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El francotirador

Impriman la leyenda

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Dos películas candidatas al Oscar reescriben y deforman la historia reciente.

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El senador estadounidense de principios del siglo XX Hiram Johnson popularizó la frase “la verdad es la primer víctima de la guerra”, aunque en realidad su autoría se le atribuye a Esquilo, quien a su vez debe de haberla escuchado de alguien, y así hasta el albor de los tiempos y la primera batalla. En cambio, la autoría de la frase “la verdad es la primera víctima de la guerra en Hollywood” fue sin lugar a dudas de quien tituló el encabezado del diario inglés The Telegraph luego del estreno de la película The Patriot (Roland Emmerich, 2000), en la que el rol de los soldados británicos en la revolución estadounidense era por lo menos desgraciado (ver recuadro) y la verosimilitud histórica, totalmente inexistente.

Nada de qué asombrarse, ya que Hollywood, bajo esa licencia para matar que se esconde detrás de la frase “basada en hechos reales”, ha perpetrado todo tipo de distorsiones y adaptaciones libertinas de los hechos conocidos. Esto no es una costumbre exclusiva del cine de Hollywood. El cine chino, por ejemplo, es mucho más espectacular a la hora de reformular los hechos históricos de su país, y figuras de su pasado, como Wong Fei-hung o el general Zhou Yu, se han convertido, en sus versiones cinematográficas, en superhéroes capaces de apalear al capitán América. En el rozagante cine indio no es raro que, al narrar gestas de sus historia, sus próceres se pongan a bailar y cantar en medio de la situación más adversa. Hasta el habitualmente riguroso cine inglés se ha tomado sus libertades a la hora de narrar su rico patrimonio histórico. Esto no necesariamente implica un falseamiento de la verdad, sino que puede tener más que ver con las libertades artísticas, que de por sí implican un formato ficcional y representativo. En el caso del cine oriental se acepta en sus códigos de representación la estilización de cualquier elemento histórico, pero en cualquier película que no sea un registro documental se establece tácitamente el pacto de que no se está frente a un testimonio histórico, sino simplemente a una reconstrucción más o menos afortunada. Mediante la simple y famosa “suspensión de la incredulidad” acuñada por Coleridge en 1817, convenimos en creer momentáneamente en que estamos viendo a Mahatma Gandhi, no al actor Ben Kingsley, y que lo que planea sobre Pearl Harbour son aviones Zero japoneses, no una costosa animación digital. Esta falsedad intrínseca de la representación cinematográfica es la que Quentin Tarantino expuso brillantemente en Bastardos sin gloria (2009), cuando sus personajes ametrallaban a Hitler y a Goebbels en un cine francés de 1944, mientras que todos sabemos que ambos personajes murieron un año después en un búnker de Berlín. Tarantino no estaba proponiendo un mundo paralelo de ciencia ficción en el que los hechos hubieran sido distintos, sino que simplemente estaba diciendo “esto es una película, se puede hacer lo que uno quiere”.

Sin embargo, y aun aceptando esa libertad infinita que entraña el reconocimiento de una película como ficción, la cosa se complica cuando la propia película se presenta como una tesis o representación fiel a los hechos históricos, y más aun cuando esa representación tiene fuertes connotaciones políticas sobre eventos recientes, lo que la convierte en una obra explícitamente ideológica que apunta no sólo a entretener a los espectadores, sino también a marcar una posición de influencia. De las películas nominadas al Oscar 2015, cuatro están basadas en personajes o hechos históricos. Una de ellas -La teoría de todo (James Marsh)- es una adaptación fiel de la autobiografía de Jane Wilde Hawking, ex esposa del físico teórico Stephen Hawking; otra, El código Enigma (Morten Tyldum), se toma enormes libertades para contar la historia de Alan Turing y el descifrado del código nazi para los submarinos, pero es razonablemente fiel a la importancia de Turing y la cruel persecución que sufrió tras la guerra por su homosexualidad. Pero las inexactitudes de otras dos –Selma, de Ava DuVernay, y El francotirador, de Clint Eastwood- complican y embarran la cancha al tratar dos temas tan vigentes en Estados Unidos -y el resto del mundo- como las relaciones raciales y la política en Medio Oriente durante la “guerra al terror”. Ambas han despertado polémicas que vale la pena revisar.

