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Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?). Dirigida por Philippe de Chauveron. Con Chantal Lauby, Ary Abittan y Christian Clavier. Francia, 2014.

El Rorschach multiculturalista

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“Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?” (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?). Dirigida por Philippe de Chauveron. Con Chantal Lauby, Ary Abittan y Christian Clavier. Francia, 2014.

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Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? es lo que comúnmente y de forma irresponsable solemos denominar una comedia light. Tenemos una serie de enredos familiares que se van resolviendo de acuerdo con pactos y entendimientos, y el conflicto principal, entre gags y situaciones livianamente incómodas, se soluciona en el último acto, producto de la inherente capacidad de entendimiento de la raza humana. Ninguno de los dramas va más allá del mero disgusto y, si el acercamiento a los problemas no es ya de por sí progre, el camino a resolverlos va por ese lado. Casi no hay lágrimas, ni gritos, ni puñetazos (bueno, hay dos, uno de ellos por accidente). Termina la película y nos sentimos prontos para hacer cualquier otra cosa: salir a comer con nuestra pareja, conversar sobre alguno de aquellos divertidos embrollos, para posiblemente después dormir, olvidándonos completamente de ella. Es, en definitiva, todo lo que promete ser.

Sin embargo, Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? no es sólo una película. Fue la segunda más taquillera de la historia de Francia, con 12 millones de espectadores solamente en ese país. Imaginemos 12 millones de espectadores. Imaginemos a toda la población de Uruguay, multiplicada por cuatro, habiendo visto la misma película. Imaginemos una película argentina con cuatro veces más espectadores que Relatos salvajes. Recordemos la gente que vio la película de Damián Szifrón y que te la comentó en el trabajo, en la parada del ómnibus, en el trayecto vertical de un ascensor. Ahora, multipliquémosla por cuatro. Evidentemente, Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? es algo más que una película.

El formato lavado

En primera instancia, remitámonos a lo fundamental. El film de Philippe de Chauveron es una típica comedia a la francesa en la que, a diferencia del cine estadounidense, al que usualmente se lo acusa de liviandad -pero que tiene una herencia victoriana que no se suele permitir tomar tan a la ligera algunos tópicos como sexo, racismo y diferencia de clases-, toma a vuelo de pájaro un montón de temas candentes y los resuelve con un tono alegre y armónico.

Claude y Marie son una pareja que vive en las afueras de París, herederos de esa generación católica, acomodada y gaullista previa al mayo del 68. En el comienzo mismo del film vemos cómo, de forma inaudita para una familia francófila y conservadora como aquélla, tres de sus cuatro hijas se casan con personas de distinto origen étnico (un argelino, un judío y un chino). La convivencia es de por sí complicada, y cuando las asperezas (tanto de la familia con los yernos como de los yernos entre sí) parecen comenzar a limarse, la cuarta –y rubísima– hija acepta la proposición de matrimonio de su novio negro. Los integrantes de la familia, sorprendidos ante la etnia del novio (antes de conocerlo se alegran de que sea católico, sin conocer su origen africano), se muerden la lengua para que no se les escape ningún comentario racista, y en un acto de buena fe invitan a la familia marfileña del futuro yerno, cuyo padre tampoco parece estar muy contento por la mezcla racial. A partir de entonces ocurre más o menos lo esperable: encuentros y desencuentros sucesivos basados en pequeños detalles, junto a la necesaria búsqueda de un puente en común que pueda corroborar la conocida noción de “el amor puede más”.

En términos narrativos, todas, pero absolutamente todas, las escenas de la película están articuladas como secuencias alternadas de chistes sobre las diferencias entre culturas. No hay nada que alguien haga, diga o piense que no esté articulado en esta serie de transposiciones, al punto de que casi todas las cosas que les ocurren a los yernos les pasan por tres y prácticamente en orden sucesivo (casi pareciera que la escaleta de la película fuera ordenada como un cuadro de doble entrada con diferentes tópicos franceses de un lado y los ítems musulmán/judío/chino del otro).

Cabe señalar que, en virtud, precisamente, de esta articulación, el humor nunca toma un camino imprevisible. Los personajes (todos bellísimos, pulcros, vestidos con los mejores trajes y vestidos) no parecen actuar, sino reaccionar a los asuntos que se les presentan. Todos tienen esa presentación casi de formato teatral, como si los encuadres fueran un telón detrás del que salen o se vuelven a meter, para emitir su parlamento. Los escenarios, siguiendo la línea de los actores, son indistintamente fastuosos, incluso cuando las economías de los yernos, excepto el chino, no parecen estar en su mejor momento.

