olvidé nunca de lo que dijiste en la prueba de admisión”. El actor entrega todo al público, se entrega a sí mismo... ¡Qué maestro, Grasso!

-¿Se podría decir que sus dos grandes maestros fueron Grasso y Jorge Curi?

-Sí, pero no quiero ser injusto. [Antonio] Taco Larreta, lamentablemente, me dirigió sólo una vez. Y esa experiencia fue de absoluta docencia, de relacionamiento con los actores, que también es una parte esencial de la dirección, porque somos materias muy frágiles. La obra era Ángeles en América, de Tony Kushner, en 1994. No me gustaría hacer su categorización, porque uno se queda con experiencias subjetivas. Bernardo Galli también me dirigió sólo una vez, y es una persona imperdible. Además era psicoterapeuta, por lo que muchas veces cortaba para hablar y evaluar la escena que estábamos haciendo, y uno no sabía si estaba en una terapia o en un relacionamiento normal entre actor y director. Un maestro español que acá dejó muchas enseñanzas, [José] Pepe Estruch, una vez dijo que si tenía que definir el teatro en pocas palabras era “una misión que irremediablemente hay que cumplir”. Me parece genial.

-¿Crees que el teatro tiene que cumplir una misión?

-El teatrero, los que conforman el equipo de trabajo. Pero sí, tiene un rol, además del lugar sociocultural decisivo que ocupa. Después podemos hablar mucho sobre si el público estadísticamente está viendo mucho más internet, televisión, cable, etcétera, que yendo al teatro. Pero ésa va para otro lugar. Yo me refiero a cuando el hecho teatral se produce y el público lo recibe.

-Aunque, paradójicamente, desde hace unos años cada vez hay más estrenos.

-No son muy buenos años. Siempre que puedo trato de ver todo el teatro posible, y veo que estos últimos años, a la vez que uno reconoce buenas experiencias y se toma el atrevimiento de pensar “por acá van bien”, por el otro ve cosas muy... difíciles.

-¿Da la sensación de que muchos no tienen nada que decir?

-El teatro Circular, El Galpón y La Gaviota se caracterizaron por ser instituciones que buscaron la autocrítica, que organizaban charlas sobre el repertorio para ver qué se hacía. La gran preocupación que nos transmitían Grasso, Reyno y Curi era: “Cuidado ahora, que se puede decir todo. No tenemos el enemigo encima para tener que decir cosas por debajo de la mesa”. Eran momentos en que era necesario sacar a relucir con la mejor nobleza y talento posible los subtextos. Por eso, esa época se ha convertido en uno de los hitos del teatro uruguayo. Con todo respeto, me parece que ahora algunas cosas son sólo vuelta y vuelta, como una suerte de panqueque. Como si lo que importara fuera juntarse y estrenar. A veces se estrenan obras en un mes o menos, cuando sólo se aprenden la letra de memoria. Y el teatro no pasa por eso, como tampoco por los grandes efectismos de puestas en escena, de los que no te llevás nada.

-¿Cómo viviste el régimen en ese centro de resistencia cultural que fue el Circular?

-Era difícil. Era muy lindo estar entre esos maestros, pero paralelamente estaban sucediendo cosas terribles. De pronto se llevaban a algún compañero, lo venían a buscar al teatro donde estábamos ensayando. Nos enterábamos del cierre de El Galpón, y el Circular estuvo en la mira; entre los viejos integrantes que estábamos decíamos: “No les dio el tiempo”, porque tenían otras prioridades. El Galpón sí era una prioridad: era un partido político, había que destruirlo. En 1974 -año de mi egreso- estábamos haciendo una pieza dirigida por Curi. El Circular es invitado al festival de Bogotá y Caracas, con tres obras de Grasso, al que no pude ir porque no me dieron licencia en el trabajo. Cuando estábamos en el camarín preparándonos, uno dijo: “Parece que vienen por nosotros, que le toca al Circular”. Imaginate ese rumor a lo largo del fin de semana; durante las funciones estábamos pensando en eso, y antes y después. Luego no pasó nada, pero siempre había un censor de la época que venía sin aviso. Compraba entrada, veía el espectáculo, pedía una reunión y los textos. Tuvimos que convivir con eso. Eran grandes momentos de tensión, pero cuando uno convive con una situación te llega a parecer normal, lo que es un horror. Por cosas del azar, como pasa en la película El otro señor perverso, de Joseph Klein, de pronto terminabas preso muchos años, como les ocurrió a varios compañeros. Eran épocas difíciles, pero había grandes espectáculos, y eso que yo me perdí la gloria del 60 por razones de edad: era espectador. Mi ídolo siempre fue Enrique Guarnero, y lo sigue siendo hasta el día de hoy. Se puede decir que siempre se habla de cosas del pasado, pero tengo compañeros estupendos como Roberto Jones, Pepe Vázquez, Julio Calcagno, Delfi [Galbiati] y Gloria Demassi.