Los enemigos íntimos

La película Selma vino a corregir una sorprendente deuda de Hollywood con la figura del reverendo Martin Luther King, que no había merecido una superproducción de Hollywood en los más de 40 años que pasaron desde su asesinato. Los motivos por los que Hollywood -que ha hecho películas glorificando a casi cada personaje notorio de la historia de su país- pasó por arriba a uno de los mayores héroes, no sólo estadounidense sino mundial del siglo XX, es un misterio sobre el que se pueden tejer muchas hipótesis, pero finalmente apareció un film (con el significativo agregado de haber sido dirigido por una mujer negra) que no cubre toda su biografía pero sí uno de los mojones de su gesta: las marchas de 1965 entre las ciudades de Selma y Montgomery (Alabama), en pleno corazón del sur racista, que tuvieron como culminación la aprobación del Acta del Derecho al Voto de 1965, que aseguraba a los negros la posibilidad de sufragar, algo que se les solía negar en el sur apelando a todo tipo de triquiñuelas legales.

La historia no vende entradas

Si los errores y deformaciones de Selma y El francotirador son chocantes por su contexto ideológico, hay que decir que no son los más groseros ni malintencionados del cine estadounidense. Como ejemplo, vale la pena recordar seis películas en las que la imaginación venció a los hechos hasta la frontera (o más allá) de la ridiculez.

El patriota (Roland Emmerich, 2000): Casi produjo un incidente diplomático entre Inglaterra y Estados Unidos, ya que la película presenta a un grupo de soldados ingleses que reúne a los habitantes de un pueblo en una iglesia a la que prenden fuego con todos los cautivos adentro, una monstruosidad de la que no hay registros. Además, el personaje heroico del film, el patriota que le da nombre -Francis Swamp Fox Marion, presentado como un dechado de todas las virtudes- era, en realidad, un personaje bastante repelente, conocido por matar indios por diversión y violar a sus esclavas negras.

Amadeus (Milos Forman, 1984): Para la trama venía bárbaro, pero por desgracia el supuestamente envidioso Salieri nunca dio señales de otra cosa que una absoluta admiración por Mozart. Incluso la viuda de Mozart hizo que Salieri fuera el tutor de su hijo tras la muerte del compositor. Por supuesto que Salieri no envenenó a Mozart, quien murió de muerte natural. Como metáfora de celos artísticos, la película es excelente, pero de verdad, ni una nota.

La carga de la brigada ligera (Michael Curtiz, 1936): La carga de caballería descripta en la película como una maniobra de distracción que permitió a los ingleses capturar Sebastopol durante la Guerra de Crimea no fue un sacrificio heroico con un objetivo militar superior, sino una simple masacre originada en una desinteligencia entre dos comandantes británicos. Es decir que una de las peores derrotas de la Inglaterra imperial y colonialista se volvió, por arte de magia, una genialidad táctica. Ni siquiera le embocaron a la fecha de la carga: la situaron en 1856, cuando se llevó a cabo en 1854.

Corazón valiente (Mel Gibson, 1995): Éste es un caso en que por cantidad es más fácil anotar los datos ciertos que las mentiras. Sí, se llamaba William Wallace, era escocés y combatió a los ingleses. Punto. Después, ni era un campesino, ni ninguna de las batallas en las que luchó se asemejó a las de la película, ni se pintaba la cara, ni Robert the Bruce traicionó a Wallace, ni… Bueno, para darse una idea, la princesa francesa Isabella, supuesta amante y portadora del hijo de Wallace en el film, tenía siete años cuando el líder escocés murió.

El nacimiento de una nación (DH Griffith, 1915): Un clásico absoluto de los albores del cine del siglo XX, pero también uno de los films más polémicos de todos los tiempos. Bueno, eso en el caso de que se pueda considerar polémico y no una simple aberración racista que la película presente al Ku Klux Klan (en aquel momento en su apogeo) como un grupo de esforzados patriotas que luchan para evitar que los negros esclavos recién liberados por la guerra civil violen a todas las mujeres blancas que se les crucen.

Night and Day (Michael Curtiz, 1946): ¿Qué problema había en presentar al compositor Cole Porter, de conocida homosexualidad, como un playboy mujeriego finalmente enamorado de una mujer? Ninguno.

La película es una poderosa evocación de época, con una estilización visual magnífica que ganó la aclamación crítica en su país, pero que simultáneamente despertó la perplejidad de muchos historiadores y testigos políticos de su tiempo, ya que presenta a Luther King enfrentado con el entonces presidente Lyndon B Johnson, quien es presentado como renuente a la concesión de más derechos civiles, adversario de King y acosador de su privacidad, y finalmente como un subido al carro de los cambios inevitables. Una versión un tanto compleja en relación con los hechos confirmados.

