Cuando se mueve la pelota, el juego se desliza simultáneamente en la cancha y en la mente de la hinchada. Es ahí donde hierven los fanáticos de la cancha, aquellos que tratan de entender esa demencia de los fieles, y los seguidores de lejos, que terminan siendo testigos del suceso de garrón. Cuando la fiesta la vive el país entero, tenso entre el infortunio y la gloria, son miles de gargantas las que acompañan los resultados del azar o la proeza. Como decía un amigo, “el fútbol es un deporte apasionante sobre el césped y monumental negocio fuera de la línea de cal”. El resultado de este encuentro que alterna la vida, los años y sus desganos, el club y la camiseta, el fútbol amateur, los fracasos rotundos y las victorias épicas fueron trasladados a la ficción en incontables versiones.
El juego entre literatura y fútbol ya cuenta con una larga tradición, más aun en Argentina, país donde el Negro Fontanarrosa y Osvaldo Soriano supieron asentar esa costumbre como nadie a partir de registros muy distintos: el Negro se diferencia desplegando un tono festivo e irónico, matándose de risa con el lector sobre eso que escribe, mientras que Soriano se aproxima más al lado épico y serio del juego, pero ambos están unidos en el retrato de esa vida cotidiana de tipos comunes, en el que a veces se justifica lo injustificable.
Más vuelta que ida
Las ficciones futboleras abarcan un gran número de obras en el continente. El mexicano Juan Villoro ha recreado memorables historias en novelas como Los once de la tribu, Dios es redondo, Balón dividido y la falsa correspondencia Ida y vuelta, escrita con Martín Caparrós. Pero también están los argentinos Juan Sasturain y Eduardo Sacheri, antologías como Cuentos de fútbol argentino, compilada por el Negro, Cuentos de fútbol, de Jorge Valdano, ...Y el fútbol contó un cuento, de Alejandro Apo, y las montevideanas Fóbal y Obdulio era brasilero.
Pero los uruguayos que se han dedicado a escribir sobre fútbol han sido pocos, en contradicción con la fuerte presencia que este deporte ejerce en toda la sociedad. Así, en 1918, el ya reconocido Horacio Quiroga se dedicó a retratar un hecho real. Un mediocampista de Nacional, Abdón Porte, se pegó un tiro en medio del Parque Central, cancha en la que se había consagrado como ídolo, cuando la comisión directiva decidió excluirlo del equipo tricolor. El futbolista no logró procesar el hecho y abandonó trágicamente su carrera y a su prometida, pocos días antes del casorio. “Suicidio en la cancha” -así es como se titula el cuento- comienza refiriéndose a un muchacho que por azar y sin entrenamiento previo comienza a gustar “de ese fuerte alcohol que es la gloria”, y termina, irremediablemente, perdiendo la cabeza. Aunque a veces pierde alguna cosa más, que luego termina encontrando en la nómina de defunciones.
Otro relato uruguayo que ha integrado sistemáticamente las antologías latinoamericanas ha sido “Puntero izquierdo”, de Mario Benedetti. Un jugador hospitalizado rememora un partido de visitante en el que osó protagonizar la gambeta del triunfo. La cuestión es que antes lo había apalabrado don Amílcar, que le aseguró su pase a Everton y una buena cifra si se mantenía en el molde a lo largo de los 90 minutos. Pero el instinto del puntero izquierdo se impuso y no pudo evitar una jugada triunfal. En una escena de confesión intimista, la historia se desarrolla adoptando la jerga de los relatores deportivos: “Lo que yo digo es que así no podemos seguir. O somos amater o somos profesional” (sic).
Más próximo en el tiempo, Juceca publicó “Terronazo versus Aperiá” -musicalizado por el Choncho Lazaroff-, protagonizado por el rengo Sotelo: “Se enrengueció de chico, porque el padre le decía siempre que no arrastrara las patas pa’ caminar, ya la madre, que era media sargenta, pa’ darle la contra al viejo le decía que arrastrara lo que quisiera. Entonce, pa’ hacerle el gusto a los dos y que no anduvieran discutiendo, el muchacho arrastraba una sí y otra no. Se le gastó la zurda”.
La escena se desarrolla en un pueblo perdido del interior, doblemente poblado por el gran suceso. Durante el campeonato -que incluía como trofeo una olla podrida con matambre- el comisario sugería andar armado, sobre todo porque la gente con cuchillo “discute menos”. El rengo Sotelo concluirá la partida con su muleta quebrada en dos, mientras se envalentona en un grito decidido: “¡Penal!”.
La cifra redonda
“Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas”. Pero Dieguito no progresa, e incluso comienza a hablar sólo con gerundios -“Dieguito no queriendo ir al colegio”-. Un día mientras da la vuelta a la manzana, es testigo de un terrible accidente en el que un tren embiste a un auto despistado. Dieguito corre y reconoce al chofer: Diego Maradona. Mientras la prensa argentina, preocupada, especula sobre el destino del ídolo, Dieguito sonríe, imperturbable. Los padres, hartos, deciden dejarlo a la deriva dentro de su propia casa. Pero un día sienten un olor terrible y deciden ver en qué insume su tiempo el “pequeño idiota”. En el altillo yace el cuerpo de Diego “armando” Maradona.