United Colors of Benetton

Entonces ¿qué tanto asunto con esta película? Si bien fue estrenada en Francia antes de los trágicos acontecimientos ocurridos en la redacción de Charlie Hebdo, la llegada a nuestras pantallas de esta película guarda, inevitablemente, una extraña resonancia. En una primera línea, todo aparentaría que Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? mantiene un mensaje conciliador y bienpensante con respecto a los conflictos raciales en una Francia en la que cerca de 20% de los matrimonios son mixtos. Escenas como la de los tres yernos cantando a viva voz La Marsellesa hablan, en definitiva, de los puntos en común que a todos nos atañen (en este caso, el himno en los partidos de la selección francesa), más allá del lugar de donde provengamos.

Sin embargo, conforme uno ve la película y la coteja con el montón de otras similares que existen en la factura políticamente correcta del cine francés, comienza a percibir otra cosa. En primera instancia, Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? por momentos parecería ofrecer esos packs de tranquilidad moral típicos del sistema actual de culturalización de la política (en oposición a los tiempos de politización de la cultura). Tal como el ejemplo de Slavoj Žižek sobre la cadena Starbucks, en el que mencionaba que en ese recinto te informan que con tus compras estás ayudando a los emprendimientos orgánicos de campesinos nicaragüenses (de ese modo, no sólo comprás café, sino además la sensación de que hiciste una buena acción, de que –a diferencia del capitalismo clásico, en el que los tantos estaban más claros– no sos sólo un lobotomizado eslabón en el sistema de consumo transnacional), Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? tiene, como si fuera uno de los postres en el menú de la compañía, la azucarada cobertura de su discurso discutidor sobre todos los estereotipos raciales que aparecen en la pantalla, pero con el goce añadido –el centro de dulce de leche repostero– de la posibilidad de disfrutar de ellos sin culpa. Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? no es tanto una película sobre la tribulación de ser internamente racista, sino del miedo a que se note, y esta autoconciencia culposa de los personajes nos sirve para reírnos de su racismo, pero, como plus añadido del pack, también para ejercer despreocupadamente nuestro racismo por intermedio de ellos. Parte de la efectiva estrategia de la película es tener un grado de intensidad lo suficientemente difusa como para que pueda ser tan políticamente correcta como incorrecta.

Por más banal, simplona e intrascendente que Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? nos parezca (y que es), tiene ese recurso que define a algunas películas exitosísimas que –al igual que la mencionada Relatos salvajes– saben subirse a los hombros de una particular tensión social inherente: puede ser lo que el espectador quiera que sea.

No se entienda esta reseña como una denuncia de los contenidos racistas que permanecen imperceptibles a simple vista, sino un comentario sobre una narratividad propia de la Europa multiculturalista de los últimos años. Mucho menos se trata de exigir una capa más auténtica de corrección política. Por el contrario, ha habido en los últimos años muchas películas que con un contenido de apariencia racista logran desmontar el racismo de una manera mucho más efectiva e inteligente (pensar, por ejemplo, en Manderlay, de Lars von Trier, o en el videoclip “Stress”, de la banda Justice, hecho por Romain Gavras).

Y, por supuesto, tampoco se trata de echar culpa explícita a una película cuya agenda no debe ir mucho más allá de la posibilidad de acumular la mayor cantidad de butacas posibles. Pero, lo quiera o no, Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? es más bien el subproducto de una época de despolitización de las conquistas civiles, de una cultura más enfocada en la noción moral y evanescente de la tolerancia que de las condiciones materiales que la hacen posible (un asunto que puede rastrearse para explicar la radicalización de ciertos grupos islámicos en Europa). Es, en la misma medida que intenta poner un paño frío sobre lo que comenta (también haciendo el giro clásico de repartir la carga racista entre los negros, los musulmanes, los chinos y los judíos, para que todos estemos tranquilos), un sucedáneo de esta Europa tan fragmentada y neutralizada por su discurso multiculturalista como homogeneizada por el capital. No sorprende, por el contrario, que el gesto final de conciliación definitivo sea justamente de orden económico: los yernos uniéndose en un negocio común, los padres visitando, en una lujosa luna de miel alrededor del mundo, a cada uno de sus consuegros, en un gesto de fraterna unidad internacional.

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