El presidente Lyndon B Johnson (1908-1973), sucesor de John Fitzgerald Kennedy, ha pasado a la historia con la mancha indeleble de ser el responsable de la escalada militar en la Guerra de Vietnam y, por lo tanto, responsable de la muerte de miles de estadounidenses y de muchísimos más vietnamitas. Sin embargo, y a pesar de las furias que desató en su momento entre los activistas pacifistas, Johnson ha sido revalorizado -en relación con su política interna- como el más progresista de los presidentes estadounidenses luego de Franklin Delano Roosevelt. Johnson (que heredó la Guerra de Vietnam de Kennedy, y que no había apoyado la intervención militar en Indochina en su momento) elaboró un plan conocido como La Gran Sociedad, que en cierta forma continuaba el New Deal de Roosevelt y pretendía eliminar la pobreza de la sociedad estadounidense. A la vez, fue un presidente tolerante con los movimientos sociales (incluyendo los que estaban en su contra); fue responsable indirecto de la tolerancia a la ebullición ideológica de los 60 en su país y, sobre todo, continuó y profundizó la tímida agenda de Kennedy en relación con los derechos civiles de los negros; fue el primer presidente en encabezar una investigación sobre el aún poderoso Ku Klux Klan y en encarcelar a algunos de sus miembros prominentes. Su aprobación del Acta del Derecho al Voto -que lo enemistó con los blancos segregacionistas del sur- fue el motivo por el que ni siquiera intentó postularse a una reelección y posiblemente lo que mantuvo al Partido Demócrata fuera de la Casa Blanca hasta el arribo de Jimmy Carter, en 1976.

Apenas estrenada la película, allegados otrora a Johnson, como Mark Updegrove y Joseph A Califano Jr protestaron alegando que la relación entre el ex presidente y King, si bien no había sido de amistad, había sido de gran fluidez y colaboración, y que el retrato que se hace de él en Selma es profundamente injusto e inexacto. Proviniendo de asociados a Johnson, sus protestas podrían haber sido relativizadas como subjetivas o interesadas, si no fuera porque uno de los últimos colaboradores de King aún con vida, Andrew Young, afirmó que la película es completamente rigurosa en su narración de los hechos, con la excepción de lo referido a Johnson, algo que fue reafirmado luego por varios historiadores.

¿Por qué DuVernay decidió alterar tan significativamente un equilibrio de roles históricos relativamente recientes, bien documentado y con testigos aún vivos de los eventos? La primera y la más simple de las explicaciones (y según Guillermo de Occam, la más probable) es por motivos dramáticos: no es lo mismo un Martin Luther King enfrentándose al reaccionario y racista gobernador de Alabama George Wallace en condiciones de absoluto desamparo institucional que teniendo el apoyo -con la presencia de fuerzas militares- del gobierno federal. Tener de villano al presidente de Estados Unidos sería, al parecer, más épico que tenerlo de aliado. Pero la defensa que hizo DuVernay de su film no ayudó mucho a suavizar la polémica, ya que la directora declaró simplemente “no estar interesada en hacer una película salvadora de blancos” ni querer “preservar el legado de Johnson”.

Esta postura estaría reforzada por algunos defensores in totum del film, que justamente rescatan sus desviaciones históricas como una virtud. Tal es el caso de Brittney Cooper, profesora de estudios femeninos y de género -además de estudios africanos- de la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey), quien respondió con un largo artículo en la revista Salon a una columna de Margaret Dowd en el The New York Times, en el que la columnista -acusada frecuentemente de levedad e impresionismo desde la academia- se quejaba de que la película (a la que elogiaba artísticamente) inventaba un villano (Johnson) a pesar de que ya contenía varios villanos históricamente comprobados. Según el punto de vista de Cooper, Johnson merecería pasar a la historia más por usar frecuentemente la palabra negroes -que en los 60 aún no era considerada insultante, sino que era el término oficial con que se denominaba a los negros (que luego sería sustituida por blacks y más tarde por afro-americans)- que por haber sido el primer presidente de Estados Unidos en dar garantías civiles a los negros, y resaltó que la visión femenina y afroamericana de DuVernay no tenía por qué respetar la versión oficial de los hechos, ni la realidad, ya que estamos. En todo caso, ninguna de las críticas apuntó a relativizar la importancia de Luther King -el auténtico héroe de la lucha de los derechos civiles- ni a presentar sus logros como una concesión graciosa de un presidente blanco, ni siquiera al reconocimiento de la participación del activismo blanco en aquella lucha, sino a señalar la simple deshonestidad de presentar -en momentos en que las relaciones raciales en Estados Unidos vuelven a tensarse- a un antiguo aliado como un porfiado enemigo.

