Pancho Coelho comenzó a volverse una figura habitual en el underground uruguayo a principios de los 2000, cuando era parte de Pompas, una agrupación que más que una banda propiamente dicha era un colectivo de compositores que incluía a Valerio Jardim, Eugenio Amen y Martín Sierra, y que antes de implotar prematuramente dejó un excelente disco (Miedo, 2006) que algún día alguien redescubrirá y se preguntará cómo no se le dio pelota a una obra tan compleja y llena de matices. Disuelta Pompas, Pancho (como se presenta, sin apellidos) pasó a ser el frontman de Danteinferno, un trío que completaban el baterista Martín Recto y el guitarrista Juan Benavides, y que profundizaba el lado noise de Pompas. Editaron tres discos algo irregulares que contenían al menos un par de temas que merecerían pasar al canon de lo mejor de la canción uruguaya de los últimos 20 años. En los últimos años ha sustituido ocasionalmente al Topo Antuña en Buenos Muchachos o apoyando con una tercera guitarra a la banda.
En estos trabajos Pancho se reveló como un guitarrista original y ruidoso, un cantante algo estridente y un compositor que amalgamaba un sinfín de influencias que iban desde la tropicália psicodélica de Caetano y Os Mutantes hasta el ruido casi misántropo de bandas como Shellac y Jesus Lizard, pasando por toques de The Beatles, Pavement, y Eduardo Mateo, sin por eso perder su coherencia. Como si fuera poco, también resultó ser un letrista originalísimo que retrata su entorno con afecto, melancolía ocasional y un sentido del humor absurdo no siempre evidente pero con una inconfundible personalidad.
Algo de todo esto hay en El alta, primer disco solista de Pancho, pero también es una obra que se separa claramente de su trabajo anterior. Se trata de un disco eminentemente acústico y sin base rítmica, en el que Pancho toca todos los instrumentos. Es también un disco muy breve (siete temas cortos, incluyendo un bonus track sorpresa), de un bajísimo perfil, que fue editado a fines del año pasado sin que nadie se diera mucha cuenta.
Aunque la producción sonora es esencialmente la misma y todas las canciones son llevadas por la acústica, el disco es más variado de lo que aparenta en una escucha superficial; hay folk de armónica en “Tu voz”, pop de ojos abiertos en “New Song”, aires de Fernando Cabrera en “Paseando al miedo” e incluso una larga coda in crescendo, que recuerda mucho a los experimentos de Godspeed You! Black Emperor, al final de “Sacrificio”. Pancho se maneja con soltura tanto en las guitarras acústicas como las eléctricas, y su voz nasal y frágil -un instrumento expresivo pero también un gusto adquirido- está más cuidada que nunca, conformando un disco melodioso y de fácil escucha.
Sin embargo, esto no implica que se esté frente a un disco liviano o subido al carro de la canción de autor amable que se ha vuelto casi inevitable en el ámbito musical del folk indie mundial. Al contrario. El alta asombra por la desnudez emocional que su autor exhibe en estas canciones. La aparente serenidad da, más que nada, la impresión de ser una calma posterior a una tormenta, y los textos parecen estar a la búsqueda (o el encuentro) de distintas formas de autoafirmación. No la autoafirmación plagada de eslóganes de las canciones diseñadas para convencer a los adolescentes de que todos son igualmente atractivos, sino una que presenta sus dudas y preguntas con la visión de un hombre joven que ha decidido expresarse en la forma más directa y emotiva posible, y, además, expresarse bien.
En “Paseando el miedo” Pancho canta: “Perdí la última parte de mi vida / y me di. / ¿Cuándo paran las cenizas / y el aceite de caer? / Yo no miro las agujas, / las agujas son filosas. ”. Aproximaciones elípticas a emociones complejas que de pronto desembocan en un directísimo “Yo te amo mal” (“Carnaval”); Pancho parece cantarse a sí mismo con esa confusión típica de los músicos que se descubren de pronto adultos cuando habían elegido una profesión de eterna juventud, y sin ser nunca dramático, es todo el tiempo sensiblemente humano. El alta, como casi sugiere el título, es como esos discos de quiebre confesional, típicos de los compositores anglosajones, en los que se abandona la imagen y la idea preconcebida del propio arte para extender cables de contacto y reconstrucción.
El desamor o la búsqueda de la empatía amorosa parece ser el tema predominante en el disco, especialmente en la bellísima “Fui de pescador”, llena de esperanzas poco posibles; pero la canción diferente, la que resume el contenido al tiempo que se aparta de los ámbitos más domésticos del resto de los temas, es “Sacrificio”. Un tema con una letra muy breve que simplemente dice: “Caminé por tres días, / subí a la montaña / a morir. / Ser el sacrificio, / ser el señalado / y reír. /¿Qué quieres que yo escriba? / ¿Qué quieres que yo cuente? / Si es así. / Miré el horizonte, / ardía en llamas / de fulgor; / se iba el sol”. Pancho sabrá a qué se refiere exactamente, pero la combinación de la letra y la melodía hace que la canción se llene de algo que es frecuente en la música brasileña o la estadounidense, pero que es rarísimo de encontrar en la uruguaya: espiritualidad. Una espiritualidad difusa pero espiritualidad al fin, que convierte a “Sacrificio” en algo muy raro de escuchar en la música local, y muy conmovedor.
2014 fue un año con muchos discos nacionales excelentes, varios de ellos (pienso en El éxodo, de E.T., Alaska, de Diego Rebella, e incluso en el debut de Hotel Paradise) caracterizados por su honestidad e impacto narrativo. El alta se suma con una cuota de emoción reflexiva que debería hacerse lugar entre el ruido ambiente.