Hace años, durante un espectáculo de Les Luthiers en Mar del Plata, Carlos Núñez se hirió una mano, Daniel Rabinovich salió a escena a decir que la función se interrumpía y el público tardó un cuarto de hora en entender que no se trataba de un chiste. Conviene recordar esa anécdota para escuchar con el máximo provecho Ciruelas, de Guillermo Lamolle.
Cuando el músico lanzó su único disco anterior como solista, Veritatis splendor, en 1994, la murga La Gran Siete ya había salido en Carnaval durante cinco años consecutivos, y él ya formaba parte de los grupos Asamblea Ordinaria (desde 1988) y Los Mareados (desde una fecha imprecisa en 1992 o 1993). Pero en los 20 años que separan aquel casete de este CD desarrolló actividades frecuentes y fructíferas con las agrupaciones mencionadas, que sumaron en ese período más de una docena de fonogramas, y se hizo conocer, sobre todo, como murguista. Con Ciruelas vuelven al primer plano facetas muy valiosas de su obra, que buena falta le hacen al cancionero uruguayo contemporáneo, pero el predominio previo de otras puede crear algunos malentendidos.
Hace mucho tiempo que Lamolle lidia con su gran capacidad de ser gracioso, un talento que no tendría nada de problemático si fuera el único o el mayor de sus recursos, pero que a veces oculta otros no menos notables (incluso en La Gran Siete, una murga que no sacrifica, como otras, el propósito de hacer reír en aras de otros presuntamente más altos; y en Asamblea Ordinaria, cuya identidad está fuertemente asociada con el humor). Los motivos por los cuales resulta gracioso tienen a menudo que ver con efectos de distanciamiento y ambigüedad, sea porque se mantiene inmutable al decir cosas muy divertidas, porque dice cosas muy serias dejando abierta la posibilidad de que se interpreten como ironías, o porque no es fácil discernir cuánto hay de paródico en su manejo muy solvente de diversos formatos letrísticos y musicales (incluyendo a los de la propia murga).
Eso es un arma de doble filo, y puede sabotear la apreciación de que Lamolle es tremendo músico, astuto compositor de secuencias armónicas “extrañas” y a la vez disfrutables, gran arreglador y melodista, e intérprete más que interesante de guitarra y otros instrumentos. En Ciruelas se utilizan recursos humorísticos, integrados en forma estupenda a canciones como “Chacarera de las 200 palabras” o “La espera”, pero no se trata de un disco cuya característica principal sea la comicidad, y tampoco parece que ése haya sido el propósito del artista. Es una colección de composiciones de muy buen nivel (casi todas de menos de tres minutos, como en Veritatis splendor), que despliega distintos modos de estimular la sensibilidad y la inteligencia de quienes la escuchen. Sin embargo, el malentendido acecha, y no se puede decir que el artista sea del todo ajeno a ello, porque si bien la opción por no incluir nada musicalmente murguero en el disco marca que esto es otra cosa, al mismo tiempo parece que necesitara sembrar de dificultades la recepción de su obra.
Quizás el mejor ejemplo de esto sea “Un vals de aquellos melodiosos”, una hermosa canción (y la única que cuenta con la participación de otra persona, Jorge di Pólito) en la que se propone de modo explícito “romper / con esa maldición / de no poder hacer / jamás una canción / directa al corazón”, que “al decir ‘Mi amor, te quiero y no te olvido / lo diga en serio’”, pero no termina de permitirse un lirismo directo, sin trazas de parodia o chiste.
Por lo mismo disminuye de algún modo el impacto de otros puntos altos del disco (por ejemplo, la beatlesca “La luciérnaga”, el tangazo “Fantasma” o incluso la lúdica “Ciruelas”), que sería muy distinto si, como sucede en “Bueyes”, el uso de la voz fuera apenas un poquito más “natural” y no aparecieran acotaciones que parecen advertir “miren que no es en serio”. Vaya uno a saber si esto se debe a cierta timidez, al peso de lo racional en el proceso creativo o a otra causa, pero por momentos parece una coartada, cuya ausencia en la secuencia final (“Milonga del 999”, “Tin tan ten”, “Secretos” y “Despacio”) muestra expresiones de un rostro sin pintura de murguista y devela a un Lamolle que, como decía en “Desde”, de Veritatis splendor, logra zarpar sin “miedo a no regresar”. Así también llega lejos.