Esta estructura del argentino José Pablo Feinmann, centrada en un niño, es replicada en distintas versiones por diferentes escritores. Por ejemplo, en “Capitán”, del uruguayo Leonardo Cabrera, un padre chapista al comienzo y trabajador de un frigorífico luego, será jugador de una liga del interior, pagando con estas ocupaciones “su derecho al fútbol”. Su hijo recorre la historia de sus partidos, el esfuerzo de la clase obrera que palpita en la cancha, las discusiones con su madre, el seguro de paro. “Capitán”, junto a los relatos de Martín Arocena, Daniel Mella y Carolina Bello, es uno de los mejores cuentos de la antología Fóbal.
Por su parte, en “El ángulo superior derecho”, de Carlos Abin, dos hermanos juegan un picadito a la hora muerta de la siesta, mientras deciden vengarse de una veterana histérica, enemiga de los niños y el fútbol. Walter Vargas -presente en la antología de Alejandro Apo junto a Abin- es el responsable de un emotivo cuento en el que un niño escucha la radio casi inaudible por la baja carga de pilas. Su madre, indignada, parece abandonarlos, su padre aceptar la situación impuesta, y él relata el partido adivinado, invariable, mientras vibra con las jugadas. Una gran historia mínima, detenida en su propio espacio. También Eduardo Sacheri, en “Independiente, mi viejo y yo”, reconstruye un recuerdo de la infancia, en el que el narrador miraba un campeonato junto a su padre. “Él se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir campeón de América”. Este relato se construye con la cuota justa de emotividad -sin caer en lugares comunes o sentimentalismos exagerados-, donde el hijo continúa recordando a su padre, 25 años después, intentando cumplir con el ritual iniciático.
En otros relatos, la ficción no se construye desde la nostalgia sino a partir del tedio que genera la propia rutina deportiva. Éste es el caso de Liliana Heker con “Música de los domingos”, en el que el abuelo, con un gesto ladeado y pensativo, clava los ojos en la ventana y repite “lástima la música”. Insiste en ver los partidos envuelto en la calidez de la familia -y no en el hogar-, motivo por el que todos los nietos deberán acompañarlo hasta la medianoche frente al televisor. No falta la figura de unos mellizos lúmpenes y un tío hastiado, a la vez que el abuelo se vuelve un tipo apático y malhumorado, olvidado en su mundo privado.
Los relatos locales contienen nombres, referentes y datos reales, algunos más obvios que otros, en una historia del fútbol argentino y uruguayo difuminada por medio de las ficciones. Desde un bar con vista al mar, los personajes de Pablo Ramos toman vermú sin emitir una sola palabra. El padre sorprende anunciando una anécdota sobre Ángel Clemente Rojas, alias Rojitas -delantero glorioso de los 60-. Si bien la historia es magistral, lo que le sucede a su hijo durante la trama retrata un universo de relaciones humanas, de búsquedas y posibles aceptaciones, que retienen al lector y lo vuelven parte de ese micromundo.
Sobre el tiempo
Los acercamientos al fútbol se han vinculado históricamente al bar, los veteranos en decadencia, los jóvenes marginales. La última antología deportiva uruguaya, Obdulio era brasilero -de Ángel Cal Bustillo, Andrés Gómez, Fede Hartman y Héctor Mateo-, está integrada por diversos enfoques y narradores: un suplente interviene cuando en los descuentos decide atajar una pelota; un personaje se encuentra con Borges, quien le recomienda no escribir de fútbol; los cuatro autores entrevistan a un veterano del Higuerita Fóbal Club.
Por otra parte, en el poemario editado por La Propia Cartonera sobre el último Mundial conviven escenas de Sudáfrica, partidos históricos, recuerdos futboleros de la infancia, leyendas e invenciones. La sección de Uruguay (anticipada por España y Argentina) está integrada por Gonzalo Ledesma, Diego Recoba y Elder Silva. En ella se suceden el humor, la cumbia, los jugadores, Eduardo Darnauchans, la muerte de Lev Yashin. “Los que nacieron en Nuevo París y juegan a lo Beto Núñez / se quedaron afeitados y sin visita / y cuando están solos alguien les chista / para decirles que no se olviden de acomodarse el moño”, dice Ledesma; “gracias a Juanramón hoy conocemos la belleza / del mismo modo que gracias / a la marcha peronista / existe el dale campeón”, esboza Recoba; y “Cosas que emocionan / como deseos sin cumplir, / como una utopía, / acaso / si existiera”, sentencia Silva.
El tono genérico de la sección recuerda al Negro Fontanarrosa, más que nada a sus cuentos “El viejo con árbol”, en el que un veterano compara sucesos del partido con las distintas artes, y “19 de diciembre de 1971”, fecha en que Rosario Central juega la semifinal y unos muchachos deciden secuestrar al viejo Casale por pura cábala: nunca ha visto perder a Central.
La verdad deportiva es condicional, o tal vez una gambeta. Cuando los hombres transitan el pasado y el presente, los éxitos y las derrotas, los sueños, la memoria, la literatura y el fútbol, no dejan de referirse a una misma obsesión, su propia vida. Como dijera un personaje de Villoro, el fútbol se acaba pronto. Tal vez por eso, todo el resto.