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Alberto Burri. Foto: Aurelio Améndola

Sin caer en saco roto

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A un siglo del nacimiento de Alberto Burri.

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Cuando en 1912 Pablo Picasso -posiblemente luego de haber visto a su amigo Georges Braque aplicar recortes de empapelado sobre algunos de sus dibujos- pegó a una Naturaleza muerta con silla un pedazo real de rejilla, tal vez no tenía claras todas las consecuencias que este gesto generaría. Por un lado, empezaba formalmente una técnica que se volvería una de las más practicadas -y de las más fructíferas conceptualmente- del siglo XX, el collage (algo que hasta ese momento sólo tenía precedentes amateur) y, por el otro, dejaba libre circulación en el mundo de la representación a materiales, en principio, no “simbólicos”: el trozo de trenzado de rejilla no simulaba un trenzado de rejilla, sino que lo era. De ahí a Duchamp fue un paso. Es muy probable que en aquel 1912 tampoco pudiese vaticinar el malagueño que a partir de los años 50 varios artistas usarían, para plasmar sus telas, casi exclusivamente materiales preexistentes, olvidándose en parte de pinceles, óleo, acrílico y lo demás.

Tal vez el ejemplo más radical dentro de este grupo de pintores (calificación que se podría cuestionar y se ha cuestionado) -ligados por lo general a lo informal- sea el italiano Alberto Burri. Una gran cantidad de eventos festejarán en este incipiente 2015 los 100 años de su nacimiento. El carrusel de celebraciones ya empezó a finales del año pasado con la curiosa muestra Rivisitazione: Burri incontra Piero della Francesca en el Museo de Sansepolcro, y culminará en octubre en el Guggenheim de Nueva York, donde se montará una retrospectiva de más de 100 piezas, la más completa hasta la fecha. En el medio se prevén otras muestras en Italia, una conferencia internacional dedicada enteramente a él, la publicación del catálogo general de su obra y el estreno de un documental focalizado tanto en su trayectoria humana como artística.

Contra la tela

Es evidente, más allá de la indudable importancia de su figura dentro de la revolución “informal” de los 50 a nivel mundial, que se le perdonó algo que, dentro de la polarizada Italia de la posguerra, le causó en su momento cierto ostracismo en el medio: su temprana e irreductible adhesión al fascismo (aparentemente nunca abjuró de su pasado). La desideologización de las últimas décadas y el prestigio, junto con el valor pecuniario que sus cuadros han ganado con el tiempo (un trabajo de 1961 se vendió recientemente en Christie’s por más de siete millones y medio de dólares, casi tres veces el estimativo), contribuyeron a que se lavara definitivamente la mancha política: queda, de todas formas, la importancia del dato biográfico. Burri, que era médico, fue capturado por las tropas estadounidenses y llevado, junto con otros fascistas “no colaboracionistas”, a un campo de concentración en Texas, donde residió casi dos años y donde tomó la decisión de dejar la medicina para dedicarse full time al arte: la extrema penuria de medios de su arranque con la pintura, ejercida bajo reclusión, ha sido relacionada a la futura “pobreza” de los materiales utilizados en su fase madura. Cuando vuelve a Roma en 1946 se halla en el medio de la tempestad del informalismo: como mentor elige a Enrico Prampolini, artista futurista adepto al polimaterismo. De hecho, ya a partir de 1948 Burri no se limita a pintar y “ensucia” sus telas con alquitrán y colas, estableciendo conexiones en el mundo del arte romano e insertándose sin problemas entre los pintores de punta del momento. 1950 es un año fundamental: obtiene cierto reconocimiento en Francia -la capital de los informales- y empieza la serie de las Muffe (moho), telas en las que el artista deja que el moho producido por el contacto entre piedra pómez y óleo se apodere del lienzo. Con esta agresión orgánica de la tela, empieza el desafío sistemático a todos los materiales que se habían usado para pintar hasta el momento.

