Pasó mucha agua bajo el puente entre el cover que los Berocay, jovencísimos y bajo la pequeña ala de su mítico padre escritor (Roy Berocay, escritor de novelas infantiles y juveniles), hicieran de “Autoblues” cuando todavía integraban La Conjura y la furiosísima versión de “Informe sobre Valeria”, que se incluye en Jonathan Sánchez, último disco de Power Chocolatin Experimento (con varios EP a cuestas, ya con Bruno, Demian y Pablo Berocay mucho más grandes). En realidad, en ese río pasó más que agua. Pasó alcohol, resacas, latas oxidadas, agrotóxicos y derramamientos de buques petroleros. Casi en contrapartida a la misma historia de “Informe de Valeria”, en la que en una reedición reciente Fernando Cabrera optó por reversionar un verso de la canción, limando las asperezas que podrían generarse bajo la mirada de la policía de la corrección política (esa inaudita suplantación de “un sofá atiborrado de homosexuales” por “un sofá atiborrado de rivalidades”), los Power Chocolatin han ido profundizando en la misantropía y la distorsión de su sonido, casi redoblando la apuesta disco a disco.
Algo curioso, casi sintomático, en un país que no deja de aferrarse a los últimos retoños celebratorios del superávit económico de la última década, pero que a su vez va dejando en la estela aceitosa de esa lancha último modelo un montón de bandas y músicos enojadísimos, con una producción cada vez más oscura y nihilista. No es que la oscuridad y el malestar sean cosa nueva: en los ochenta y los noventa era moneda común entre toda la mala onda que irradiaban las bandas posdictadura, pero curiosamente, en el pico de la crisis económica de 2002, el rock, más que ser un prisma convexo de sus efectos más devastadores, se convirtió en una pastoral, una especie de fenómeno de masas con un nosotros bien marcado y un detenimiento en los aspectos más positivos y arengadores. La cosa cambió tanto que hasta las letras de La Vela Puerca en sí mismas son muchísimo más oscuras en la actualidad que lo que eran por aquel entonces.
Entonces, quizá lo que emerge cuando uno escucha una banda como Power Chocolatin es la pregunta: ¿qué ha venido pasando, que no lo veníamos viendo? Si uno tuviera que resumir, en plan pensamiento clásico griego, cuál es el elemento que conforma o define el universo de Power Chocolatin, lo primero que vendría a la mente es el resentimiento. El resentimiento social, el resentimiento urbano, el resentimiento paranoico, el resentimiento a veces justo, político y fecundo, el resentimiento que se vuelve boomerang contra uno mismo, que arrastra sus cordones desatados por el piso meado de un baño de bar. En su anterior EP, Ernesto Paz, había un verso gratuito y casi en formato de coda que parecía resumir este universo personal: “Mirá, mirá, gente bien que hace kite surf”. En Jonathan Sánchez estos pequeños detalles, esos versos solitarios y punzantes aparecen desperdigados como abrojos en un fondo de pasto guacho. Estrofas como “Parado frente al mundo con la elegancia / de un niño con sombra de bigote. / Y a vos te parece que es normal. / Hacete el boludo y saludá” en “Niño con bigote”, o ese verso de la frustración dialógica de una pareja cuando te dicen: “¿Vos estás bien? / Como para hablar…”, en “De vuelta en el cuarto rojo” -una especie de guiso espeso de todos los malos momentos que puede atravesar una pareja-.
Sentimentalmente, por momentos al disco se le pueden rastrear, estilística y emocionalmente, algunas cosas del screamo, ese género del punk que injustamente fue asociado a los mucho menos vitalistas emos de fines de la década. Incluso, hay algunas canciones que perfectamente podrían haber figurado, por citar una banda nacional, en el disco Le petit détail qui change tout, de Hablan por la Espalda. El tema es que, justamente, la sinceridad dolorida y supurante del screamo convive con esa cota más cínica, que hace más difícil encasillar al álbum.
En ese plano, el sonido está a la altura de todo lo comentado sobre las letras. Con un doble bombo enloquecido, entre metalero y hardcore, que arrecia en el comienzo mismo del disco (“1, 2, 3, va”), la arenga furiosa de golpe pega un volantazo y baja temporalmente el ritmo para entrar en esas mesetas efectivísimas de At the Drive-In. Demian grita: “Vienen por todos, por mí y por todos acá”, y se lo ve más paranoico y violento que nunca.
El rock uruguayo y el grito es un tema complejo, un tema que daría lugar a una nota en sí misma. Uno podría pensar en Pedro Dalton, en ciertos momentos imprevistos de Pau O’Bianchi; incluso, extendiendo el criterio, uno podría recordar el lamento desesperado -sí, que no es un grito en sí mismo- de Darnauchans en “Pago”, o de Jorge Lazaroff en la psicótica -psicotizante- “El ojo”… Pero me estoy yendo de tema. La cuestión es que si hubiera una lista de gritadores, Demian estaría en esa lista. Y sin embargo, también es un cantante curiosamente melódico para la media de bandas de alta factura de distorsión. Jonathan Sánchez posiblemente sea el disco en el que se lo encuentre en mejor forma, con mejor economización de recursos. Casi todo lo que antes le hacía sonar a la escuela de cantantes influidos por la vocalística de Incubus (una banda que curiosísimamente moldeó el sonido de un montón de bandas jóvenes de mediados de los 2000) desapareció, y ahora el enojo se siente más directo que nunca.
Mención aparte merece la batería de Bruno Berocay, que muchas veces logra instalar dentro de la canción una revolución contraria, como esas ruedas en cuyo giro uno logra percibir, si se concentra, un movimiento contrario al eje, pero, aun así, en perfecta sincronía. Este movimiento, opuesto por momentos, parece encarnarse en los sonidos latinos, un sincopamiento que mete, como una comadreja escabulléndose en la apertura de una banderola, un breve momento de cumbia, a veces algo casi colindante con la salsa. Aun así, no todo corre por parte de Bruno: también Pablo Berocay, con el bombardeo de sonidos programados, hace lo suyo. Momentos altos de esta incursión es el alud electrónico acompañado por vientos -muy a lo “The National Anthem”, de Radiohead- en “De vuelta al cuarto rojo”, con una irrupción aporreada del teclado que retrotrae, cambiando completamente de género, el piano de “Moto 1”, del brasileño Raimundo Fagner.
“De vuelta al cuarto rojo” es tempranamente el punto más alto del disco. Pero posiblemente lo más insigne o representativo del sonido de Power Chocolatin es el cover de Cabrera con el que comenzaba esta nota. En un terreno donde cada vez -al fin, podría decirse- se rescata más a Cabrera, los covers suelen rodear su costado más puro y poético. En un escenario repleto de músicos argentinos o españoles que se mueren por hacer un cover de “Imposibles”, la elección de los Berocay por “Informe sobre Valeria”, posiblemente el tema menos amable de la carrera de Cabrera, va más allá de una simple elección estética y se vuelve una declaración de principios. Versos como “Por la cara de Valeria/ deduzcan asco, abulia y otras cosas/ ella todo lo soporta/ porque es bastante astuta, fina y falsa” suenan curiosamente actuales, y Power Chocolatin rescata todo ese ánimo volviéndolo más furioso que resentido. Una bola eléctrica y epiléptica que no cambia un ápice de la letra, pero la vuelve otra cosa. Escuchando ese tema uno comprende a los Power Chocolatin, cada vez más fuertes, nadando cada vez más hondo: unos mineros que escarban y escarban para volver carbón al diamante.