-Tus grandes humoristas son Fontanarrosa y Juceca, ambos con una fuerte tradición popular. ¿Cómo ves la relación entre lo popular y el teatro más de vanguardia?

-Tendríamos que ponernos de acuerdo en a qué le podemos llamar “vanguardia”. Por ejemplo, bastante antes de que yo me decidiera a hacer teatro, vi una puesta en escena de Alberto Restuccia sobre Esperando a Godot, en El Tinglado, con actores como Pepe Vázquez, Luis [Bebe] Cerminara y Armando Halty, de esos que te diría que son monumentos, pilares de donde abrevar. Cuando entré a la sala, estaban Cerminara y Pepe Vázquez sentados en el borde del pequeño escenario, con las piernas para afuera, mientras la gente se sentaba. Se veía el escenario vacío, cámara negra al fondo y dos actores que te miraban realmente, te ponían incómodo. Cuando empezó el espectáculo comenzaron a decir el texto de [Samuel] Beckett. Eso es una vanguardia. 50 años atrás, para el público era raro, pero estaba muy bien hecho (eso es lo importante, porque si es válido lo tomás). Tal vez si hoy se hace lo mismo no es nada, o a algunas generaciones jóvenes les puede llamar la atención. Me fascina recorrer el abanico de posibilidades como actor, decir un texto como el del Negro o Juceca, o [Wajdi] Mouawad o el verso de Steven Berkoff. Yo no reniego de nada. Como actor hay que ser permeable y estar dispuesto a afrontar al autor que sea, con la salvedad de que diga algo. Uno debe ser selectivo en los textos que trabaja... Y yo dentro de tres meses voy a cesar...

-A partir de 1999 sucedieron varias cosas: comenzaron tus primeras ficciones en televisión e hiciste tu primer protagónico en un largometraje, Whisky, una película que trabaja mucho la expresividad del actor.

-Claro, qué herramienta el cine... En esos tiempos faltó muy poco para que me enchalecaran, porque conviví con la película, con la serie Constructores -en la que teníamos un protagónico junto a Mario Ferreira y Jorge Muniz- y con la preparación de los ensayos de Novecento. Fue un año de gran movilidad a todo nivel. Hablo contigo y siento la tristeza y el dolor de haber perdido a esos dos compañeros tan queridos, como el actor -Andrés Pazos- y ni que hablar [Juan Pablo] Rebella, tan joven. Con la película vivimos experiencias increíbles, más allá de los premios, haber estado en el Festival de Cannes por ver la película sin saber de qué iba, porque a los actores no nos habían mostrado nada. Fue muy fuerte, no pude verla. La veía pero a la vez no podía verla, porque era muy fuerte lo que estaba ocurriendo como suceso de vida. Cuando terminó fue un aplauso cerrado, no podían creerlo. Nosotros no entendíamos nada, nos parábamos y nos abrazábamos mientras la gente aplaudía. Claro que Pablo y Juan Pablo la habían visto porque la editaron, pero estaban en un contexto muy fuerte. Al querido y también desaparecido Ronald Melzer -muy amigo de ellos- me lo encontré por la calle justo cuando había ido a la sala de edición de Whisky. Cuando le pedí que me dijera algo, me respondió: “Es una película muy hija de puta”. Cuando pasó el tiempo y la vi, me di cuenta de que tenía razón...

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