El filántropo con mira telescópica

En la otra punta del espectro ideológico, que a veces se curva lo bastante como para dejar ambas puntas en posiciones muy cercanas, está la última película dirigida por Clint Eastwood, Francotirador (American Sniper), también nominada a Mejor Película, también elogiadísima por la crítica estadounidense y también generadora de una polémica nada menor. En este caso no se trata de una deformación histórica particular y verificable, sino más bien de una manipulación general de todo un personaje y su circunstancia histórica, presentados bajo una luz ideológica que consigue un logro opuesto al de Selma: aquí no se trata de convertir a alguien en villano, sino de presentar un personaje muy cuestionable como un patriota.

El director Clint Eastwood ya había sido acusado de inexactitud, mala intención histórica y soterrado racismo durante el estreno de su film sobre la batalla de Iwo Jima Banderas de nuestros padres (2008) por el director Spike Lee, quien le reprochó que en la película no hubiera soldados negros. A Eastwood -quien es un notorio conservador, pero también un conocido amante de la cultura negra estadounidense- la sugerencia de que era un racista le pateó el hígado. Contestó demostrando que en las acciones de la toma del monte Suribachi -el eje de la película- no habían participado unidades negras, que por entonces estaban estrictamente segregadas de las de soldados blancos, y que no iba a falsear la historia para dejar contento a Lee (quien por otra parte no notó o no quiso notar que en algunas escenas de la película aparecen, efectivamente, algunas unidades militares negras). En realidad, Lee estaba montando un pequeño circo para promocionar su propio film ambientado en la Segunda Guerra Mundial, Miracle in St. Anna, sobre las acciones de un grupo de soldados de la 92ª División de Infantería -compuesta por soldados negros- en el frente italiano. Paradójicamente, el film de Lee presentaba a un partisano italiano como una figura clave y responsable de la masacre de civiles de Sant’Anna di Stazzema, algo que se demostró como un elemento históricamente falso (y muy insultante para los escasos partisanos sobrevivientes de la zona), algo por lo que Lee se negó a pedir disculpas, escudándose -como DuVernay- en que era “una obra de ficción”.

Pero aquí el director de Los imperdonables presenta al francotirador de las fuerzas especiales SEAL Chris Kyle como un héroe de la “guerra al terror”, que desde su puesto de francotirador eliminó entre 160 y 200 terroristas durante sus tres períodos en Irak. En la visión de Eastwood, un Kyle conmovido por el ataque a las Torres Gemelas llega a Irak para enfrentarse inmediatamente con las fuerzas de Al Qaeda comandadas por el sádico Abu Musab al Zarqawi, líder de la red terrorista en Irak luego de la invasión estadounidense. En la película de Eastwood se presenta a Kyle persiguiendo insistentemente a Zarqawi y a punto de matarlo un par de veces sin éxito, pero, como Kyle fracasó en este objetivo (Zarqawi fue muerto con un misil teledirigido, que no sólo terminó con su vida sino también con la de algunos niños), lo presenta dando muerte a un temible francotirador adversario apodado Mustafá, acción que ni siquiera es mencionada en la autobiografía de Kyle, en la que es evidente que la mayoría de sus víctimas fueron soldados iraquíes, absolutamente ajenos a Al Qaeda y, ya que estamos, a los atentados del 11 de setiembre, como ya está más que comprobado. Sin embargo, en el film jamás se enfrenta con un soldado de uniforme y se presenta a Irak como un país controlado por los terroristas islámicos (la red Al Qaeda no había tenido presencia significativa en el Irak del dictatorial pero secular Saddam Hussein previo a la invasión, y recién comenzó a operar en el país cuando el Ejército iraquí fue derrotado y su líder ejecutado; incluso, sus actividades no se dirigieron a establecer una resistencia antiestadounidense, sino a perseguir líderes musulmanes chiitas o kurdos y a asesinar homosexuales).

