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La resistencia a las humanidades en la tardomodernidad

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Columna de opinión.

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El concepto de cultivo desinteresado (tal como se lo ha entendido en la práctica milenaria de filosofía, literatura, historia, matemáticas, geometría, música...), central a esas prácticas antiguas que con el tiempo se institucionalizarían en la universidad bajo el concepto de “humanidades y ciencias”, se ve como excéntrico en una esfera mundial regida por la utilidad. Un síntoma extremo, pero para nada excepcional: el ministro de Educación de Japón, Hakuban Shimomura, ha exhortado, hace pocos meses, a que las universidades públicas de su país “den pasos activos para abolir las humanidades [...], o convertirlas en áreas que sirvan mejor a las necesidades de la sociedad”.

La crítica situación moderna de las humanidades viene de la mano de su definición como “profesiones”. Pues en su práctica no puede reducírselas a ello, sino que coinciden con el núcleo de la comunicación humana, especialmente en sus dimensiones políticas y trascendentes (es decir, el debate más abierto concebible acerca de cómo son las cosas ahora y qué hacer con ellas, por un lado; y cómo son las cosas en una perspectiva existencial más amplia y qué hacer al respecto, por el otro).

¿Qué significa pues que, en el siglo XIX, las humanidades se hayan convertido en una “profesión”? Significa, en lo sustancial, que el Estado tomó medidas respecto de ellas. Esas medidas tienen que ver con su formateo, regulación y financiación. La fundamentación fue de naturaleza al menos doble. Por un lado, se trataba de impulsar la diseminación del acervo de saberes humanos acumulados, a fin de propiciar la formación de ciudadanos según el modelo de la Bildung. Por otro, se trataba de crear una suerte de think tank estatal para dar consistencia y calidad científica a las narrativas originarias de cada una de las nuevas repúblicas europeas y americanas. El segundo aspecto tomó la forma de una inversión que hizo el complejo formado por Estado y Nación (una estructura jurídica y militar más un núcleo de relatos en el imaginario común), para darse a sí mismo una legitimidad antigua de la que en principio carecía.

Esta disciplinarización de las humanidades implicó una extraña maniobra de deslizamiento. Debido al potencial de desafío del orden que tiene todo pensar autónomo, el proceso de institucionalización del pensar genera un progresivo despojo de la referencialidad pregnante de los textos, junto a una evolución natural, dentro de las humanidades ‘cientifizadas’, tanto hacia la tecnificación general (acento puesto en el estilo, el lenguaje, los “cómo” en lugar de los “qué”), como hacia una “teoría” que corre peligro de entenderse sobre todo como metodología. Es decir que se ha ido despojando a los textos de su potencial político concreto (salvo el oficial, que pasó a no ser más visto como político, sino como exclusivamente histórico-científico) y de su potencial “esotérico”. De lo segundo se encargó el cientificismo oficial, pues todas las repúblicas del mundo transatlántico nacieron reprimiendo fortísimamente cualquier forma de sabiduría no autorizada por la ciencia. Es así que las consecuencias de este proceso de ajuste de las humanidades a las condiciones de la modernidad, que es posible rastrear hoy casi exclusivamente entre el selecto grupo de los estudiosos de la historia de la ciencia (Husserl, Klein, Kuhn, etcétera), quedaron ocultas (y se dieron por cosa juzgada) ya en el momento en el que se dio el impulso inicial para la formación de las disciplinas humanísticas.

¿Qué aspecto debía tener, a partir de allí, la disciplina humanística? ¿Cuál tenía que ser la forma más o menos consensual de entenderse a sí misma? Lo más sabido, el truismo aún operativo, es que para empezar debía verse a sí misma, precisamente, como una ciencia, puesto que ésa es la única forma de producir conocimientos que el Estado autoriza para las disciplinas académicas que auspicia y financia. No en menor medida esto es así, puesto que el Estado había esperado obtener de las humanidades y sus practicantes académicos o autorizados los relatos legítimos; es decir, que no pudieran ser vistos como irracionales, o como fruto de un dogma religioso, sino como fruto del pensar legítimo, que es siempre “racional” en el sentido que este término adoptó del siglo XVII al XIX.

Además de ello, debe ser un espacio académico de una libertad controlada y supervisada por el Estado, sin que esto choque con los pilares del pensamiento liberal, uno de los cuales es la libertad. Esto significa que el contenido de los discursos no puede ser abiertamente regulado en forma de censura, pero que tampoco puede atentar contra aquel elemento ideológico que el Estado moderno ha consagrado en su origen (la Razón y la Ciencia). De la tensión entre libertad y ciencia surge, pues, uno de los orígenes de la erosión de las humanidades institucionales, pues en esa alianza lo que tiene que sufrir es la autonomía del pensar, pilar de su legitimidad. En tanto el mundo en el que vivimos es el resultado de esa alianza laica entre Razón y Ciencia, es por eso mismo, en su constitución atmosférica, difícilmente habitable para un proyecto genuino de pensar autónomo, el cual queda definido en una tensión: las disciplinas humanísticas deben institucionalizarse, pero al institucionalizarse deben existir bajo las formas de respiración asistida en que consisten su “teoría” y su “profesionalismo”.

Otra vertiente a tener en cuenta al terminar este breve apunte: las humanidades se entienden aquí en relación de cooriginariedad con la escritura compleja. No existen las humanidades orales en sentido propio, ni es posible confundir cualquier intercambio casual o meramente instrumental de información con el proyecto y el régimen histórico de la humanidad por escrito. No es el fin de la historia sino el de la historicidad, atado a los cambios en la ecología de la comunicación debido al impacto tecnológico, lo que incide en un eclipse de la política de la esfera pública.

Las humanidades surgieron como el ideal de la autolimitación del sujeto sabio, bajo el modelo de una actitud que se reconocía como propia de la filosofía. Tal “amor a la sabiduría” nunca fue declaración de obtención de nada, sino irónica respuesta a las pretensiones de saber seguro y útil de los sofistas, aprendizaje de una cultura de reticencias y cautelas, limitación y arduo trabajo, en la consideración colectiva de los temas humanos con autonomía respecto de las constricciones de la opinión.

El autor

Mazzucchelli es escritor y profesor universitario. Además de poesía y ensayo, ha publicado una trilogía sobre Julio Herrera y Reissig entre 2006 y 2011. Recibió el premio Bartolomé Hidalgo 2010 por La mejor de las fieras humanas (Taurus, 2010). Es uno de los cuatro integrantes del blog Interruptor. PhD en Letras por la Stanford University, actualmente es profesor titular grado 5 en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Es también investigador asociado de la Facultad de Comunicación y Diseño de la Universidad ORT Uruguay.

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