Rociado de tachisme, expresionismo abstracto y matericidad fautreriana, en 1952 Burri pasa al uso constante de Sacchi (sacos), que se volverán su producción más famosa. Se trata de retazos de bolsas de arpillera viejas -cuanto más gastadas y sucias, mejor- cosidas hasta formar patchworks tan desgarradores como desgarrados: Burri subvierte no sólo la idea de cuadro como figuración y construcción bidimensional de líneas y color, jugando con el bajorrelieve, sino que además enaltece un material humilde, rescatándolo del descarte y el olvido a que la sociedad lo condena después del uso. Es, entre otras cosas (por ejemplo el hecho de que el saco es casi sinónimo de informalidad, de algo que se ajusta a lo que contiene), uno de los primeros ejemplos de aquella “estética” de la impureza -cuando no directamente basura- que explotará en los años sucesivos, con el Nouveau Réalisme y el Neo-Dada. Con otra “novedad”: como varios artistas en el mismo momento, también Burri propone el uso del tiempo, que invariablemente cambia el aspecto de los materiales empleados, como una herramienta más del hacedor. El choque es enorme (se habla de muestras cerradas por denuncias de insalubridad), pero estos grandes paneles de bolsas rotas, quebradas y plagadas de borrones de grasa y mugre, que dejan al desnudo letras y marcas -que, en definitiva, revelan su “insignificante” historia-, son ejemplos ilustres de un uso plenamente pictórico de “lo ajeno” a la pintura que redondea los principios del collage promulgados por cubistas, futuristas y dadaístas, y que se incorpora, sin vuelta atrás, al oficio del artista neovanguardista. Alcanza con pensar en otras figuras que se mueven simultáneamente por las mismas coordenadas: Antoni Tàpies, Lucio Muñoz, el grupo CoBrA, entre otros. Sin olvidar que en 1960 llega a la Biblioteca Nacional de Montevideo una muestra personal de Burri que provoca escándalo en el ambiente ciudadano. No cabe duda de que ese contacto de primera mano (así como el de Tàpies del año anterior) entre el italiano y Uruguay es una de las influencias que empujan al abstractismo matérico nacional de aquel momento, encabezado por los experimentos de Agustín Alamán y Juan Ventayol.

De la grasa al plástico

Cuando los Sacchi ya se han vuelto emblemáticos, y luego de haber usado también hierro y madera, la inquietud de Burri se manifiesta con el pasaje a otro material, casi antitético, y otro modus operandi. Ahora es el plástico su centro de atención, y su combustión (experimentada sobre papel y madera ya a mediados de los 50) la manera de modelarlo: en este sentido, si las bolsas sufrían la “obra” del tiempo que las llevaba a su parcial consunción, quemando el plástico Burri acelera dicho agotamiento, lo moldea, se ensaña con el material de la modernidad por excelencia: trabajando con una llama en lugar del pincel, pliega, oscurece, abre lesiones sobre el plástico (rojo, negro, transparente, según la ocasión). El fuego, elemento primordial e incontenible, se doma y “racionaliza”. Las combustiones plásticas de Burri parecen la maqueta derretida de una sociedad que se va transformando, ardiendo y cauterizando sus contradicciones. A principios de los 70 Burri es ya célebre en todo el mundo, tiene cuantiosas muestras personales tanto en Europa como en Estados Unidos: como resume la revista francesa Galérie, es, claramente, el artista italiano viviente más importante junto con Lucio Fontana. Sin embargo, con el arranque de la década cambia el rumbo y empieza otra serie, los Cretti (grietas), que lo llevan (literalmente) a otro lugar. Se trata del uso de un amasijo de óxido de cinc y cola vinílica (y tierra, para agregarle color) que produce increíbles fisuras en la superficie del cuadro -cuya textura se superpone mentalmente con el desierto- y que se vuelve la enésima declinación de su agitación creativa. Pero esta vez a Burri no le alcanzan las paredes y transfiere sus Cretti al aire libre: luego de una vasta producción entre 1973 y 1978, que incluye gigantescos “murales” (los más célebres, en Los Ángeles y Nápoles), vuelve a ellos con un proyecto de proporción épica, ejemplo radical de Land Art. Entre 1984 y 1990 trabaja en la realización de un cretto descomunal que cubre la extensión de lo que había sido un entero pueblo siciliano, Ghibellina, destruido en 1968 por un terremoto. La obra, una de las más vastas del mundo, cubre diez hectáreas y se asemeja, si se mira desde el cielo, a una especie de enorme laberinto, y, si se recorre (las grietas, de tres metros de ancho, funcionan como calles mudas), a una turbadora ciudad fantasma. También se revisa en ella la pulcritud y la austeridad que caracterizan a la última serie del italiano, fallecido en 1995, llamada Cellotex: el pathos de sus trabajos anteriores está como congelado dentro de estos enormes cuadros “fabricados” con un material industrial compuesto por aserrín y colas, sellados en austeras vueltas geométricas, con su famosa propensión al juego sobre el espesor matérico ya totalmente anulada. Un cierre perfecto -del pasaje de la pintura a través de la agonía de la representación a su destilación álgida- para este revolucionario formal, políticamente reaccionario (al estilo Ezra Pound).

Ya en 1951, su amigo Emilio Villa -el mayor poeta experimental italiano del siglo XX y un asombroso crítico de arte- había vaticinado su rol de figura clave: “A Alberto Burri hay que considerarlo entre los testigos de la superior y amarga iniciativa: del empezar hoy generando, pero ni la vida ni la muerte. No representando, sino haciendo”.

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