El reflexivo y humanista Chris Kyle de la película de Eastwood no parece, tampoco, corresponderse en absoluto con el que se conoció directamente. La simpatía, la humildad y la bonomía nunca fueron aptitudes sencillas de evaluar desde el punto de vista histórico, porque generalmente dependen de impresiones muy subjetivas, pero hay datos significativos que no pueden ser ignorados. La imagen de Kyle que se desprende tanto de los testimonios de quienes lo conocieron como de su autobiografía es la de un hombre violento, que admitía divertirse matando enemigos, a los que se refería despectivamente. También hay señales para sospechar que Kyle era un mitómano. En entrevistas radiales y en su libro aseguró haberle dado una trompada al ex gobernador de Minnesota Jesse Ventura, conocido por su oposición a Bush y a la Guerra de Irak. Una afirmación bastante osada, ya que Ventura, además de gobernador, fue anteriormente marine, integrante de una pandilla de motociclistas y estrella de la lucha libre, y, aun siendo un sexagenario, sigue siendo un personaje físicamente imponente. Ventura no sólo desmintió las afirmaciones de Kyle, sino que además le ganó un juicio por difamación, para el que presentó numerosos testigos de que la pelea jamás tuvo lugar.

Kyle contó además a numerosas personas, a su regreso de Irak, una historia acerca de cómo había matado a dos ladrones que intentaron robarle el auto y se jactó de que luego de que el huracán Katrina arrasó Nueva Orleáns se apostó encima del estadio Superdome (donde se refugiaban cientos de víctimas del huracán) y desde allí mató a 30 saqueadores. De ser cierta esta historia, el patriota del rifle no habría matado sólo a iraquíes a miles de kilómetros de distancia y en una guerra, sino que también sería un vulgar vigilante asesino múltiple de decenas de estadounidenses desarmados (además, negros). Afortunadamente, su nueva hazaña no pudo ser confirmada, y todo apunta a que fue simplemente una mentira más de un hombre obsesionado por mantener su carisma homicida. En rigor, estas historias no están presentes en su autobiografía -la fuente de la película- y, al haber sido aparentemente imaginarias, Eastwood no tenía la obligación de incluirlas, pero son bastante representativas de las oscuras fantasías del hombre que el film presenta como un héroe. El portal Alternet publicó una nota explícitamente llamada “Siete grandes mentiras que El francotirador le dice a Estados Unidos”, en la cual enumera tanto las piruetas narrativas para hacer parecer a la guerra contra Irak una guerra contra Al Qaeda como las múltiples mentiras verificadas de la biografía de Kyle, y agrega un dato que echa sombra sobre una de las virtudes que hasta sus críticos le reconocían al ex SEAL, que era su legado a los ex veteranos del conflicto. Según Alternet, aunque la familia de Kyle declaró que las ganancias de su libro iban a ser destinadas a empresas de caridad para veteranos, en realidad sólo donaron 2%, embolsándose cerca de tres millones de dólares.

Esta visión hagiográfica del siniestro Kyle despertó reproches de figuras públicas, como el actor Seth Rogen, el político Howard Dean y el director Michael Moore. Incluso el comediante y activista antirreligioso Bill Maher -un pensador bastante tosco que se convirtió en la bestia negra de los soldados de la corrección política por su supuesta islamofobia- consideró a El francotirador una glorificación de un “psicópata patriota”, y recordó las frases de su autobiografía en la que habla de los iraquíes como unos “malditos salvajes”, de los que “no le importa un carajo lo que les pase”. Sin embargo, estas observaciones no han sido tomadas en cuenta por el público estadounidense, que ha llenado las salas donde se exhibe la película, vitoreando cada cabeza que el francotirador encarnado por Bradley Cooper vuela en pantalla. Y como para preocupar a quienes la consideran sólo una película de ficción, el Comité Antidiscriminación Árabe-estadounidense reportó una suba alarmante de amenazas y agresiones a ciudadanos musulmanes o árabes desde el estreno del film, mientras que los críticos o detractores de éste son acusados por doquier de “antipatriotas”. El francotirador es hasta ahora la más exitosa película de la extensa filmografía de Clint Eastwood como director.

En una de las mayores obras de arte que generó Hollywood durante el siglo XX, ¿Quién mató a Liberty Valance? (John Ford, 1962), un personaje sentenciaba: “Éste es el oeste, señor. Cuando la leyenda se vuelva hechos... impriman la leyenda”. Bajo esta premisa, el cine estadounidense ha ofrecido algunas de las más maravillosas fantasías de ámbito histórico que se hayan visto, pero en estos tiempos de intolerancia discursiva, la línea entre la realidad histórica y dicha fantasía parece haberse borroneado, tanto para los espectadores como para algunos cineastas. De ahí a la pura propaganda hay apenas números de taquilla.

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